Bazin
veía el cine como un testimonio ontológico; es decir, un arte que captura la
ambigüedad de la realidad objetiva a través de la huella luminosa de la
película, preservando la duración de la existencia en su flujo espontáneo
cuando "embalsama el tiempo". La objetividad del cine proviene, por
añadidura, de figuras humanas que ocupan un lugar en el espacio de lo real. El
montaje ordena estas imágenes en lo irreal para liberarlas del tiempo. La
irrealidad de la imagen, de este modo, es un ataúd de fantasmas, en el que los
actores o actrices, que una vez fueron reales, permanecen inmortalizados en un
espacio atemporal. Tilly desgarra este vínculo porque su "presencia", por
definición, nace de un torrente de códigos que desafía la narratología, como
un fantasma embalsamado en un simulacro informático que mimetiza la
posibilidad de cruzar umbrales en su alteridad digital. Con ella el cine
pierde su anclaje en lo concreto porque su ubicuidad no "existe" en la
realidad material, como el "cuerpo sin órganos" de Deleuze y Guattari, que deviene en una imagen rizomática sin estructura
rígida, abierta a expandirse en múltiples direcciones, ubicada en una
singularidad donde el pasado desparece de su orden jerárquico.
A diferencia de Tilly, los actores humanos transforman sus emociones para
interpretar un personaje, aportando sus experiencias vividas para otorgarle
una forma determinada en lo ficticio. Este personaje del actor simula su
inexistencia en una ficción narrativa. Las imágenes dentro del encuadre
recrean al personaje, separándola del actor que lo interpretó. Epstein definió
esto como "fotogenia", entendida como la capacidad del cine para
revelar lo humano en gestos espontáneos, dotándolos de valor poético en una
"nueva vida". En
Primer plano
(Kiarostamí, 1990), por ejemplo, un actor elimina la tangente entre documental
y ficción al abandonar su papel de impostor sin darse cuenta. Tilly, más bien,
simula actuaciones sin lo espontáneo, sometiendo la fotogenia a una impostura
digital. Lleva la idea de la actuación a un terreno sintético: sus
expresiones, generadas por redes de IA con precisión técnica, produce una
hiperfotogenia que intimida por su función de cambiar de apariencia en tiempo
real y adoptar cualquier rol mediante código. En pocas palabras, sin
procedencia humana reduce la fotogenia a imágenes digitales que, dada su
ubicuidad algorítmica, están inhabilitadas para convertir el cine en una
experiencia viva.
Este problema de la IA ya se plantea en una película profética como
El congreso
(Folman, 2013), donde
Robin Wright
vende una imagen escaneada de sí misma para crear una versión virtual que
actúa eternamente en lo digital, desdibujando los límites entre actriz y
simulacro en una identidad fluida que, como metáfora, cuestiona la ontología
baziniana de la imagen como huella de lo real. Sin embargo, Tilly lleva esta
desrealización más allá porque
borra fronteras entre lo humano y lo artificial al carecer de
corporeidad, fragmentada en el ciberespacio como un eco baudrillardiano de
simulacros sin referente. A diferencia de la autenticidad de Wright, que
infunde vida a su doppelgänger digital, Tilly no conmueve porque aún es un
experimento beta con muchas imperfecciones en
CGI, un constructo que simula emociones sin la carga poética de la memoria o la
consciencia, cuya intención estética es explícita y cosmética, dejando al cine
al borde de una hiperrealidad fría donde la actuación se convierte en mera
replicación técnica sin el elemento heredado de lo vivo.
La IA define un cine poshumano que, a diferencia de la animación, genera
simulacros baudrillardianos: imágenes generadas que mimetizan la realidad
mediante modelos de lenguaje. En este cine hipotético, Tilly actuaría en
películas digitales, integrándose en filmes de acción real con actores vivos,
o actuando conjuntamente con figuras fallecidas. Aunque es demasiado temprano
para pensarlo, la relación dialéctica procedente de esta hibridación actoral
podría dividir la industria entre
cine tradicional
(realizado por humanos) y
cine sintético
(generado por IA). El cortometraje
IA Commissioner
(Particle6, 2025), donde Tilly aparece como personaje secundario junto a
otros, muestra los síntomas que se avecinan y activaron las alarmas de
SAG-AFTRA. El uso de datos de actores sin consentimiento y preocupaciones por reducir
costos al eliminar actores reales plantea dilemas éticos. La
ley aprobada en California
para regular la IA, establece restricciones en datos para prevenir los abusos
que pueden surgir de esta tecnología si es manipulada para fines equivocados
violentando los marcos legales de los derechos de autor, como ya se observa en
la cultura líquida de la Internet.
Estas regulaciones me inducen a pensar que Tilly Norwood no es una amenaza ni
mucho menos reemplazará el trabajo de los actores o actrices, pero sugiere la
idea de que la "muerte del cine" no está escrita mientras los consumidores
impulsen la dinámica de oferta y demanda del mercado cinematográfico. Al estar
en etapa experimental todavía no ha protagonizado ninguna película. El
alarmismo reaccionario sobre el cine de IA suele ignorar las aperturas
epistemológicas de la innovación tecnológica que, en cierta medida, evoca
tensiones éticas cercanas a la
hauntología de Derrida, pero con espectros digitales que ahora resucitan lo ausente. Estas
tensiones éticas atraviesan el uso no autorizado de datos de actores para
"resucitarlos" o "recrearlos" como deepfakes. La ley entra como modelo
preventivo para evitar la replicación de actores sin consentimiento. Sin una
gestión ética, estas prácticas podrían erosionar la confianza en la industria
porque siempre habrá alguien con la intención de deshumanizar la actuación al
priorizar la eficiencia económica sobre la creatividad de los artistas. Por
esta razón, la hipótesis de un cine dominado por IA no se puede descartar,
pero su impacto depende de cómo se equilibren innovación y responsabilidad.
El despertar de la IA plantea riesgos éticos que son difíciles de
predecir desde el presente. El cine dialoga más con el pasado que con el
futuro, y las películas nos recuerdan que, en última instancia, los verdaderos
espectros persisten en la memoria del espectador.