En ¿Está funcionando esto?,
Bradley Cooper
retoma su poética del desamor para examinar, dicho sea de paso, las secuelas
de una ruptura matrimonial, como lo había hecho en
Nace una estrella
(2018). Lo que ofrece en este tercer largometraje tiene buenas intenciones,
pero algo me dice que es una comedia dramática que, a pesar de las actuaciones
naturales de
Will Arnett
y
Laura Dern
carece de emoción y se vuelve reiterativa al retratar la crisis matrimonial y
el divorcio en la mediana edad, en una circularidad que me deja preguntándome
si el micrófono está encendido porque, literalmente, el volumen disminuye con
cada escena. La trama sigue a Alex Novak, un hombre de mediana edad y padre de
familia que, ante la inminente separación de su esposa Tess, se reinventa como
comediante de stand-up
en la escena neoyorquina, mientras cría a sus dos hijos durante la etapa
incómoda y se desmorona silenciosamente detrás del escenario al tratar de
aprender a vivir como divorciado. En general, la premisa de este argumento se
sostiene con una narrativa que me resulta interesante, en un principio, cuando
se acomoda sobre las bases genéricas del drama romántico y la comedia que
sirven para mostrar las cosas que le suceden a Alex cuando descubre su nuevo
pasatiempo a espaldas de su familia. El problema se complica, para empezar,
porque el guión estropea el desarrollo psicológico de los personajes lejos de
las descripciones más obvias, reduciendo sus acciones a un epicentro de
situaciones que, a menudo, hacen que el conflicto se vuelva algo previsible
entre facilismos expositivos y subtramas secundarias. De este modo, solo
consigo permanecer en estado de indiferencia al ver la rutina que circula
alrededor de las discusiones de pareja entre Alex y Tess en las reuniones con
amistades; la responsabilidad paternal de Alex cuando cuando lleva a sus dos
hijos al colegio; las visitas de Alex a la casa de sus padres; los consejos
que Alex recibe de su mejor amigo Balls; las interacciones de Tess con la
esposa de Balls y con otras amigas que la inducen a estar con otro hombre. En
la superficie, el dilema moral de los personajes funciona para ofrecer un
comentario sobre las relaciones de pareja y la institución matrimonial,
entendido como la desilusión de una pareja que se separa tras 26 años estando
juntos por los sacrificios desiguales, la imposibilidad de alcanzar metas
individuales, la crianza compartida y la fatiga de las responsabilidades
familiares. Todo esto se insinúa en los diálogos a puerta cerrada que
sostienen Alex y Tess, pero nunca se disecciona con profundidad, dejando un
vacío que me obliga a razonar lo suficiente como para saber que el drama se
siente superficial. A pesar de todo, encuentro algo solvente la actuación de
Arnett, sobre todo cuando adopta la mirada y los gestos de su rostro para
subrayar la desdicha de un hombre inseguro de sí mismo que, en la comedia
stand-up, encuentra una terapia improvisada para narrar con punch los
episodios trágicos de su divorcio, alcanzando unas cuantas escenas que me
causan risa cuando escucho el humor negro de las anécdotas sobre paternidad y
fracaso matrimonial que recita con micrófono en mano frente al público
neoyorquino. Dern, de igual forma, tiene mucha química con él y logra, en un
par escenas, una interpretación sobria como una mujer segura de sí misma que
confronta su resentimiento con sutileza y asume riesgos frente a la ruptura
conyugal como esposa decepcionada. Con ellos, Cooper utiliza en la puesta en
escena algunas herramientas estéticas que sintetizan el dilema de los
personajes a través del primer plano, el sonido diegético, el encuadre móvil y
las atmósferas urbanas que compone la lente de
Matthew Libatique
entre los clubes nocturnos y las calles neoyorquinas con luces neón
parpadeantes. La música de
James Newberry, de igual forma, es decente en algunas escenas. Todo lo demás,
desafortunadamente, se queda en una zona regular sobre divorcio y
autodescubrimiento.
Título original: Is This Thing On? Año: 2025 Duración: 2 hr. 04 min. País: Estados Unidos Director: Bradley Cooper Guion: Bradley Cooper, Will Arnett, Mark Chappell Música: James Newberry Fotografía: Matthew Libatique Reparto: Will Arnett, Laura Dern, Andra Day, Bradley Cooper, Ciarán
Hinds, Amy Sedaris Calificación: 6/10
La nueva película de Yorgos Lanthimos es una locura que, como remake,
subvierte todas las claves de la original surcoreana.
Descubre cómo lo ha hecho.
En Bugonia,
Yorgos Lanthimos
recupera los rastros de su poética de la crueldad para subvertir, dicho
sea de paso, las claves insertadas en la película surcoreana
Salvar el planeta Tierra
(Jang, 2003), en un intento de buscar nuevas rutas narrativas para hacer
un remake con las excentricidades particulares de su cine que a mí, en más
de una ocasión, me produce letargo. Esto se debe a que durante su
preproducción, luego de que el propio Lanthimos reemplazará a Jang como
director, el guionista
Will Tracy
intentó alejarse de reproducir la historia de la película original en su
guión, ya que prefería que las dos fuesen tratadas como obras
diametralmente opuestas entre sí. El cambio se vislumbra, asimismo, en la
asociación simbólica de su título, derivado de la palabra griega que
significa "nacido de bueyes", refiriéndose a un antiguo ritual
mediterráneo del que se tenía la creencia de que un enjambre de abejas
nacía mágicamente a partir del cadáver en descomposición de un toro o
ternero sacrificado al cabo de unos días. Este concepto, que metaforiza el
ciclo de renovación de lo vivo y lo muerto, es adoptado por Lanthimos para
atribuirle otro significado, ajustado a la actualidad.
A partir de este idea, la película me deja con una sensación de sorpresa
que me impide apartar los ojos de todas las bizarradas que suceden en sus
dos horas ajustadas. Francamente, supera mis expectativas y devuelve mi fe
por el cine de su director que se había quedado dormida desde
La favorita
(2018). Me parece un remake en el que Lanthimos, con una estética
depurada,
mantiene un tono satírico bastante absurdo que siempre se vuelve sutil para dialogar sobre las clases sociales y la eticidad del capitalismo
corporativista en una era convulsa, con dos actuaciones fenomenales de
Jesse Plemons
y
Emma Stone, que ya han demostrado previamente lo que son capaces de hacer a las
órdenes del griego. Cuando esta dupla está en pantalla su presencia eleva
el material hasta colocarlo muy por encima de su antecesora surcoreana.
La trama, ambientada en Estados Unidos, sigue la existencia de
Teddy Gatz (Jesse Plemons), un hombre conspiranoico y marcado por
los traumas del pasado que, junto a su primo autista Don (Aidan Delbis), secuestra a la CEO de la poderosa corporación farmacéutica
Auxolith llamada Michelle Fuller (Emma Stone), convencido de
que ella es un extraterrestre una especie maligna conocida como los
Andromedanos, llamados así por su procedencia de la galaxia Andrómeda. En
medio de los interrogatorios en el sótano de su casa, Teddy revela que la
razón para secuestrarla se debe a que su raza alienígena está matando a
las abejas de la Tierra y sometiendo a los humanos a una servidumbre ciega
mientras destruyen los recursos naturales, sometiéndola además a torturas
calculadas para obligarla a revelar su verdadera identidad, poco antes de
afeitarle la cabeza y cubrirla con con crema antihistamínica para evitar
que envíe una señal de auxilio a otros andromedanos. Teddy, asimismo,
negocia con Michelle para reunirse con el emperador andromedano antes del
próximo eclipse lunar, en el que la nave nodriza entraría en contacto con
la atmósfera terrestre sin ser detectada.
En términos generales, la estructura narrativa de Lanthimos me resulta
atrapante por la manera en que combina la comedia negra criminal y la
ciencia-ficción minimalista,
tomando giros inesperados que se desvían casi a totalidad de la versión
surcoreana
con su horizonte mesurado. Esto se debe, a menudo, porque el guión de
Tracy se toma el tiempo necesario para robustecer y equilibrar el
desarrollo de los personajes, añadiéndole capas sustanciosas que
profundizan su psicología sobre una serie de situaciones absurdas que se
mantienen atadas, entre otras cosas, a un carrusel de acciones excéntricas
que se disuelve sobre escenas de tortura y diálogos a puerta cerrada que
saltan del existencialismo a la violencia más impredecible. El
comportamiento errático de los personajes es bastante entretenido cuando
se distribuye entre la labor de Teddy como apicultor obsesionado las
colmenas; los métodos extremos adoptados por Teddy para electrocutar a
Michelle antes de deducir que su tolerancia al dolor se debe a su posición
de realeza intergaláctica; la cena en la que Michelle provoca una pelea a
golpes con Teddy al mencionar la enfermedad de su madre; la curiosidad de
Don cuando vigila a Michelle con escopeta en mano para que no escape; la
visita de un policía gordinflón con bigote que sospecha que Teddy es el
secuestrador.
Por añadidura, lo que que eleva Bugonia por encima de una mera comedia
negra de enredos es su compromiso con tópicos profundos que resuenan con
la contemporaneidad al presentarse como una sátira salvaje sobre la
alienación moderna, las fracturas sociales y el abuso del poder
corporativo. En su núcleo, plantea esto desde el resentimiento de un
hombre manipulador y paranoico de clase obrera que, inducido por el coma
de su madre (afectada por el experimento clínico de un fármaco Auxolith),
rapta a una empresaria de la empresa en la que trabaja para manifestar su
ira latente ante el sistema que le ha fallado hasta mantenerlo «explotado»
en un trabajo deplorable y distorsionar la noción que tiene de la pérdida
de la fe, donde su creencia en los alienígenas es producto de los traumas
familiares que lo obligaron a abandonar su catolicismo como ciudadano
norteamericano atrapado en la imposibilidad de salir del umbral de la
pobreza sistémica ni de la dependencia materna, hallando una vía de escape
en la teorías conspirativas y en las ideologías políticas. Su rebelión
contra la CEO no es un acto de envidia clasista, sino una afirmación
desesperada de agencia individual contra un sistema que aplasta su
dignidad como proletariado alienado.
De este modo, Teddy encuentra su
refugio en la violencia antisocial para exigir por la fuerza sus
«derechos» y esconder sus inseguridades en nombre de los demás, en un
ritual de venganza personal donde lucha contra una corporación que regula
la vida cotidiana a través de de patentes farmacéuticas que encarecen
medicamentos y limitan ofertas de salud, aunque en realidad solo anhela
robar un antídoto secreto andromedano para curar a su madre.
El único inconveniente, no obstante, es que
la síntesis discursiva sobre el capitalismo corporativo y las clases
sociales termina sintiéndose simplista
cuando reduce su análisis a dos polos irreconciliables dentro de un tejido
social determinista. Por una parte, muestra el polo de la empresaria
farmacéutica, Michelle, como el de una persona malvada que, debajo de la
sostificacion y el lujo de una vida organizada, justifica su idea del
progreso como un daño colateral que viola el principio de no agresión al
imponer costos involuntarios sobre los experimentos que realiza con los
individuos «sacrificados» con las vacunas (la madre de Teddy), sugiriendo
una eticidad retorcida que ostenta a las élites oligárquicas como
«alienígenas» que racionalizan la «explotación» como una forma de producir
innovación dentro de la lógica del mercado. Por la otra, retrata al
marginado, Teddy, como víctima paranoica y reaccionaria que, marcado por
el sufrimiento de su madre, abandona la pasividad al ver en la explosión
de violencia una herramienta contra la «opresión» impuesta por los que se
lucran con la fragilidad ajena, insinuando que la respuesta de secuestrar
y torturar está justificada por la causa mayor de desmantelar imperios
corporativos deshumanizantes. Entre estos dos polos violentos, Don se pone
en la línea de la moralidad al ser mostrado como alguien bondadoso,
ingenuo, encarcelado por su condición autista en un círculo de violencia
absurda.
Al presentar la violencia como la única salida «auténtica» de los dos
bandos corrompidos por el poder burocrático, la película convierte su
crítica en un cuento moral infantiloide en el que los ricos son malos, los
pobres están locos, y no hay término medio posible porque todo conduce a
la muerte nihilista de la sociedad. Esta dialéctica es heredada
directamente de la película surcoreana original, pero Lanthimos la acentúa
aún más con su frialdad simétrica: los «de arriba» siempre aparecen en
espacios amplios y luminosos; los «de abajo» en agujeros claustrofóbicos y
sucios. El resultado es un mundo sin matices dentro de una falacia
colectivista, donde el capitalismo solo puede ser corporativismo
depredador y la resistencia solo puede ser locura violenta. Lanthimos
nunca separa ambos conceptos en su discursividad progresista. Y queda, más
bien, en una confusión deliberada entre capitalismo de mercado y estatismo
corporativo que ridiculiza el ejercicio empresarial para que todo quede
bajo la etiqueta «corporación privada maligna», negando con cierto cinismo
la complejidad económica real que hay en el riesgo del emprendimiento y
las cosas que alcanza el individuo con su voluntad cuando no se subordina
a los intereses del grupo, irónicamente, como ocurre con Teddy. Cuando la
película necesita subrayar por qué el sistema es injusto, recurre al gag o
a la hipérbole, con las escenas absurdas como sustituto de una
argumentación racional.
A pesar de estas contrariedades discursivas,
las actuaciones Jesse Plemons y Emma Stone consiguen que casi todas las
escenas sean hilarantes
con su química eléctrica y desquiciada. Plemons, para empezar, utiliza su
registro expresivo para interpretar a Teddy como un hombre solitario,
inseguro, calculador, negacionista, radicalizado por ideologías
extremistas, que desea una sociedad igualitarista debilitando las
estructuras corporativas y solo emplea su conocimiento para vengarse al
sacrificar literalmente a una ternera para que las abejas reencarnen en su
grado de alteridad existencial, comunicando su patetismo subyacente con la
mirada, los gestos y el aspecto descuidado de su ropa, además de su
pericia física para el slapstick; en lo que viene siendo una de las
interpretaciones más sobrias y delirantes de su carrera. Stone, en cambio,
pone en práctica su proceso actoral intuitivo para interpretar, con su
cabeza rasurada y el movimiento corporal, a una oligarca empoderada,
frívola, elegante, de ojos alienígenas, que ha acumulado años de
privilegios con su industria farmacéutica asociada al intervencionismo
estatal, pero que tras ser capturada como rehén, revela una naturaleza
extraña como una villana caricaturesca que no es más que la abeja reina
que, desde su utopía, dirige a un enjambre colectivista para destruir el
fracaso del individualismo en la Tierra plana. Con la modulación vocal, el
maquillaje y el humor espontáneo, ambos comunican de forma orgánica el
delirio inexpresivo de sus personajes.
Como es habitual, Lanthimos humaniza a los personajes que ellos
interpretan diálogos robóticos, encuadres simétricos y un humor negro que
roza lo grotesco. Por la parte visual, su estética dimensiona los
claroscuros de sus personajes a través de la psicología del color, el
primer plano, el picado-contrapicado, el plano fijo, el fuera de campo, el
sonido diegético, el plano panorámico y, sobre todo, las atmósferas que se
mutan sobre el uso proxémico del espacio entre los interiores elegantes y
los sótanos desorganizados, fruto de un trabajo fotográfico competente de
Robbie Ryan
que sabe emplear la iluminación para sintetizar las intenciones adoptando
una
relación de aspecto 4:3
en todas las escenas, filmadas en 35mm con el formato
VistaVision. Los efectos prácticos en las escenas de tortura añaden un toque
visceral sin caer en la gratuidad. Las escenas retrospectivas en blanco y
negro también funcionan para establecer los vínculos opuestos detrás de
las motivaciones de Teddy y de Michelle. Además, en cada escenario hay una
especial atención al detalle sobre el vestuario, los decorados y el diseño
de producción. Por la parte sonora, la música de
Jerskin Fendrix
intensifica el lado trágico y dramático del relato con su orquestación
sinfónica de cuerdas tradicionales y crescendos de tonos punzantes que
evocan el pánico de la incertidumbre que hay detrás de los zumbidos
discordantes.
En última instancia, me atrevo a decir que Bugonia es una
adición valiosa al canon de Lanthimos
porque entretiene de forma desenfrenada y, al mismo tiempo, me obliga a
reflexionar sobre las desigualdades creadas por políticas fallidas y la
falta de ética de un corporativismo que devora el intercambio voluntario
de los consumidores. Su farsa sangrienta logra un equilibrio entre la
carcajada insospechada y el escalofrío moral. Plemons y Stone están en
estado de gracia absoluta, mientras el debutante Aidan Delbis aporta un
nerviosismo encantadoramente torpe que completa el trío protagónico. Hay
extrañeza, misantropía y verdades tragicómicas que convierten lo absurdo
en algo dolorosamente reconocible. No es perfecta, desde luego, pero en un
panorama cinematográfico saturado de inanidad, ofrece sustancia con estilo
sin renunciar a ser divertidísima.
Wicked: por siempre
es una película de
Jon M. Chu
que constituye, dicho sea de paso, el final de la adaptación de la novela de
Gregory Maguire
y del musical de Broadway de
Stephen Schwartz
y
Winnie Holzman, que trata de revisar la obra original sobre el mundo de Oz de
L. Frank Baum. Sus dos largas horas me parecen diseñadas en un laboratorio de la Universal
para exprimir hasta la última lágrima de nostalgia y el último dólar de
merchandising que no pudo recuperar con la primera
Wicked
(Chu, 2024), sin importar que la historia quede reducida a un cadáver
maquillado de verde esmeralda. Esto me obliga a pensar que, francamente, es
una secuela aburrida y sin chispa que pierde el encanto porque, entre otras
cosas, cada número musical está inflado al triple de su duración para
ajustarse al canto artificioso de
Ariana Grande
y
Cynthia Erivo, dejándome incluso con esa misma sensación de abulia que experimenté con la
predecesora. La trama sigue a Elphaba, la Bruja Malvada del Oeste, en los días
en que es buscada como una fugitiva por la burocracia mágica y se
dispone, con su fuerza mágica, a luchar por los animales oprimidos por los
experimentos del mago Oz, mientras sufre la ruptura de su amistad con la
frívola Glinda y las consecuencias de las decisiones que la llevan a ser
odiada por la gente ignorante del pueblo. En general, la narrativa persigue el
rastro dejado por la antecesora al mostrar el calvario de la bruja sobre las
bases genéricas del musical, el melodrama romántico y la aventura fantástica,
con la finalidad de justificar el dilema moral que teje los hilos de la trama.
El problema central, sin embargo, es que el guión no se toma la molestia de
sacar a los personajes cutres de la zona de confort, dejándolos a menudo en
una circularidad de situaciones expositivas que solo funcionan como
catalizadores de actos musicales que se me hacen interminables entre tanto
ruido y magia artificiosa en tierra de nadie. De esta manera, me quedo
completamente anestesiado por la falta de gancho que hay en la misión personal
de Elphaba con sombrero y bastón en mano para liberar con su ejército de monos
voladores a los oprimidos de los magos opresores de la ciudad; las discusiones
a puerta cerrada entre Elphaba y Glinda antes de terminar con su amistad; la
conversación de Elphaba con su hermana Nessa antes de hechizar sus zapatos y
convertir a su amado en hombre de hojalata; la relación amorosa de Elphaba con
Fiyero en el bosque oscuro luego de interrumpir la boda Glinda; el plan de la
vengativa Glinda y la señora Morrible para acabar con el dominio de Elphaba
desde su castillo. La subtrama de Dorothy junto el Espantapájaros, el Hombre
de Hojalata y el León Cobarde funciona solo como accesorio cosmético para
impulsar la trama por lugares predecibles. El mayor delito, en efecto, es que
el show de las brujas solo sirve como una excusa banal para colgar un
comentario moralista que dialoga sobre la amistad, la intolerancia y la
discriminación, pero bajo ese hechizo progresista de Hollywood que, con un par
de frases de autoayuda, confunde el buenismo con el igualitarismo forzado. Las
actuaciones de Grande y Erivo son, como mucho, decentes cuando ejercen la voz
para cantar algunas canciones olvidables, a pesar de que el guión solo las
mantiene como muñecas de porcelana para compensar la ausencia de arco
melodramático. Chu, como es habitual, consigue encuadrarlas en una puesta en
escena que rescato, entre sus limitaciones, por la forma en que adorna el
mundo fantasioso de Oz a través del vestuario y el diseño de producción
ambicioso, como si fuera un parque temático, donde todo parece construido por
comités de marketing, con colores saturados hasta la náusea y decorados que
piden a gritos más atrezzos para los interiores del castillo. Todo lo demás,
por desgracia, es más de lo mismo.
Título original: Wicked: For Good Año: 2025 Duración: 2 hr. 17 min. País: Estados Unidos Director: Jon M. Chu Guion: Winnie Holzman, Dana Fox Música: Stephen Schwartz,
John Powell Fotografía: Alice Brooks Reparto: Cynthia Erivo, Ariana Grande, Jonathan Bailey, Jeff
Goldblum, Michelle Yeoh, Marissa Bode Calificación: 5/10
Fue solo un accidente, de Jafar Panahi, es una de esas películas que
te atraviesan lentamente y te dejan temblando mucho después de que se
apaguen las luces. No es la más subversiva de su filmografía, pero me
convence lo suficiente como para saber que es una de sus más afiladas, una
película brillante que condensa años de crítica sociopolítica,
exilio interior y rabia soterrada en apenas 103 minutos de cine puro que
Panahi encuadra con maestría para subrayar el estado de resistencia de voces
oprimidas que luchan por la libertad, la verdad y la justicia frente al
régimen represivo iraní. Tras un prólogo en el que un padre de familia
conduce su coche por la carretera y atropella accidentalmente a un perro en
la noche, la trama sigue a Vahid, un mecánico modesto que se ve
repentinamente obligado a golpear con su pala y a secuestrar a plena luz del
día al cliente que lleva dicho auto a su taller de mecánica, luego de
haberlo identificado como uno de los torturadores que lo castigaron durante
los años de prisión política, donde se dispone también a buscar en su
camioneta a otros expresidiarios para confirmar la identidad del capturado
de la pierna prostética y ojos vendados antes de enterrarlo vivo en el
desierto por sus crímenes. En términos generales, la narrativa tiene un
arranque que me atrapa por la manera en que Panahi ajusta el drama sobre el
misterio y el thriller, pero sin renunciar a esa poética de la carretera que
funciona para documentar la desilusión colectiva de los iraníes en las
calles, como ocurre en
Taxi Teherán,
Tres caras
y
Los osos no existen. A partir de la sospecha, Panahi construye un mecanismo de relojería que
nunca frecuenta lugares comunes porque, entre otras cosas, el desarrollo
psicológico de los personajes está finamente ajustado sobre un uso magistral
del relato no iconógeno, en unas situaciones impredecibles que evitan el didactismo derivativo y se
resuelven sobre diálogos irónicos para justificar con sutileza las acciones
de venganza que surgen de la duda y el trauma compartido en la furgoneta
entre un mecánico, una fotógrafa, un desempleado y una pareja comprometida, cuando recuerdan las experiencias en la cárcel del sádico
agente. Con estos personajes, Panahi incorpora en la estructura situacionista un discurso
crítico sobre la represión política y la justicia ciega, entendido como la
resiliencia de un hombre honesto que, junto a otros, está atrapado en un
dilema ético-moral entre la sed de justicia y el miedo a convertirse en
monstruo ante la imposibilidad de no poder identificar a su opresor para
castigarlo porque le vendaron los ojos. No hay héroes ni villanos claros;
solo la negación de ciudadanos aprisionados entre la memoria y el presente,
donde el espacio de la furgoneta sucia simboliza el encarcelamiento de cinco
expresidiarios (cada uno con su herida abierta) que debaten qué hacer con el
supuesto verdugo y transforman el viaje en un juicio improvisado sobre
impunidad y violencia. Los actores, casi todos no profesionales, están magníficos y
poseen mucha intensidad dramática para transmitir la impotencia del
sufrimiento con la mirada, los silencios y los gestos; destacándose Vahid
Mobasseri, Mariam Afshari y Ebrahim Azizi. La puesta en escena de Panahi
encuadra a este reparto con una estética que sintetiza el conflicto del
accidente a través de la elipsis, el uso proxémico del espacio, la
psicología del color, el fuera de campo, el primer plano, el sonido
diegético, el plano general, el plano subjetivo, y, ante todo, las
atmósferas de Amin Jaferi que aprovechan la luz natural para ampliar el
sentido de austeridad entre paisajes desérticos y urbanos. Todo esto supone,
en última instancia, la demostración de que Panahi, a sus 65 años y después
de todo lo que ha vivido —cárcel, prohibiciones, clandestinidad—, sigue siendo uno
de los cineastas más relevantes, al contar verdades incómodas sobre la
sociedad iraní. Esta película, por así decirlo, constituye una de las más impresionantes de su carrera.
Título original: It Was Just an Accident (Yek tasadef sadeh) Año: 2025 Duración: 1 hr. 43 min. País: Irán Director: Jafar Panahi Guion: Jafar
Panahi Música: Fotografía: Amin Jaferi Reparto: Ebrahim Azizi, Madjid Panahi, Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Hadis
Pakbaten, Delmaz Najafi, George Hashemzadeh Calificación: 8/10
Nueva ola es una película de Richard Linklater que, adoptando la
poética del metacine, intenta homenajear el legado de Jean-Luc Godard en el
proceso de la realización cinematográfica, especialmente en la recreación del
rodaje de
Sin aliento
(1960) durante el apogeo de la Nueva Ola Francesa. Por la manera en que la
presenta, deduzco que se trata de un experimento para aquellos cinéfilos que
de vez en cuando se reúnen en una cadena de oración para celebrar a los
mártires del famoso movimiento francés porque, a pesar del estilo visual
sesentero en blanco y negro, Linklater ostenta su homenaje a la nouvelle vague
con un tono excesivamente didáctico y unos personajes desabridos que,
irónicamente, me dejan sin aliento cuando hablan más de lo necesario en el
plató, dejándome con la sensación de que he desperdiciado cerca de dos horas
con su ejercicio de autocomplacencia estética. Su argumento, ubicado en 1959,
sigue a Godard en los días en que decide convertirse en director de cine y se
dispone a rodar su primera película con la benevolencia del productor Georges
de Beauregard, luego de atestiguar el éxito de cineastas como François Truffaut y Claude
Chabrol —críticos de cine de Cahiers du Cinéma como él—, mientras convence a
Jean-Paul Belmondo y a Jean Seberg para que sean los protagonistas, junto a un
selecto equipo de rodaje que incluye al director de fotografía Raoul Coutard.
En términos generales, esta narrativa parte de una premisa que, en teoría,
tiene cierto potencial al perseguir las reglas del drama biográfico y la
comedia aterrizada que se distingue en la filmografía del realizador texano.
El problema central, no obstante, es que el guión opta por un
desarrollo superficial de sus personajes que, a menudo, reduce las acciones
más básicas a un abanico de situaciones circulares que mantiene el conflicto
sobre facilismos y diálogos pretenciosos sobre las dificultades del rodaje,
sin profundizar nunca en la psicología de cada uno de ellos más allá de las
descripciones que giran alrededor de Godard sobre un collage perezoso de
nombres y clichés biográficos. En este sentido, no encuentro otra cosa que una
falta de cohesión narrativa que se pierde entre las conversaciones de Godard
con Jacques Rivette y Éric Rohmer en la redacción de Cahiers du Cinéma; las
decisiones rupturistas que toma Godard para decidir el encuadre antes de
comenzar la filmación; los consejos que recibe Godard de directores
emblemáticos como Roberto Rossellini, Jean-Pierre Melville y Robert Bresson;
las indicaciones espontáneas de Godard para dirigir a Belmondo y a Seberg en
las calles parisinas a plena luz del día. Las escenas tratan de esquematizar
el caos de una filmación con la finalidad, supongo, de interrogar el oficio
del director de cine, pero entendido como el delirio de un crítico de cine
convertido en cineasta que, así como los suyos, busca pasar la tesis de la
cinefilia vertical como síntoma de vanguardias rupturistas que lo inducen a
hacer cine a partir de las experiencias posfílmicas. La actuación de Guillaume
Marbeck logra, dentro de sus limitaciones, mimetizar la gestualidad de Godard
a la hora de caminar y hablar con la pedantería intelectual, apoyado de sus
gafas de montura gruesa y el cigarrillo en mano, pero, al igual que el resto
del reparto, orbita las escenas sin aportar algo que lo interrogue. Linklater
logra encuadrarlo en una estética que emula el cine de autor de los 60 en
blanco y negro a través de la relación de aspecto 4:3, el plano general, el
fuera de campo, la elipsis, el sonido diegético, la ruptura de la cuarta
pared, y, ante todo, el uso del encuadre móvil de una cámara en mano de David
Chambille cercana al cinéma vérité. Estos elementos poseen cierta eficacia,
pero, por desgracia, no son más que accesorios cosméticos de un revisionismo
blando que domestica la radicalidad para ofrecer una carta de amor nostálgica
que traiciona el espíritu mismo de la nouvelle vague como manifiesto
revolucionario del cine.
Título original: Nouvelle Vague Año: 2025 Duración: 1 hr. 46 min. País: Francia Director: Richard Linklater Guion: Holly Gent Palmo, Richard Linklater, Laetitia Masson, Vincent Palmo
Jr., Michèle Pétin Música: Fotografía: David Chambille Reparto: Guillaume
Marbeck, Zoey Deutch, Aubry Dullin, Bruno Dreyfurst Calificación: 5/10
En La gracia, Paolo Sorrentino recupera su poética del poder para
dialogar, otra vez, sobre los claroscuros de la vejez. Por lo que veo en sus
dos horas, deduzco que se trata de un híbrido contenido entre El divo y La gran belleza, que mantiene un tono diametralmente opuesto a la rimbombancia
que caracteriza su filmografía. A través de su estilo solemne, Sorrentino
presenta aquí una meditación elegante sobre la duda y el perdón con una
actuación sobria de Toni Servillo, pero la narrativa circular y frígida nunca
trasciende sus propios esquemas dramáticos, dejándome con la sensación de que
le falta algo para ser particularmente conmovedora. El argumento sigue a
Mariano De Santis, un jurista y presidente italiano en sus últimos meses de
mandato, que está atormentado por los dilemas éticos ocasionados por la
promulgación de una ley que legaliza la eutanasia, mientras confronta como
viudo el fantasma de la infidelidad de su difunta esposa Aurora en medio de
los asuntos burocráticos y la petición de indulto de dos personas que claman
misericordia luego de haber matado a sus parejas. En términos generales, esta
narrativa acumula algunas de las particularidades del cine de Sorrentino al
mostrar el drama de un individuo en la ancianidad que reflexiona sobre su vida
entre largas caminatas. El problema fundamental, sin embargo, es que no logra
ocultar las debilidades de un guión irregular que, pese al desarrollo
psicológico del protagonista, cae en una inercia narrativa que reduce las
acciones de los personajes a una circularidad de diálogos a puerta cerrada
sobre legislatura y remembranzas. El ritmo parsimonioso avanza de una manera
fluida, aunque me parece que hay una ausencia de conflicto que se refleja a
menudo entre las conversaciones de De Santis con los funcionarios y con una
famosa una crítica de arte; las inquietudes de De Santis para liberar su
agenda en la oficina donde tiene a su hija como asistente personal; las
confesiones de De Santis como católico devoto frente a un obispo negro que le
da consejos; los paseos a pie de De Santis en los salones opulentos mientras
recuerda el amor por su esposa fallecida y busca al sospechoso de su
adulterio. La ironía aguda se atasca en los clichés sobre la crisis
existencial del presidente benévolo. Sorrentino estructura la trama como un
díptico esquemático que se resuelve sobre la base de monólogos expositivos que
no conducen a ninguna revelación catártica, donde suele utilizar las metáforas
para construir un discurso sobre la culpa, la memoria y la ética del perdón,
desde el punto de vista de un hombre poderoso que, en el ocaso de su vida,
aprende el valor de perdonar para dejar ir la amargura que lo marcó para
siempre luego de la muerte de su esposa (se entiende que su esposa le fue
infiel porque no lo amaba y era infeliz a su lado, a pesar de que él se negaba
a dejarla por su carácter posesivo). Esta síntesis discursiva es un retrato
mordaz de la decadencia política y personal. Y funciona por la interpretación
orgánica de Servillo, quien emplea su registro expresivo para interpretar a un
hombre frío, sinuoso, que inhala cigarrillos a escondidas y se despoja del
intelectualismo jurídico para abrazar la compasión antes de comunicar su
fragilidad a través de los silencios, los gestos estoicos y las miradas que
destilan su gracia en la rigidez. Como es habitual, Sorrentino lo encuadra en
una puesta en escena que alcanza su punto de esplendor en los escenarios
ampulosos del diseño de producción y, sobre todo, en las atmósferas hipnóticas
de Daria D'Antonio que, con un sentido compositivo, transforman los espacios
herméticos del Palacio Quirinal en laberintos barroquistas de luces y sombras.
Estas propiedades, junto a una música aempática de rap y música electrónica,
le otorgan cierta elegancia a la capa exterior, pero, desgraciadamente, no
evitan que su crónica sobre el presidente solitario permanezca, en más de una
ocasión, en una zona acomodaticia de autocomplacencia estética.
Título original: La Grazia Año: 2025 Duración: 2 hr. 11 min. País: Italia Director: Paolo Sorrentino Guion: Paolo Sorrentino Música: Fotografía: Daria D'Antonio Reparto: Toni Servillo, Anna
Ferzetti, Orlando Cinque, Massimo Venturiello, Milvia
Marigliano Calificación: 6/10
En Mente maestra,
Kelly Reichardt
retoma su poética del viaje con el objetivo, sospecho, de deconstruir el cine
de atracos sobre su fascinación por los robos de arte. Por alguna razón, siento que no encaja en su estilo como cartógrafa incansable de
los outsiders de la sociedad estadounidense. En lo particular, emerge como una película de
atracos minimalista que tiene un arranque sobrio y goza de atmósferas
evocadoras de los 70, pero, en general, la narrativa de Reichardt suele
transitar por caminos irregulares que desaprovechan el potencial de
Josh O'Connor, dejándome a veces con la sensación de que lo que sucede no conduce a ningún
lugar en específico. Su trama, ambientada en Framingham durante 1970, narra la
existencia de James Blaine "JB" Mooney, un arquitecto de clase acomodada que,
frente al desempleo y los fracasos personales como padre de familia, planea
robar unos cuadros de
Arthur Dove
del museo de arte local con la ayuda de tres colegas, pero luego de que todo
sale mal abandona a su familia para convertirse en un fugitivo de la justicia
en el contexto de la guerra de Vietnam. Esta narrativa le permite a Reichardt
adentrarse en una deconstrucción del género de atracos, evitando lugares
comunes. El problema fundamental, no obstante, es que el guión de Reichardt
estropea el desarrollo psicológico de su protagonista porque, a menudo, no
apertura el espacio necesario para profundizar en sus motivaciones de ladrón
más allá de las obviedades que reducen sus acciones a la circularidad banal de
diálogos cotidianos a puerta cerrada y victimismo barato procedente de deudas
y frustración artística. La cohesión interna del relato se debilita lentamente
entre las conversaciones familiares de Mooney con sus padres o con su esposa
luego del robo fallido; los encuentros de Mooney con los otros ladrones; el
viaje de Mooney como drifter por la carretera en medio del clima de agitación
política de la era de Nixon. Todo el asunto se diluye en digresiones
domésticas que no resuelven tensiones y, como nunca se profundiza debidamente
la psicología de JB, subtramas como la relación con sus hijos o la lealtad de
sus cómplices permanece en un limbo expositivo. La travesía del personaje cae en una inercia situacionista que,
entre otras cosas, se agudiza inútilmente para dimensionar un texto sobre los
vicios del individualismo, pero entendido como el egoísmo de un hombre
frustrado que, a fin de ocultar el resentimiento contra el sistema que le ha
quitado el privilegio, se rebela contra las tradiciones culturales del
establishment de tener familia y un empleo digno, optando por la senda de la
holgazanería que ve el robo como un acto de resistencia contra el capitalismo
que privatiza la prosperidad y la libertad individual. Este discurso
progresista, que cuestiona la paternidad narcisista y el sueño americano en la
era de la contracultura, me resulta manipulador porque permanece en una zona
contradictoria que no dice nada significativo cuando demoniza la
individualidad (básicamente enuncia que el individuo no progresa sin agencia
colectiva), sin diseccionar raíces sistémicas en su agenda sociopolítica. La
actuación de O'Connor, al menos, es sutil cuando ejerce su registro expresivo
para interpretar a un sujeto frágil, derrotista, de mirada huidiza, que medita
el fracaso individual en tiempos de agitación social. Reichardt lo encuadra
con una estética minimalista que se destaca por su uso de la iluminación, los
decorados, los planos fijos, el fuera de campo, la auténtica reproducción de
la época y, ante todo, las atmósferas envolventes de
Christopher Blauvelt
que, en 35mm, evocan esa textura orgánica y luminosa de las películas
setenteras, en un claro homenaje al cine de Altman o Ashby. La banda sonora de
Rob Mazurek, de igual forma, es eficaz al incorporar su collage jazzístico de batería y
saxofón. Estos elementos hacen que el heist irónico se vea estilizado en la
superficie, pero, por desgracia, son insuficientes para provocarme alguna
emoción que me despierte simpatía por el perdedor de saco y corbata.
Título original: The Mastermind Año: 2025 Duración: 1 hr. 50 min. País: Estados Unidos Director: Kelly Reichardt Guion: Kelly Reichardt Música: Rob Mazurek Fotografía: Christopher Blauvelt Reparto: Josh
O'Connor, Alana Haim, Hope Davis, Bill Camp, John
Magaro Calificación: 6/10