Con el visionado de Red Rocket, de Sean Baker, me pasa una sensación similar a la que experimenté en otras obras de su filmografía como Tangerine y El proyecto Florida. De entrada, es una comedia que goza de una actuación solvente de Simon Rex, pero cuya narrativa a menudo permanece estancada en una rutina que, poco a poco, lastra su discurso sociopolítico sobre el desempleo, la explotación sexual y el oportunismo como parábola de los fallos del sueño americano. La trama sigue la vida de Mikey Davies, un indigente de mediana edad que, luego de brillar como una estrella del porno, regresa a su pequeña ciudad natal de Texas, donde se aloja en la casa modesta de su esposa Lexi y, en medio de la desesperación, trabaja como traficante de drogas en las calles para escapar de la indigencia; pero cuyos hábitos lo llevan a tener una relación con una adolescente de 17 años llamada Strawberry, a la que conoce en un restaurante de donas. En general, la narrativa tiene un arranque que me resulta interesante por la manera en que Baker opta por mostrar a Mikey como un derrotista sin empleo ni futuro, absorbido por el egoísmo, atrapado por la gloria del pasado y las oportunidades perdidas, que deambula por las avenidas sin rumbo, mientras intenta escapar del hoyo en el que se encuentra metido al tratar de convencer a la muchacha de las donas para que ingrese a la industria pornográfica como actriz (con la idea de él mismo ser su agente). El problema es que siento que los personajes que me presenta solo están ahí para cumplir una función descriptiva y, entre otras cosas, sus acciones se reducen a diálogos algo artificiales que rellenan el vacío de desarrollo, en cada una de las situaciones rutinarias que nunca se desvían de la reiteración agendada. De esta manera, mi interés se pierde cuando veo que la existencia de Mikey se distribuye entre las mañanas en las que toma un café y se fuma un cigarrillo; la venta de drogas a los obreros de la construcción; las discusiones con la esposa malhumorada; los paseos en el coche del vecino al que le cuenta sus hazañas como maestro del porno; el idilio consensuado con la chica de 17 años que lo vuelve loco. Todo luce demasiado colocado y cómodo para que el protagonista resuelva los conflictos con gratuidad, algo que, desde el horizonte de circunstancias, solo sirve para acentuar comentario sociopolítico que interroga las miserias del sueño americano y el capitalismo, entendido como la mentalidad oportunista de un adicto al autoengaño y a las excusas que ve en la chica joven la oportunidad de oro para salir del abismo económico y regresar a la industria que lo desechó por sus vicios personales. Su texto demoniza una cara de la moneda capitalista y, además, cuestiona cómo la industria porno perpetúa ciclos de abuso y explota a jovencitas para venderlas como productos de consumo masivo; aunque su abanico discursivo, en ocasiones, queda en un lugar demasiado obvio que no responde sus propias interrogantes. La actuación de Rex, por lo menos, es algo orgánica cuando ejerce la mirada, la verborrea y la pericia física para interpretar a un manipulador carismático que, en su ambigüedad moral, anhela recuperar su carrera en el negocio de la pornografía aprovechándose de la ingenuidad de una muchacha menor de edad, a pesar de que el guion desperdicia su potencial en algunas escenas previsibles. Baker suele encuadrarlo sobre una puesta en escena en la que, por lo regular, hace uso de la elipsis, el plano panorámico, el color, la iluminación natural, el leitmotiv de NSYNC y los espacios sórdidos del entorno texano para dimensionar las inquietudes intrínsecas del personaje central. Su estética de realismo sucio posee cierta solvencia. Pero, desafortunadamente, me arroja a una zona de indiferencia en la que no consigo conectar con las vicisitudes de esos seres marginales que retratan el lado agridulce del sueño americano.
Año: 2021 Duración: 2 hr. 10 min. País: Estados Unidos Director: Sean Baker Guion: Sean Baker, Chris Bergoch
Música: Fotografía: Drew Daniels Reparto: Simon Rex, Bree Elrod, Brenda Deiss, Suzanna Son
Calificación: 6/10
Inspirada en la novela homónima del escritor James Ellroy, La dalia negra es una película de Brian De Palma a la que me acerco, supongo, para apaciguar mis obsesiones personales por el neo-noir y, además, para tratar de comprender cómo la evadí en el momento de su estreno como si fuese un pedazo de periódico tirado sobre la acera. Lo que observo en ella en las dos horas que dura me distancia de esa gente que la demonizó hasta provocar el exilio del director del sistema de Hollywood, pero, de igual forma, obtengo sensaciones encontradas que me arrojan a una zona gris que no me causa ni frío ni calor cuando realiza su homenaje al cine negro. Me parece una crónica que, en la superficie, posee cierto potencial cuando De Palma vierte sobre ella algunos de sus ajustes estéticos, pero, desgraciadamente, su narrativa a menudo pierde el rastro de intriga policial y permanece situada en lugares comunes que me obligan a anticipar ciertas revelaciones en su ucronía sobre el nefasto caso de homicidio de La Dalia Negra. Su trama se ambienta en los años 40 y tiene como protagonista a Dwight "Bucky" Bleichert, un detective de la policía de Los Ángeles que, junto a su amigo, Lee Blanchard, investiga el asesinato de una mujer con el cuerpo desmembrado llamada Elizabeth Short; mientras se siente atraído por la seductora novia de su colega y, ante todo, se obsesiona con resolver el enigma interrogando a una serie de personas sospechosas que se ocultan detrás de las mentiras. De entrada, la narración despierta mi interés cuando el relato se construye con las fórmulas habituales del género, que se transcriben desde las escenas en que el detective cínico rememora el pasado con la voz en off, se acuesta con mujeres fatales, participa en tiroteos con gánsteres, visita clubes nocturnos, fuma cigarrillos en el coche y reconstruye el crimen laberíntico en una compleja red de cinismo, sexo, chantaje, violencia, corrupción y asesinato. El problema fundamental, no obstante, es que los personajes apenas están desarrollados dentro de su aparato descriptivo de estereotipos y, por lo regular, sus acciones básicas se reducen a situaciones apresuradas que solo sirven para impulsar la trama policial. De esta manera, para mí resulta algo previsible calcular las conversaciones en la jefatura llena de papeles; el cuadro de adulterio con la rubia tonta que seduce con la mirada; las sesiones de películas pornográficas en blanco y negro sobre la aspirante a actriz fallecida; las pesquisas del detective que es seducido en la cama por la femme fatale que esconde sus intenciones en los secretos oscuros de una familia adinerada. Entiendo que el protagonista recuerda el pasado de su investigación y que, por lo tanto, lo que pasa en cada escena está sujeto a su punto de vista y a la poca información que maneja sobre sus conocidos, pero me da la impresión de que resuelve el caso de una forma demasiado fácil cuando utiliza sus deducciones, sin un grado de sustancia que justifique el comportamiento de los secundarios antes de los giros inesperados. El elenco ―compuesto por Josh Harnett, Aaron Eckhart, Scarlett Johansson y Hillary Swank― entrega actuaciones competentes sobre unos personajes que respiran bajo un ambiente de melodrama, aunque sus conflictos intrínsecos se caen en un abismo de diálogos pretenciosos. Lo más interesante, eso sí, es la marcada elegancia con la que De Palma captura los elementos del melodrama clásico mientras se sumerge en los siniestros entresijos del Hollywood de los años 40, con un cóctel de referencias que se amplifica, entre otras cosas, por los decorados que reproducen el período con autenticidad y por las atmósferas lúgubres fabricadas por la sofisticada cámara móvil de Vilmos Zsigmond. La música de Mark Isham también se integra con finura en momentos clave. Su propuesta tiene todos los rasgos estilísticos de un gran film noir, pero la falta de cohesión y, sobre todo, el tono inconsistente, conducen su tragedia por un rompecabezas inconexo que, en resumen, deja piezas sueltas que nunca terminan de encajar.
Año: 2006 Duración: 2 hr. 01 min. País: Estados Unidos Director: Brian De Palma Guion: Josh Friedman
Música: Mark Isham Fotografía: Vilmos Zsigmond Reparto: Josh Hartnett, Scarlett Johansson, Aaron Eckhart, Hilary Swank, Mia Kirshner
Calificación: 6/10
Hannibal es una película de Ridley Scott a la que me acerco, dicho sea de paso, para tratar de recompensar la asignatura pendiente que comenzó con una cantidad considerable de visionados esporádicos en televisión por cable durante varios años después de su estreno. Lo que encuentro en las dos horas que dura, no obstante, es una extraña sensación de abulia que me obliga a pensar de inmediato que se trata de un thriller convencional, el cual abandona toda tensión con su trama previsible y, además, derrama la poca sustancia que tiene como la sangre de las víctimas del Dr. Lecter a la hora de la cena. Su argumento, situado varios años después de los acontecimientos de El silencio de los corderos (Demme, 1991), presenta de nuevo a la agente del FBI Clarice Starling, en los tiempos en que es contactada por un multimillonario desfigurado que resulta ser la única víctima superviviente de Hannibal Lecter, con la finalidad de colaborar con él para capturar, torturar y matar al asesino en serie caníbal que ha estado desaparecido en el anonimato; mientras paralelamente Lecter lleva una vida acomodada en Italia asumiendo una identidad falsa y es perseguido por un inspector florentino que busca atraparlo para cobrar la recompensa. En general, la narrativa tiene un arranque mesurado que despierta mi interés cuando sigue al pie de la letra el manual básico de suspenso policial, en el que los policías investigan el paradero del asesino mientras analizan la evidencia para elaborar un plan en la oficina adornada de pistolas, cigarrillos y archivos. Sin embargo, lo que promete ser un banquete termina siendo una cena desaborida en la que los ingredientes más esenciales quedan sobrecocinados y no tienen el mismo sabor que la predecesora. La trama se siente como una serie de episodios desconectados que, en su ausencia de intriga psicológica, mantiene a los personajes suspendidos en una inercia de situaciones calculadas, donde todo luce demasiado colocado para que el psicópata inmoral descuartice a los malos con su cuchillo y escape con facilidad para apaciguar la obsesión que tiene por la oficial que ama en secreto. Scott opta por un enfoque sensacionalista que suele reducir su aparato de acción a escenas de diálogos erráticos que solo sirven como excusa para escenas de violencia gráfica que no aportan nada significativo a la historia en su semblate de gratuidad, a pesar de que su síntesis discursiva se construye sobre la base de un comentario que interroga la ética policial, la corrupción burocrática y el amor imposible entre dos personas en espectros opuestos de la ley. Su presentación de Hannibal lo muestra como un hombre obsesionado por una mujer a la que se niega a poseer porque se halla en el lado correcto de la justicia (se entiende que, en términos ético-morales, Lecter solo se come las tripas de los corruptos). En este sentido, al menos, me parece creíble la interpretación de Anthony Hopkins cuando utiliza su retórica sofisticada y la mirada fría para ponerse en la piel de un asesino intelectual que disfruta comerse a los malvados, alcanzando su cuota iconográfica en el clímax de la cena en que se come los sesos de Ray Liotta. Su perversidad solo se ve trivializada por un guion que desperdicia su potencial cuando cruza de una escena a otra. Este mismo inconveniente sucede con el rol de Julianne Moore, que intenta llenar el vacío dejado por Jodie Foster con una versión de Starling que carece de la vulnerabilidad y de la inteligencia feroz que la hicieron tan memorable en la antecesora, quedando en un sitio superficial y carente de pulso psicológico. Lo más frustrante, en resumen, es cómo traiciona el legado de la anterior, con esa estética de telefilme en la que Scott entrega un espectáculo artificioso y grotesco que apela más a lo visceral que a lo cerebral. Su secuela me resulta desabrida y estoy seguro de que, irónicamente, ni siquiera Hannibal Lecter se la serviría como plato frío.
Año: 2001 Duración: 2 hr. 11 min. País: Estados Unidos Director: Ridley Scott Guion: David Mamet, Steven Zaillian
Música: Hans Zimmer Fotografía: John Mathieson Reparto: Anthony Hopkins, Julianne Moore, Gary Oldman, Ray Liotta, Giancarlo Giannini
Calificación: 5/10
En La misión, el director británico Roland Joffé se acerca a la poética naturalista vista en el cine de Herzog para sintetizar con, lupa antropológica, una reconstrucción histórica sobre el rol que desempeñaron los jesuitas en la cultura de los guaraníes de Suramérica en el año 1750. Mi acercamiento a ella se produce por el hecho de que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes de 1986. Y tras pasar cerca de dos horas, razono lo suficiente como para darme cuenta de que, como drama histórico, tiene cierta densidad en la estética que sirve para ilustrar las tradiciones de una cultura indígena en estado de resistencia, pero, desgraciadamente, su narrativa carece de gancho cuando muestra su conflicto predecible sobre el colonialismo, donde al rato me asalta la sensación de que el asunto se trata de un encargo para quedar bien con los señores de la Iglesia Católica. Su argumento sigue la vida de dos sacerdotes jesuitas con personalidades diametralmente opuestas que, en medio de una tarea de conversión, protegen a una tribu indígena del dominio colonial que intenta esclavizarlos. Uno es el Padre Gabriel, que se adentra en la selva paraguaya junto a otros curas para entrar en contacto con los guaraníes y motivarlos para que se conviertan al cristianismo, mientras aprende a hablar el idioma nativo y respeta sus costumbres ancestrales como etnia indígena. El otro es Rodrigo Mendoza, un mercenario y traficante de esclavos que, en un ataque de celos, asesina a su hermanastro en un duelo por haberse acostado con su enamorada, cuyo lapso de culpa lo obliga a dejar las armas y a convertirse en un sacerdote jesuita para buscar algo de redención ayudando a los guaraníes en medio de la misión. En una primera parte, la narrativa presenta, desde la óptica de un cardenal que narra los acontecimientos, las dicotomías ideológicas de los dos sacerdotes cuando se preparan para su labor evangelizadora; mientras que en la segunda mitad se muestran las pugnas políticas que surgen a raíz de una disputa ético-moral derivada de la negativa de los sacerdotes jesuitas para entregar el territorio de los guaraníes a la corona portuguesa por órdenes de las autoridades eclesiásticas. El trato bienintencionado se pierde como un colono en la jungla porque, entre otras cosas, los personajes solo cumplen una función descriptiva que solo reduce sus acciones a diálogos anodinos sobre religión, política y poder; abandonando los golpes de efecto en un camino irregular que está poblado, mayormente, por una ausencia de fuerza dramática en cada una de las escenas. Las situaciones se resuelven de una manera previsible que anticipo con facilidad cuando me presentan la guerra entre colonos e indígenas a la hora pautada. La actuación de Robert De Niro es, cuanto mucho, correcta cuando interpreta a un hombre violento, desafiante, afectado por los pecados del pasado que anhela redimirse al dejarse absorber por el intercambio cultural. También es aceptable la de Jeremy Irons como el sacerdote honesto y altruista que difunde las enseñanzas cristianas mientras se sacrifica por una cultura indígena. Con los personajes que estos dos interpretan, Joffé construye un discurso teológico y sociopolítico que, en su capa de obviedad antropológica, examina algunos de los rasgos de los guaraníes para mostrarlos como una cultura dócil que acepta ser colonizada por la teocracia cristiana europea para abandonar sus creencias religiosas, en el que el compromiso ético de los misioneros cristianos revolucionarios suele blanquear, con apología y cierta indulgencia, la faceta adoctrinadora de la iglesia en su cruzada impositiva de fe y amor en nombre de dios. El lado maniqueo me hace dudar de la honestidad discursiva. Pero reconozco, al menos, que posee una banda sonora muy contagiosa con los leitmotivs compuestos por Ennio Morricone, así como un eficiente trabajo de fotografía de Chris Menges que magnifica el asunto con sus paisajes naturales. Lo otro me resulta demasiado abúlico como para tomarlo en cuenta.
Año: 1986 Duración: 2 hr. 05 min. País: Reino Unido Director: Roland Joffé Guion: Robert Bolt
Música: Ennio Morricone Fotografía: Chris Menges Reparto: Robert De Niro, Jeremy Irons, Ray McAnally, Liam Neeson
Calificación: 6/10
El rostro ajeno es una película a la que me acerco, supongo, por mi afán de examinar la filmografía de Hiroshi Teshigahara y la estética rupturista del cine de la Nueva ola japonesa. Previo al visionado de dos largas horas, había escuchado cosas muy entusiastas de gente que la considera algo fuera de serie en el cine japonés. Pero, desagraciadamente, la sensación que me provoca es cercana a la de aquellas personas que la recibieron con tibieza en el momento de su estreno. Diría que la película de Teshigahara tiene una estética densamente ajustada, que sirve como síntesis discursiva para interrogar los claroscuros alienantes de la modernidad en la sociedad japonesa posguerra, pero su narrativa errática carece de algún componente que sea debidamente estimulante, permaneciendo muchas veces en una zona de confort que ahoga el potencial de Tatsuya Nakadai en una marea de diálogos pretenciosos. El argumento trata sobre Okuyama, un ingeniero que cubre su cabeza con vendajes luego de sufrir quemaduras en la cara durante un accidente en el trabajo, donde se distancia del matrimonio infeliz que lleva con su esposa y, dicho sea de paso, se somete al experimento facial de un psiquiatra que produce una máscara en su laboratorio para que pueda cubrir su rostro desfigurado. En términos generales, la narrativa tiene un arranque original que se construye sobre algunas de las fórmulas de la ciencia-ficción y el drama psicológico, en la que un personaje se somete por voluntad propia a un experimento científico para curar las heridas abiertas de su existencia. En una primera mitad, muestra a Okuyama como un hombre solitario que habla consigo mismo y se aísla de la esposa que lo rechaza por su condición física para lidiar con la frustración de perder toda su carrera por culpa de su rostro desfigurado, donde siente los prejuicios mientras busca un apartamento para su ostracismo y consulta al doctor que le propone crear una máscara prostética. En la segunda, presenta a Okuyama como un nuevo burgués que trata de integrarse a la sociedad con el rostro de otro y experimenta los efectos secundarios de la máscara que alteran su comportamiento hasta desechar su moralidad, mientras oculta su verdadera identidad y se dispone a seducir a su esposa para probar su brújula de fidelidad. El problema, no obstante, es que los personajes apenas cumplen con una función descriptiva para estirar las escenas, y reducen sus acciones a unas conversaciones anodinas que solo sirven como excusa para banalizar un discurso sociopolítico. Con el dilema de Okuyama, Teshigahara edifica un texto que, por la parte obvia, cuestiona la infidelidad, la obsesión y el prejuicio social; pero que, por el lado más soterrado, interroga la alienación del individuo japonés, entendido ahora como la falta de libertad de un sujeto moralmente alienado por esa modernidad que lo despoja de cualquier rastro de humanidad, donde lo único que le queda, simbólicamente, es llevar una máscara para rechazar los valores occidentales establecidos por la sociedad del consumo y el capitalismo deshumanizante que convierte todos sus integrantes en autómatas con la misma cara. A modo subtextual, Teshigahara también examina, a través de la historia paralela de una mujer pobre con el rostro desfigurado, la discriminación, la incertidumbre y el rechazo social de los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki que son conocidos como "hibakusha". Lejos de esta crítica prefabricada, encuentro algo de autenticidad en la actuación de Nakadai, que se vale de su presencia física y del maquillaje prostético sobre su cara para transmitir la apariencia siniestra de su personaje. También me resulta interesante la manera en que Teshigahara dimensiona la psicología del protagonista a través del uso consistente del sobreencuadre, el primer plano, la elipsis, el sonido diegético, el plano congelado, el desencuadre, las atmósferas urbanas y algunas modalidades del encuadre móvil que agregan elegancia a la puesta en escena. La música de Tōru Takemitsu, de igual forma, es integrada con consistencia en algunas escenas. Todo lo demás me parece un experimento inacabado y algo regular sobre la pérdida de identidad.
Después de una larga pausa, me dispongo a continuar estudiando la filmografía de Samuel Fuller con el visionado de Bajos fondos, una película en la que subvierte los estereotipos comúnmente asociados al cine gansteril para narrar la historia de un antisocial solitario que se enfrenta por su cuenta a un establishment corrupto. En cierta medida, comparte similitudes con otras películas del director como Manos peligrosas y La casa de bambú. Me parece una película neo-noir atrapante, en la que Fuller guarda los giros como las balas de una pistola y, entre otras cosas, pocas veces pierde su punto de intriga cuando dispara desde la oscuridad para revelar su trama sobre asesinato, venganza y corrupción policial; narrada con un montaje rítmico de Jerome Thoms. El argumento sigue a Tolly Devlin, un ladrón de cajas fuertes que, luego atestiguar como adolescente a los hombres que asesinan a su padre en un callejón, se dispone en su adultez a vengarse de cada uno de ellos una vez que obtiene la información que necesita de uno de los implicados que conoce en la prisión. En general, la narrativa se esquematiza siguiendo las fórmulas habituales del cine de gánsteres, en la que un hombre asciende en las filas de una organización y planifica cada uno de sus pasos para vengarse de los peces gordos que controlan un sindicato del crimen. Lo interesante, no obstante, es que el enfoque subversivo se estructura para mostrar el camino de un delincuente de poca monta que, en lugar de convertirse en un jefe del hampa, planea vengarse de unos burócratas corruptos y, dicho sea de paso, coopera en secreto con otros agentes de la ley para destruir la organización desde adentro como un informante que se arriesga a jugar en ambos lados, mientras establece una relación amorosa con una femme fatale a la que rescata de las garras de uno de los matones. Fuller construye a un personaje complejo que, en lugar de ser simplemente un vengador, es un derrotista profundamente marcado por el dolor y una obsesión que amenaza con destruirlo. Esta ambigüedad moral que atrapa a Tolly es uno de los elementos más cautivadores; porque es presentado como un hombre ordinario, cuya búsqueda de justicia lo obliga a sumergirse en las mismas aguas turbias que jura combatir. En cada escena, el componente de suspense se mantiene con fuerza y los personajes, dentro de sus descripciones, me resultan atrapantes porque sus conversaciones sacan a la luz un discurso sobre la corrupción institucional que se expone sobre las acciones de un personaje que muestra la podredumbre de un sistema, en el que las nociones de orden y poder responden a los intereses de burócratas siniestros que blanquean sus actividades dentro de los marcos legales para evadir la justicia. Su crítica sociopolítica cobra mayor ímpetu con la actuación de Cliff Robertson. En todas las escenas, Robertson asume con convicción el papel de un sujeto astuto, calculador, vulnerable, que entabla una cautelosa campaña para vengar a su padre fallecido derribando a los mafiosos que administran una red de narcóticos, chantaje y prostitución, casi como si se tratara de un policía motivado por la ética del deber que ahora lleva una cicatriz en la cara para identificarse con el castigo moral que le espera cerca del clímax por elegir el lado equivocado. La estética de Fuller dimensiona la psicología de los personajes a través de un uso solvente de los claroscuros, las atmósferas urbanas, la elipsis simbólica, el manejo recurrente del primer plano y los movimientos de cámara que añaden elegancia con las modalidades del encuadre móvil. La música de Harry Sukman, del mismo modo, se integra con consistencia en las escenas clave. Estos valores estéticos logran crear un ambiente opresivo, violento, pero, además, intensifican la sensación de fatalismo para ofrecer un relato implacable de venganza y redención en el bajo mundo estadounidense.
Año: 1961 Duración: 1 hr. 39 min. País: Estados Unidos Director: Samuel Fuller Guion: Samuel Fuller
Música: Harry Sukman Fotografía: Hal Mohr Reparto: Cliff Robertson, Dolores Dorn, Beatrice Kay, Paul Dubov, Robert Emhardt
Calificación: 7/10
Tras pasar algunos años sin examinar el cine del olvidado director John Cromwell, regreso a su filmografía con el visionado de hora y media de Maldita mujer, una película de cine negro en la que Humphrey Bogart, como era habitual, interpreta a ese estereotipo de veterano en el período de la posguerra, pero con una vena detectivesca que es muy similar a su papel de Phillip Marlowe en El sueño eterno (Hawks, 1946). La impresión que me llevo de ella me garantiza un rato disfrutable porque, a decir verdad, es una película de cine negro que retiene su pulso de intriga con la presencia dura Bogart y unos diálogos afilados que dimensionan su capa fatalista sobre el deber, la confianza y el asesinato. En la trama Bogart interpreta a Warren "Rip" Murdock, un capitán retirado de la unidad de paracaidistas que entra a una iglesia para confesar al padre los pecados relacionados a su pasado cuando es perseguido por unos matones, donde revela su investigación para resolver el crimen de un amigo muerto que rechazó una condecoración y, además, cae seducido ante los pies de una cantante de club nocturno que está vinculada al caso de asesinato porque sabe demasiado. En términos generales, la narrativa se estructura sobre un largo racconto que sirve como una base del conflicto para colgar los estereotipos comunes que se asocian al film noir desde las escenas que se distribuyen entre el tipo duro con el pasado que hace de detective para resolver un crimen; la mujer fatal que tiene segundas intenciones antes de seducir con su voz ronca al hombre equivocado; los gánsteres que chantajean para salir limpios de las circunstancias siniestras. Las escenas poseen un grado notable de tensión porque, dicho sea de paso, las situaciones inesperadas se guardan como las balas de una pistola en los espacios cerrados, y las acciones de los personajes se resuelven con unos diálogos que arman el complejo rompecabezas sobre chantaje, cartas codificadas y armas incriminatorias. El suspenso del guion funciona adecuadamente. El rastro dialógico esconde, de igual modo, unos giros que me toman por sorpresa cuando sacan a la luz los recovecos de una trama que sirve como vehículo de lucimiento para Bogart. La actuación de Bogart es lo que me mantiene pegado del asiento cuando asume el rol de un héroe de guerra astuto, cínico, solitario, desconfiado, que es reintegrado a la sociedad mientras está atrapado entre las experiencias traumáticas de la guerra que tuvo junto al amigo fallecido (con un posible trasfondo homoerótico que lo llevó a cuestionar su propia virilidad sobre las mujeres) y el caso de asesinato que se dispone a resolver como si estuviera poseído por el alma de un detective al servicio del deber. Los diálogos chandlerianos de Bogart son como las balas de una pistola a punto de dispararse. Y la actuación de Lizabeth Scott, del mismo modo, es bastante convincente cuando utiliza la mirada y los gestos de su rostro para ponerse en la piel de una femme fatale sinuosa que hunde a los hombres que seduce con el verbo, los besos y un par de lágrimas guardadas en la cartera. Con esta pareja, Cromwell eleva el suspenso por lugares escalonados y, ante todo, codifica la psicología interna de los personajes con herramientas estéticas como el primer plano, la iluminación expresionista y los movimientos sutiles de cámara que añaden algo de elegancia a su uso del encuadre móvil. La música de Marlin Skiles también me resulta funcional en los momentos de mayor suspense. El clímax, en el que Bogart y Scott discuten en el coche en medio de la noche lluviosa que anuncia la tragedia, es más que suficiente para darme cuenta de que, dentro de sus fórmulas integradas, es una buena película de cine negro.
Año: 1946 Duración: 1 hr. 40 min. País: Estados Unidos Director: John Cromwell Guion: Oliver H.P. Garrett, Steve Fisher, Allen Rivkin
Música: Marlin Skiles Fotografía: Leo Tover Reparto: Humphrey Bogart, Lizabeth Scott, Morris Carnovsky, Marvin Miller
Calificación: 7/10
Nanuk, el esquimal es una película que constituye el debut como director de Robert J. Flaherty, estrenada varios años después de que se perdiera el metraje de su trabajo anterior sobre la cultura inuit filmado a mediado de los años 10. Su irrupción en el cine mudo de los años 20 supuso una ruptura con la tradición narratológica del drama porque se trataba, hasta entonces, de un documental que incorporaba elementos de ficción para agregarle un componente adicional de naturalismo a las escenas desdramatizadas, demostrando con su éxito que el género de no ficción también tenía un alcance para exhibirse en los cines comerciales. La hora y cuarto que paso disfrutando de sus imágenes me obligan a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que es un documental bastante sobrio, en el que Flaherty recurre a una estética ajustada para captar, con un grado palpable de autenticidad, un retrato antropológico sobre la cultura inuit y la dureza de la condición humana. Su argumento se desarrolla en una península del norte de Canadá y sigue a Nanuk, un cazador experimentado de la tribu inuit que camina por los páramos helados para cazar en un lugar hostil que pone a prueba sus instintos, mientras viaja como nómada junto a su familia conformada por su esposa y sus hijos. En general, la narrativa no tiene grandes giros ni situaciones inesperadas, sin embargo, me parece sutil por la manera simple en que sus escenas muestran las tareas cotidianas de Nanuk para señalar, en clave didáctica, su modo de vida. De esta forma, para mí resulta agradable aprender cosas que desconocía de la etnia inuit y, en cierta medida, disfrutar de las acciones de Nanuk que a menudo se distribuyen entre la navegación en los kayaks; la pesca en las gélidas aguas; el comercio de pieles de oso polar; la cacería colectiva de una morsa; el viaje en el trineo de perros sobre el desierto de nieve; la meticulosa construcción de un iglú para pasar la noche fría; las duras condiciones climáticas que obliga a la familia a resguardarse y a comer carne cruda para subsistir. Aunque Flaherty adelgaza el relato con algunas escenas guionizadas, presenta a Nanuk como un hombre intrépido, alegre, solitario, que se sacrifica durante el día para dar de comida a su familia y resistir a las circunstancias más duras como parte de las tradiciones ancestrales de una etnia completamente aislada de la cultura occidental, en un lugar inhóspito en el que la supervivencia depende del ingenio, la destreza y una relación intrínseca con el entorno natural. Los personajes, sin decir una sola línea de intertítulos, se sienten orgánicos porque son locales que se interpretan a sí mismos cuando manifiestan la calidez humana y el vínculo familiar que los une. Nanuk demuestra en cada escena su pericia física como cazador de antaño, pero, además, logra transmitir con su mirada un extraño sentido de alegría y vitalidad cuando registra con sus gestos la necesidad de luchar para proteger a los suyos mientras mantiene cierto respeto por la naturaleza. A través de los desafíos diarios de Nanuk, Flaherty establece una narrativa cohesionada que, en su montaje rítmico, es a la vez un documental íntimo y un drama sobre la resiliencia de un grupo étnico, donde ofrece además un comentario etnográfico muy atinado sobre el núcleo familiar y el tradicionalismo de una cultura lejana. El estilo visual que adopta está atiborrado de atmósferas frígidas que me impresionan, en la que el punto de realismo es gobernado por un uso singular del primer plano y el gran plano general que se acentúa en esos paisajes nevados que resaltan la pequeñez del hombre frente a la naturaleza y que, ante todo, me invitan a reflexionar sobre la tenacidad del espíritu humano.
El segundo largometraje de Coralie Fargeat es una sátira de terror corporal que habla sobre el cuerpo femenino.
La sustancia es una película a la que me acerco, supongo, por mi necesidad de ver la programación de estrenos que cada semana abarrotan la cartelera de cine y, además, para sumarme a la tendencia del momento, patentizada por gente que dice cosas maravillosas sobre ella y con frecuencia reiteran, desde su estreno en el Festival de Cine de Cannes, que se trata de un fenómeno singular de esos que se dan una sola vez en la historia del cine. La dirige Coralie Fargeat, una directora francesa comprometida con su agenda de equidad de género que hace algunos años estrenó su ópera prima, la insulsa Revenge, en la que narra la odisea de venganza feminista de una mujer que busca vengarse de unos hombres ricos que la violaron en el desierto. Fargeat afirmó en una entrevista que su inspiración para escribir su guion provino de experiencias personales sobre el cuerpo y la presión social que pesa sobre la apariencia.
Tras pasar cerca de dos horas y media absorbiendo las escenas que ofrece, pongo en duda la presunta aclamación que ha obtenido gracias al mercadeo de guerrilla de Mubi y, dicho sea de paso, deduzco de inmediato que la poética del cuerpo de Fargeat está muy influenciada por el cine de David Lynch, Michael Haneke y David Cronenberg. Pero al margen de su cóctel de referencias, lo que ella me narra sobre el cuerpo femenino ya lo he visto antes con mejores resultados en películas como Crudo y Titane, de Julia Ducournau. Su sátira de terror corporal goza de algunas florituras estéticas que le añaden estilismo a la envoltura del producto para el lucimiento de Demi Moore y su discurso sobre la adicción por la belleza, pero a menudo la ausencia de sustancia termina derramada como un líquido aceitoso sobre el paseo de la fama de Hollywood. El show grotesco se repite inútilmente, y se diluye en un refrito de obviedades que me deja en un estado prolongado de indiferencia.
La trama de La sustancia tiene como protagonista a Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una actriz de Hollywood que, tras cumplir 50 años, es despedida por el productor sexista Harvey (Dennis Quaid) del programa de televisión de aeróbicos que protagoniza debido a su edad. Este inconveniente envía a Elisabeth en primera fila a un episodio de decadencia que la coloca en un lapso reflexivo poco antes de sufrir un accidente, mientras mira cómo su estrella se apaga y es desechada por la industria que una vez conquistó con su belleza. Sin embargo, en su desesperación por recuperar la gloria del pasado, Elisabeth ordena y consume una droga del mercado negro llamada The Substance, que crea una versión mucho más joven de sí misma al inyectarse un suero de solo uso que activa a la doppelgänger que emerge de una hendidura en su espalda y con la que luego, entre otras cosas, consigue trabajo como actriz emergente en el showbiz que adopta el nombre de Sue (Margaret Qualley).
En términos generales, la narrativa se estructura siguiendo las fórmulas habituales del terror corporal, en la que un personaje descubre señales de alerta que transforman su cuerpo en una entidad monstruosa, pero aquí los personajes secundarios están solo subordinados a la subjetividad de las dos mujeres. El relato hipersubjetivo muestra a cada rato los cambios físicos y los síntomas psicológicos que se manifiestan en el interior de las dos mujeres cuando ellas experimentan los efectos secundarios de la droga. Las secuencias subrayan el extraño procedimiento que consiste en transferir la conciencia entre los cuerpos cada siete días sin excepción (un cuerpo permanece inconsciente mientras el otro se activa), además de las inyecciones diarias de un líquido extraído del cuerpo verdadero a través de la punción lumbar para impedir el deterioro. Este concepto dialéctico sobre la relación simbiótica de los cuerpos en sí mismo es original cuando la actriz joven sale de la actriz vieja para recobrar el estrellato que le arrebató el paso del tiempo.
En una primera mitad, Fargeatopta por mostrar a Elisabeth como una actriz decadente, obsesiva, ciclotímica, que encuentra que el mundo a su alrededor se ha desmoronado y en medio de la soledad más abyecta en su residencia se droga con “la sustancia” con el fin de que alcanzar la redención a través de la doble joven y bella que es un resorte para su anhelado comeback; mientras por el otro lado Sue, como versión alternativa de ella misma, es catapultada a la fama en un show de televisión similar al anterior y disfruta de la juventud adoptando un estilo de vida hedonista cargado de vicio, sexo y megalomanía, en ocasiones deshaciéndose de los hábitos añejos de su yo adulta. En una segunda mitad, el cuadro de adicción presenta a Sue como una actriz incontrolable, frívola, violenta, que incrementa la dosis del líquido estabilizador para custodiar su éxito como bailarina en el show de aeróbicos y satisfacer la demanda de los productores misóginos que ven a las mujeres como simples objetos de deseo carnal; mientras Elisabeth, en cambio, se convierte en una reclusa atormentada por las inseguridades, los celos de la belleza y el temor a la vejez que es impulsado, en general, por las actividades de la otra que succiona su vida como una vampiresa nocturna para prolongar el júbilo más allá del límite de los siete días advertidos por el proveedor, donde el envejecimiento rápido e irreversible la pone en una etapa de pánico que la hace pensar que está siendo traicionada por Sue antes de los intercambios señalados.
El problema fundamental, no obstante, es que la conexión entre las dos mujeres se mantiene estancada en una serie de situaciones reiterativas que nunca tiene un horizonte definido para añadir profundidad al barullo intrínseco de la diva autodestructiva. No hay organicidad. Todo luce inorgánico, artificioso, apresurado. Los personajes solo ocupan un epicentro descriptivo para poner en marcha el dispositivo predecible de terror corporal y simbiosis psicológica. La trama apenas funciona para establecer las motivaciones de la mujer duplicada, pero me temo que no hay mucho desarrollo lejos de los conflictos rutinarios y los sobresaltos baratos que surgen del efectismo de la sustancia que la transforma en un monstruo horripilante, donde por momentos tengo la sensación de que arrastra los tropos genéricos más explotados del body horror para explorar los deseos oscuros y reprimidos de ella sin ningún ápice de tensión en los episodios de violencia. Esto solo provoca en mí una abulia que me impide sentir algo por la actriz vieja y resentida que desprecia a su réplica joven porque la ve como una amenaza; por los diálogos del productor megalómano y acosador que explota a las actrices más jóvenes; por la aventura de la actriz joven que odia a su versión adulta por el rechazo repetido que ella se tiene de sí misma.
El argumento se vuelve aburrido en el círculo vicioso del comportamiento autodestructivo de la actriz perturbada que aumenta la sobredosis hasta descender a un abismo de la locura en el que solo subsiste la separación y el resentimiento mutuo. La falta de ritmo, fruto de un montaje disperso, despierta sobre mí el tedio y un letargo insufrible con el que solo pienso que el asunto se estira innecesariamente para exponer el freak show hasta el clímax redundante. Fargeat lo esquematiza de esta forma, dentro de su radio de obviedad, con la finalidad de sintetizar un comentario satírico sobre el precio de la fama, la representación del cuerpo femenino y los estándares de la belleza establecidos que crean una ilusión en las actrices que se integran a la industria del entretenimiento para lograr el estatus de celebridad sobre la explotación de sus cuerpos, entendido también como la frustración de una actriz en el ocaso que siente repulsión por su propio cuerpo y sufre en silencio la imposibilidad de volver a iluminar su estrella a causa de una vejez inevitable que es incapaz de aceptar. A modo subtextual, asimismo, interroga la falta de inclusión de ciertos estereotipos que son rechazados por la industria porque son vistos como “monstruos”. Esto es especialmente cierto cuando Elisabeth y Sue se descontrolan hasta fusionarse en un mutante deforme que sobre el escenario solo incita el repudio de aquellos que no están preparados para incluir algo que esté fuera de las normas ampliamente aceptadas por ese público heternormativo conservador que les da la espalda.
A pesar de la narrativa manida y de la crítica trillada, encuentro algo de autenticidad en la actuación de Moore. Ella se ve atrapada en un guion que no le da mucho con qué trabajar cuando Qualley la reemplaza. Pero casi siempre me resulta orgánica la manera en que ejerce su mirada, los gestos y las mutaciones de su rostro para expresar el ciclo de tortura intrínseca que atraviesa su personaje cuando es víctima de la ansiedad, la inconformidad y las adicciones incontrolables de la sustancia que mutila su cuerpo hasta quedar en un vacío irrecuperable que niega cualquier posibilidad de mejorar su autoestima. En pocas palabras, interpreta a una actriz que se siente inconforme con su propio cuerpo. Su interpretación, que es casi un reflejo de su propia trayectoria real como actriz olvidada, expone un desempeño sólido que, a veces, se ve limitado por un par de escenas en que la que solo posa desnuda en el suelo del baño como un cadáver viviente mientras Qualley se intenta robar el show. Su pericia física incluso se eleva un poco por el maquillaje prostético que transfigura su cuerpo como una criatura jorobada que vomita órganos ensangrentados y parece una cosa sacada del cine de Carpenter.
Con la efigie de Moore, Fargeat frecuenta demasiados lugares comunes dentro de la ecuación genérica del terror corporal, pero integra sobre la puesta en escena unos mecanismos estéticos que funcionan al menos correctamente para subrayar el quiebre psicológico de la protagonista. Por la parte visual, trata de crear una atmósfera laberíntica y onírica en la que suele utilizar la elipsis simbólica, el primer plano, el plano subjetivo, el campo-contracampo, los puntos de iluminación, el uso del color como herramienta descriptiva y, sobre todo, las posibilidades del encuadre móvil que dinamizan las acciones más exageradas con una cámara en constante movimiento. En materia compositiva, su manejo de la topografía espaciotemporal establece vínculos e intenciones dentro de su registro proxémico, donde el ambiente de las habitaciones herméticas y claustrofóbicas buscan acentuar el panorama de horror visceral que experimenta la actriz. Por el lado sonoro, es al menos correcta la forma en que emplea la música siniestra y el sonido diegético para tratar de ampliar el espacio auditivo a través de los gritos, los ruidos estridentes y las voces guturales. Sin embargo, estos elementos me resultan insignificantes porque solo sirven como accesorios cosméticos que decoran un cascarón que es hueco por dentro.
La sustancia es, en última instancia, una película nimia, errática, fatigosa, que a lo justo logra justificar sus casi dos horas y media de duración antes de colgar esa narrativa mecánica que cae en el error de depender demasiado de sus efectos especiales mientras los personajes femeninos pasan a ser como muñecas de porcelana a punto de romperse en un baño de sangre, jeringas, ambición, bótox y climas asexuados. De nada sirve la integración solvente de Quaid como el productor impertinente que impone su autoridad como si fuera una parodia de Harvey Weinstein, la de Qualley como la actriz virulenta que mueve el trasero con ejercicios deserotizados, o los planos que insertan provocaciones banales con las vísceras putrefactas. Lo que pudo haber sido una reflexión fascinante sobre la inconformidad de la belleza y la cosificación de las actrices en la esfera del espectáculo, queda reducido a una experiencia que se pierde en su parábola moralista sobre las consecuencias de la adicción y el abuso de sustancias prohibidas para elevar la autoestima. Al final de la contienda, cuando las actrices híbridas quedan drenadas y deformadas para celebrar la crisis de identidad de Año Nuevo, quitándose la máscara en el escenario como sinónimo de autoaceptación, me da la impresión de que el abanico de pretensiones se agota y parece estar allí solo para hacer que parezca más compleja de lo que realmente es. Francamente, la olvido tan pronto como salen los créditos.
En Guasón 2: folie à deux, Todd Phillips intenta profundizar de nuevo en la identidad resquebrajada del payaso sociopático que interpretó Joaquin Phoenix de forma sobria en la antecesora Guasón, mezclando ahora la fórmula previamente experimentada con los recovecos del musical, el cine carcelario y el drama judicial, para subvertir, supongo, el estereotipo comúnmente asociado a la personalidad amoral del archienemigo de Batman. Pero, desgraciadamente, el afán de romper con lo establecido me parece un chiste de mal gusto hecho por gente horrible que odia al Guasón. El metraje innecesariamente largo de más dos horas y el ritmo plomizo me cae como un yunque en la cabeza, que me obliga a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que tanto Phillips, como su coguionista Scott Silver, se volvieron un etcétera escribiendo el guion durante cinco años, sobre todo porque es una secuela artificiosa que se vuelve terriblemente aburrida desmitificando el lado radical del Guasón; suspendida bajo un telón de redundancia que, en cada número musical, borra todo mi interés por los roles olvidables de Phoenix y Lady Gaga. En esta ocasión, la trama se ubica poco tiempo después de los eventos de la predecesora y sigue a Arthur Fleck, en los días en que está bajo custodia en el Hospital Estatal de Arkham y espera el juicio por los crímenes que cometió dos años antes, mientras escucha las advertencias de la abogada que pretende defenderlo diciendo que tiene un trastorno de identidad disociativo y, además, se enamora en una sesión de musicoterapia de una mujer obsesionada con él llamada Harleen "Lee" Quinzel. En términos generales, la narrativa se construye sobre un componente metaficcional que, en principio, interroga la psicología de Arthur en los interiores de Arkham para mostrarlo como un sujeto anónimo atrapado en sí mismo que, en medio de la fama que recibe de unos fanáticos que lo aplauden cuando se viste de payaso, sufre un lapso de desrealización a medida que conoce el amor con la mujer que lo induce a ser malvado de nuevo y, de igual modo, es víctima de la brutalidad policial de los guardias que vigilan a los presos, donde las canciones imaginadas con la novia son una vía de escape subconsciente que lo empuja a negar su propia realidad. El problema fundamental, no obstante, es que no encuentro nada de gancho emocional en cada una de las escenas que veo. Ni si siquiera hay giros retorcidos. Los personajes solo ocupan un espacio de descripción para impulsar la trama y, dicho sea de paso, son colocados en una serie de situaciones predecibles que carecen de cualquier rastro de sorpresa. Y sus acciones se reducen, por lo regular, a conversaciones anodinas con cigarrillo en mano, que se desenvuelven sobre la rutina en el hospital psiquiátrico, las secuencias musicales desafinadas y los episodios del tribunal justicia que busca castigar al protagonista por haber matado a cinco personas. La dinámica retorcida entre Phoenix y Gaga se pierde como las luces del escenario. El primero interpreta a una versión entristecida y patética del Joker que ahora parece una caricatura de sí mismo cuando baila y canta sus canciones a capela antes de fumarse un cigarrillo, divorciado de cualquier registro de complejidad debajo del maquillaje de payaso. La otra se interpreta a sí misma para ofrecer una actuación Harley Quinn que queda ensombrecida por un guion que le da poca profundidad a su personaje, sin muchas oportunidades para desarrollarla como una figura absorbida por la locura compartida. Las secuencias musicales en las que ellos los bailan y cantan parecen solo accesorios cosméticos para reiterar obviedades. Estas se integran con cierta pretensión, pero debo reconocer que hay algunos hallazgos visuales interesantes en un par de planos. Todo lo demás es un desfile hueco, ridículo, apresurado, que intenta ser una continuación banal del estudio psicológico del Joker y, en general, una obra acartonada que intenta mostrar la locura compartida como la metáfora de una relación tóxica.
Ficha técnica Título original: Joker: Folie à Deux
Año: 2024 Duración: 2 hr. 18 min. País: Estados Unidos Director: Todd Phillips Guion: Scott Silver, Todd Phillips
Música: Hildur Guðnadóttir Fotografía: Lawrence Sher Reparto: Joaquin Phoenix, Lady Gaga, Brendan Gleeson, Catherine Keener
Calificación: 4/10
Robot salvaje es una película de Chris Sanders a la que me acerco, supongo, por la cantidad de cosas maravillosas que había escuchado en algunos lugares, de gente que la coloca desde ya en la cima de una montaña como una de las propuestas animadas más originales de los últimos años. Pero, desgraciadamente, no encuentro las presuntas cualidades excepcionales que tiene y permanezco, a veces, en un estado de indiferencia ante lo que veo. De entrada, goza de un trabajo de animación notable que renderiza el paradisíaco reino animal, pero a menudo la trama tropieza en una serie de lugares comunes que, poco a poco, arrastran una indulgencia que se seca como los árboles en su fábula predecible sobre la aceptación, la identidad y la naturaleza, donde me cuesta hacer un esfuerzo para no caer prisionero del aburrimiento cuando pide a gritos que derrame un par de lágrimas por ciertas escenas. Su argumento se desarrolla en un futuro remoto y sigue las aventuras de Roz, un robot que es abandonado en una isla poblada de animales salvajes y, entre otras cosas, se convierte en la madre adoptiva de un ganso huérfano al que llama Brightbill, mientras establece una amistad con un zorro travieso llamado Fink y construye su propio hogar en una zona donde casi todos los animales le temen. En términos generales, percibo que la narrativa tiene un toque bienintencionado que arranca de una manera interesante desde las escenas en que el robot desechado ejerce las tareas maternas de criar al gansito hasta su adultez y, ante todo, intenta ser el típico "outsider" que descubre el valor de la amistad y la compasión al lado de los animales salvajes que aprenden a no comerse unos con otros. El híbrido mezcla con cierta gratuidad la aventura con la ciencia ficción. Sin embargo, me da la impresión de que el ejercicio de altruismo colectivo entre el robot y sus animales nunca escapa del terreno acomodaticio en el que reinan los clichés más genéricos para poner el desarrollo de los personajes en una bandeja de plata con los estereotipos que están de moda, con una aparente falta de emoción que nunca me permite reírme con las bromas simplonas o asombrarme por las aventuras más ingenuas. El trato condescendiente me quita el interés por lo que pasa en ese ecosistema utópico que está habitado, en general, por el robot que adopta al ganso para ocupar el puesto de la madre que nunca tuvo; el ganso rarito que anhela volar para salir de la zona de confort; el zorro ocurrente que habla más de lo necesario antes de aprender a no cazar a sus presas; los animales que viven en armonía rechazando sus propios instintos naturales para morir en alguna secuela. Los personajes parecen existir solo para rellenar espacios sin aportar nada significativo a la historia sobre inmigración. Y las acciones mecánicas que ellos tienen solo funcionan en la superficie para describir situaciones predecibles y, dicho sea de paso, colocar metáforas colectivistas algo pretenciosas sobre la protección del medioambiente y el valor de la vida comunal como una respuesta inmediata al capitalismo corporativista que individualiza al hombre y destruye el medio natural. Está de más extender el abanico de obviedades que esconde la falsedad de su discurso antinatural. Lo que sí me llama la atención, en cambio, es la labor animación que refleja en algunas escenas el compromiso de los artistas de DreamWorks sobre el diseño de los personajes robóticos y los animales antropomórficos, con un estilo visual que equilibra adecuadamente el contraste que surge en los escenarios compartidos por la fauna, la flora y la tecnología. La parte visual, además de la integración de una banda sonora algo contagiosa de Kris Bowers, son, sin lugar a dudas, competentes. Las voces del reparto también otorgan fidelidad a las características de sus personajes. Estos elementos, en resumen, intentan añadirle algo de vitalidad para justificar su existencia como producto animado sin gracia, pero nunca logra despegar y, desafortunadamente, permanece en el suelo como las hojas de otoño que se caen de las ramas.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 42 min. País: Estados Unidos Director: Chris Sanders Guion: Chris Sanders
Música: Kris Bowers Fotografía: Chris Stover Reparto (voces): Lupita Nyong'o, Pedro Pascal, Kit Connor, Stephanie Hsu, Mark Hamill
Calificación: 6/10
Alien: Romulus es una película que supone ya la séptima entrega en la franquicia establecida por Ridley Scott y es, además, una que observo durante apenas dos horas para tratar de hallar el presunto factor de escalofríos que esconde. Este lapso de tiempo me parece más que suficiente para colocarla muy por debajo de las precuelas Prometeo y Alien: Convenant, que dirigió el director británico con cierto pulso porque conoce mejor que nadie su propia creación. De entrada, es una secuela en la que Fede Álvarez se apropia de las fórmulas habituales de la saga para concebir atmósferas claustrofóbicas, pero, desafortunadamente, los accesorios cosméticos no sirven de mucho para levantar una trama que, en su horizonte de sucesos, carece de tensión y cae en un abismo predecible con su escuadrón de personajes planos al servicio de la gratuidad. En esta ocasión, la trama se sitúa en una línea de tiempo entre Alien (Scott, 1979) y Aliens (Cameron, 1986). Tras el breve prólogo de una sonda espacial Weyland-Yutani que investiga los restos del USCSS Nostromo, su argumento se desarrolla cinco meses después en el año 2142 y sigue a Rain Carradine, una joven que vive al lado de un androide llamado Andy que, además, tiene como hermano adoptivo y la ayuda trabajar en una colonia ubicada en un planeta lejano en el que la corporación trata a sus trabajadores como si fueran esclavos; pero cuya vida cambia cuando se une a la expedición de unos jóvenes que, por la ambición, buscan adueñarse de una nave abandonada para huir del planeta baldío que los tiene aprisionados. En términos generales, la narrativa utiliza la fórmula básica en la que un grupo de personajes se enfrenta a un xenomorfo que mata a casi toda la tripulación mientras la más ágil, por lo regular una mujer, sobrevive a base de su instinto para proteger a los supervivientes y escapar del peligro inminente. El problema, no obstante, es que casi no hay gancho en su híbrido de terror y ciencia ficción. Álvarez opta por mostrar el material desde una superficie que, dicho sea de paso, pierde el semblante de amenaza cuando mantiene el conflicto suspendido sobre una serie de situaciones calculadas que frecuenta los lugares comunes, con unos personajes artificiosos que solo ejercen una función descriptiva para empujar las persecuciones sangrientas del monstruo que caza a los humanos y al androide. Ninguno de ellos posee la complejidad de figuras icónicas como Ellen Ripley o David. En cambio, me parecen personajes huecos que olvido tan pronto como descubro que cumplen con la agenda de los estereotipos insulsos que están de moda para colgar metáforas innecesarias a nivel subtextual sobre el racismo, la identidad, el aborto, la sexualidad, el abuso, la maternidad y el empoderamiento femenino que, en teoría, es producto de la propaganda progresista que se ha normalizado en el cine de Hollywood de la actualidad. De esta forma para mí no es muy difícil anticipar el heroísmo de la muchacha empoderada con metralleta en mano; la astucia del robot afroamericano para solventar la crisis; las decisiones apresuradas de los demás integrantes masculinos; la confrontación final en la que la mujer elimina al extraterrestre para salvar la nave de la destrucción. De todos los actores, solo David Jonsson me resulta algo orgánico como el androide con la cara asustadiza que cuestiona la ética humana. Él es el alma de la película dentro de las irregularidades. Y junto al resto del reparto es encuadrado por Álvarez en una puesta en escena en la que edifica, con cierta autenticidad, la atmósfera claustrofóbica y los decorados internos que reproducen las instalaciones industriales de la nave y los espacios sombríos de las criaturas alienígenas, a pesar de que el CGI empleado para recrear con tecnología de IA a Ian Holm parece de hace dos décadas. La música tampoco se integra con consistencia en los momentos clave. Se trata, en resumen, de una secuela que cae presa de sus propias ambiciones, sin nada intenso en sus secuencias de acción; una que es incapaz de capturar el sentido de suspense de sus predecesoras.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 59 min. País: Estados Unidos Director: Fede Álvarez Guion: Fede Álvarez, Rodo Sayagues
Música: Benjamin Wallfisch Fotografía: Galo Olivares Reparto: Cailee Spaeny, David Jonsson, Archie Renaux, Isabela Merced
Calificación: 5/10
Beetlejuice Beetlejuice es una película con la que me sucede algo extraño que ya había experimentado con otras obras de Tim Burton. Accedo a ella en menos de dos horas por la nostalgia que todavía me provoca la esperpéntica Beetlejuice (1988), pero permanezco en un estado de indiferencia absoluta cuando veo sus escenas. De algún modo, es una secuela en la que Burton recupera su sello estilístico para expandir el imaginario macabro de su excéntrico personaje, pero a menudo su comedia de terror queda atrapada en una repetición vacía que le roba el alma y sepulta cualquier rastro de sorpresa, donde las cosas que observo son entregadas con cierta gratuidad en su abanico de obviedades. En esta ocasión, la trama se ambienta décadas después de los acontecimientos de la original y sigue a Lydia Deetz en los tiempos en que es una famosa presentadora de televisión y que, como madre viuda, busca reparar el vínculo debilitado que tiene con su hija Astrid; mientras se reencuentra con su madrastra Delia para asistir al funeral de su padre fallecido y alucina sobre Beetlejuice, el demonio que intentó casarse con ella treinta y seis años antes con el fin de revivir. En términos generales, la narrativa se construye sobre una serie de situaciones paralelas. Por una parte, muestra los esfuerzos de Lydia para conectar con la hija rebelde. Por la otra, presenta las travesuras de la escéptica Astrid cuando descubre el primer amor con un muchacho que conoce en una noche de Halloween y es conducida al más allá por las habilidades psíquicas heredadas de su madre. Y en el medio de estas subtramas, se cuelga el episodio de Beetlejuice, que deja su puesto como supervisor en una oficina de exorcismos para ayudar a un detective fantasma en la cacería de su exesposa, que drena los espíritus de los muertos y busca vengarse por lo que le hizo. El problema principal, no obstante, es que no hay mucho gancho en el epicentro del conflicto, y el exceso de situaciones absurdas cae en una rutina que se arregla sobre las resoluciones más predecibles pare cerrar el arco de cada personaje. El humor negro, que antes era subversivo, ahora se siente pretencioso y hasta rancio. De esta manera, para mí no es muy difícil anticipar la reconciliación entre la madre y la hija; las ocurrencias del demonio para cooperar con la policía y atrapar a su exesposa; el pacto del chiflado para casarse con la protagonista a cambio de sacar a su hija del mundo de los muertos. A pesar del ritmo apresurado, siento que algunos de los personajes ocupan solo un espacio de descripción para impulsar con sus acciones una trama que, desgraciadamente, se accidenta por las vías facilonas de estereotipos feministas y las fórmulas recicladas que se generan sobre un desfile de referencias a la antecesora. Winona Ryder y Jenna Ortega son aceptables en el melodrama maternofilial. Pero destaco, ante todo, a Michael Keaton cuando se apoya de sus gestos exagerados para interpretar de nuevo a Beetlejuice como un loco del cementerio al que le faltan dos tornillos pero que, irónicamente, es demasiado astuto para resolver los problemas, a pesar de que tiene escasas escenas para brillar y ha perdido el encanto anárquico que lo hacía tan contagioso. Él encabeza un elenco de secundarios que se siente algo desaprovechado pero que, de igual modo, son utilizados por Burton para colocar sobre la puesta en escena los hallazgos visuales que se edifican con el uso de los colores, el vestuario estrafalario, las secuencias animadas, los efectos especiales, el maquillaje mortuorio, los decorados de raíz expresionista, y, sobre todo, las atmósferas góticas que transforman su universo cotidiano de sucesos paranormales. Pero todos estos elementos, junto la correcta banda sonora de Danny Elfman, parecen solo accesorios cosméticos que adornan el ataúd de un muerto. Su película se siente como un eco que, al decir tres veces el nombre de su protagonista, invoca solo un espectro pálido de lo que una vez fue.