Crítica de la película «Brasil» (1985)

Brasil
No me cabe la menor duda de que, Brazil, es una de las mejores películas que he visto de la filmografía de Terry Gilliam. Esto algo que pienso al verla restaurada, después de 15 años de haberla visto por primera vez en el interior de la sala oscura. Lo mismo pensé cuando la vi en aquella ocasión en DVD. A menudo Gilliam afirma que es la segunda entrega en la denominada «trilogía de la imaginación» junto a Bandidos del tiempo y Las aventuras del barón Munchausen. Pero yo creo, más bien, que está en mayor grado de sintonía con 12 monos y El teorema cero por los asuntos distópicos que interconecta en su narración. En el fondo, me impresiona bastante porque Gilliam, con una estética finamente ajustada, la construye como una sátira orwelliana, pesadillesca, que siempre eleva su tono sombrío cuando interroga la omnipotencia del Estado burocrático sobre la base de una distopía retrofuturista, en más de dos horas que me mantienen sujeto del asiento para observar las peripecias Jonathan Pryce mientras escucho una música contagiosa que atrapa mis oídos. El argumento, inspirado en 1984 de George Orwell, se desarrolla en una especie de sociedad distópica del siglo XX rodeada de rascacielos enormes, en la que los ciudadanos, habitualmente vestidos con saco y corbata, están sometidos a la vigilancia permanente de un gobierno totalitario mientras disfrutan como ovejas de la esclavitud del hiperconsumo y del desempeño de los cargos públicos al servicio de la tecnocracia. El protagonista que interpreta Pryce es uno de esos hombres-máquina y se llama Sam Lowry, un burócrata de baja categoría que trabaja para la burocracia en un empleo monótono en el Ministerio de la Información y vive en un pequeño apartamento que se cae a pedazos luego de una avería, en una ciudad brumosa conectada por tuberías, donde a veces visitado por un ingeniero de calefacción y presunto terrorista que es buscado por el gobierno, pero cuya existencia da un giro de tuerca al obsesionarse con encontrar a una camionera que se asemeja a una mujer enjaulada que aparece con frecuencia en sus sueños. La trama me atrapa de inmediato por la manera en que Sam investiga el paradero de la chica de sus sueños en una serie de situaciones absurdas, surrealistas, oníricas, que reducen sus acciones a la rutina de caminar por el lobby de los edificios gubernamentales, las discusiones con otros burócratas de traje gris, la presencia militar que custodia con metralleta a los ciudadanos vigilados, las visitas a la residencia a la madre esnob que es adicta a las cirugías plásticas, la obligación de ascender en la jerarquía corporativa para desentrañar el misterio, la alienación en la oficina carcelaria poblada de ordenadores de tubos catódicos constituidos de máquinas de escribir y lente de Fresnel, el caos desatado por las persecuciones de los agentes estatales, los sueños fantásticos del caballero que vuela por las nubes como Ícaro para rescatar a la rubia de la jaula de oro. Funciona adecuadamente porque Gilliam guarda sus mejores cartas para el final sorpresivo. Y utiliza la crisis de Sam para esquematizar una alegoría sobre la omnipotencia del Estado entendida como la imposibilidad de escapar de un hombre moderno que suprime su libertad de pensamiento para encajar en una masa adormecida por las mentiras del estatismo corporativo que observa de lejos como el Gran Hermano. Esto es especialmente cierto cuando el personaje, atrapado en la vorágine de un estado fascista, persigue quimeras imposibles que lo mantienen encerrado en una prisión de asfalto de la que no puede huir. Desde la superficie, yo interpreto el conflicto como la crónica de un empleado de oficina que se vuelve loco por el estrés y el vacío existencial producido por la impotencia de estar al lado de la mujer que lo rechaza. Gilliam consigue acentuar el descenso a la locura de Sam con un semblante tragicómico que, bajo su prisma visual, cristaliza un híbrido entre el cine negro, la ciencia ficción (dieselpunk) y la comedia negra, donde los valores estéticos que incorpora en la puesta en escena crean el mundo distópico a partir de las atmósferas que acentúan el uso proxémico de los espacios arquitectónicos, el vestuario de los uniformes, la iluminación expresiva y los escenarios disfrazados de tecnología anacrónica consciente de su artificio irreal. Todo luce grisáceo, claustrofóbico, sórdido, contaminado, como si se tratara de una pesadilla kafkiana. El uso del gran plano general, el desencuadre, el sobreencuadre, el picado-contrapicado y el uso constante del encuadre móvil (que ocasionalmente se desplaza con cámara en mano), aumentan el panorama de desrealización que experimenta el personaje en varias escenas. Aparte de Pryce, hay buenas actuaciones de Robert De Niro, Iam Holm y Kim Greist. Y el leitmotiv que arregla una versión de Aquarela do Brasil, de Ary Barroso, me resulta bastante contagioso. Es posible que después de este visionado no vuelva a verla, pero me despido de ella convencido de que es una película formidable y muy profética, de unos de los cineastas más ingeniosos de finales del siglo XX.

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Ficha técnica
Título original: Brazil
Año: 1985
Duración: 2 hr. 12 min.
País: Reino Unido
Director: Terry Gilliam
Guion: Terry Gilliam, Tom Stoppard, Charles McKeown
Música: Michael Kamen
Fotografía: Roger Pratt
Reparto: Jonathan Pryce, Kim Greist, Michael Palin, Katherine Helmond, Ian Holm
Calificación: 8/10

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