Crítica de la película «Terminator 2: El juicio final» (1991)

Terminator 2: El juicio final
Tras pasar cerca 14 años, regreso inevitablemente a las imágenes que ofrece Terminator 2: El juicio final para tener la experiencia segura de encontrar algo nuevo, como suele suceder con cada visionado, que se remonta a comienzos de los 90 cuando la veía en televisión por cable o cuando la rentaba religiosamente en VHS en el videoclub de la esquina. Para mí sorpresa, es una secuela en la que no hay ni una sola grieta bajo su coraza de acero y, después de tantos años, todavía retiene el modelo innovador con el viaje de ciencia ficción de la máquina que aprende el valor de la empatía humana, durante dos horas y media que justifican totalmente el corte extendido del director. Su trama se sitúa pocos años después de The Terminator y tiene como protagonista al T-800, un cíborg reprogramado del año 2029 que viaja al pasado con el propósito de proteger a John Connor, un niño rebelde de 10 años que en el futuro es el líder de la resistencia humana que lucha contra las máquinas de inteligencia artificial controlada por Skynet; mientras de paso rescata de un internado psiquiátrico a la madre de John, Sarah Connor, y, además, colisiona con el T-1000, un prototipo avanzado de Terminator que cambia de forma al estar compuesto de metal líquido y tiene el objetivo de matar al niño para restablecer el día del juicio, pautado para ocurrir el 29 de agosto 1997 con el holocausto nuclear iniciado por Skynet para acabar con la vida de tres mil millones de seres humanos. A diferencia de la antecesora, donde el malo es un cyborg programado para matar y el bueno es solo un agente humano, en esta ocasión, el asunto me atrapa por la manera en que Cameron dialoga con la dialéctica que invierte los estereotipos al disfrazar al héroe de motociclista y al villano de policía; pero, asimismo, su narración se mantiene finamente ajustada al equilibrar las secuencias de acción con esos diálogos ingeniosos que agregan profundidad a las motivaciones de los personajes. Su híbrido ensambla el humor, la seriedad y la tristeza sobre una capa de frenesí violento que se acelera a un ritmo trepidante. De esa forma, para mí es casi imposible no emocionarme por lo que sucede con los arrebatos proféticos de Sarah en el sanatorio, las persecuciones a alta velocidad por las autopistas, las enseñanzas de John para que el T-800 aprenda más sobre las emociones humanas, los viajes por la carretera como si se tratara de una familia disfuncional, las pesadillas infernales de Sarah sobre el fin del mundo, los intentos del T-1000 para eliminar a sus objetivos por los medios más violentos, los tiroteos en lugares cerrados en los que el T-800 nunca llega a matar a ningún humano. Hay camiones, motocicletas, helicópteros, explosiones, humaradas, disparos, destrucción, tecnología, metales fundidos. Debajo del barullo situacional, Cameron configura un discurso humanista que interroga los riesgos potenciales de la inteligencia artificial, pero, también, habla sobre el poder de la empatía entendida como la única arma capaz de detener la deshumanización y la mecanización que se esconde detrás de la naturaleza autodestructiva del hombre. Esto es especialmente señalado en todo el trayecto cuando el T-800, a diferencia del T-1000 que es un asesino letal que roba identidades, adopta posturas civilizadas al comprender los sentimientos y la necesidad de proteger a las personas amadas, negándose a ejercer la violencia más allá de los métodos no letales que funcionan como vía de escape del conflicto, gracias al fuerte vínculo paternofilial que desarrolla al proteger a John como si fuera su hijo. En ese sentido, Arnold Schwarzenegger demuestra que no tiene necesariamente que ser el héroe que mata a todos para salvar el día, al emplear su pericia física y su aspecto corpulento para interpretar a un cyborg que, debajo de la piel sintética y de los gestos rígidos, rechaza la coacción para cuidar a un chico que lo ve como un padre sustituto. A su lado observo espléndidas actuaciones secundarias. Primero, la de Linda Hamilton como la madre autosuficiente, fuerte, oscura, perturbada, fría, distante, alienada por las profecías del futuro incierto, en un papel de heroína bastante sólido que tiene mucha destreza física cuando muestra sus habilidades para disparar ametralladoras o pistolas como una soldado entrenada. Y segundo, la de Robert Patrick como el implacable villano líquido vestido de policía, que corre como maratonista y lanza miradas asesinas con el rostro inexpresivo que acentúa toda la maldad de su presencia memorable. Ellos son encuadrados en una puesta en escena fascinante en la que Cameron presta especial atención al detalle de las atmósferas urbanas e industriales de filtro azulado, las acrobacias de las escenas de mayor riesgo, el maquillaje prostético del T-800 y los revolucionarios efectos especiales de Industrial Light & Magic (ILM) que renderizan con CGI el metal líquido que cubre parcialmente al T-1000. A todo eso se suma una banda sonora de Brad Fiedel que amplifica, con su orquestación atonal, las emociones de las escenas con arreglos de sintetizadores y sonidos electrónicos que suenan como hierro martillado. Añado, para concluir, que solo dios sabe cuántas veces he visto esta película, pero no me canso de pensar en lo gratificante que es regresar a ella de vez en cuando para hallar algo nuevo. No envejece. En su clímax, cuando el T-800 se sumerge en la lava y se despide con el pulgar hacia arriba, me crece un nudo en la garganta que recupera mi fe por el cine. Me parece una de las cosas más extraordinarias que le ha pasado al cine de ciencia ficción.

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Ficha técnica
Título original: Terminator 2: Judgment Day
Año: 1991
Duración: 2 hr. 35 min.
País: Estados Unidos
Director: James Cameron
Guion: James Cameron, William Wisher Jr.
Música: Brad Fiedel
Fotografía: Adam Greenberg
Reparto: Arnold Schwarzenegger, Linda Hamilton, Edward Furlong, Robert Patrick
Calificación: 9/10

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