Un pastor de ganado y su familia que residen en las dunas de Tombuctú se encuentran con que sus vidas calmadas -que regularmente suelen ser libres de los yihadistas decididos a controlar su fe- repentinamente perturbadas.
Crítica de la película
Hay una escena en Timbuktu donde un rebaño de vacas se encuentra en medio de un río y se mueve en dirección opuesta a las redes de un pescador, sin embargo, cuando una de las vacas accidentalmente rompe las redes, el pescador, cegado por la ira, la mata. Y el poder de la escena no reside en la acción, sino en la metáfora de la muerte, de la desesperación, de la prisión. Están atrapados.
Es en la metáfora donde Abderrahmane Sissako deja claro que, Timbuktu, no solo es un drama de sutileza política, sino también un drama brutalmente honesto que con un poderosísimo discurso moralista, desarrolla la banalidad del mal que el extremismo de la yihad ejerce sobre los pueblos musulmanes de Mauritania, porque, efectivamente, todos son prisioneros de la religión.
Por eso la película recurre a la sensibilidad emocional para mostrar a fondo lo que sienten las personas abrumadas por el fundamentalismo religioso, cuyos dogmas inconsistentes son impuestos por la fuerza. Lo inusual es que nos obliga a verlo desde una perspectiva compasiva.
Esto supone que la vida de los pueblerinos en las áridas planicies del desierto del Sahara no es del todo segura, puesto que el temor colectivo ante las reglas islámicas es inmenso. Así lo siente Kidane (Ibrahim Ahmed dit Pinto) cuando cuida a su familia. Kidane vive tranquilamente en las dunas con su esposa Satima (Toulou Kiki), su hija Toya (Layla Walet Mohamed) e Issan (Mehdi Ag Mohamed), un niño pastor de doce años. Pero lo que no saben es que, no muy lejos de su vivienda, en la ciudad maliense de Tombuctú, el régimen de terror impuesto por los fanáticos yihadistas -que prohíbe escuchar música, reír, fumar e incluso jugar al fútbol- amenaza con perturbar la paz que rodea la ingenuidad de sus vidas.
Estos personajes están psicológicamente definidos, y hay peso anímico en la naturaleza de sus acciones. De esa forma sentimos la impotencia que ellos sienten. Un ejemplo es el diálogo de Kidane cuando expresa su dolencia lagrimeando ante la doctrina que lo ha juzgado y que lo ha traicionado.
Esto se debe a que las actuaciones no dan tregua en la transmisión de verosimilitud. Son actuaciones de carácter natural que, en cada plano, dimensionan la escenografía con una expresividad convincente.
A través de las subtramas de las escenas, Sissako nos muestra con una sinceridad descollante el pensamiento de la población ante las leyes impuestas por la ocupación yihadista, las cuales encuentran como absurdas. Y es difícil no sentir una empatía genuina con lo que se plantea, ya que con el dramatismo calculado nos ofrece una mirada caleidoscópica de la deshumanización y de la desgracia que arropa esos pueblos bajo un manto de ironía simbólica.
La parsimonia de las escenas es poética en cada encuadre, y siempre hay algo para observar en el intercambio de cultura presentado. Además, se logra capturar visualmente panorámicas hermosas que seducen los ojos cuando están acompañadas de armoniosas piezas musicales una vez que se capturan los grandes planos en el desierto.
Pocos cineastas se han atrevido a ofrecer un retrato de calidad cinematográfica que sea fiel a los juicios sistemáticos de la moralidad para criticar el fundamentalismo islámico. Sissako lo consigue. Y el mensaje central de lo que denuncia es que al final del conflicto todos son víctimas de su propia tragedia y sufren los daños colaterales, tanto los opresores como los oprimidos.
Ficha técnica:
Duración: 1 hr. 35 min.
País: Mauritania
Director: Abderrahmane Sissako
Guion: Abderrahmane Sissako
Música: Amin Bouhafa
Fotografía: Sofian El Fani
Reparto: Abel Jafri, Hichem Yacoubi, Kettly Noël, Pino Desperado, Toulou Kiki
9/10
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