Como si estuviese obligado por una especie de deber cinéfilo, reviso nuevamente Historias de Tokio, de Yasujirō Ozu. No sé qué pensaba para revisarla luego de tantos años sin haberla visto, pero estoy muy agradecido de muy intuición. Lo que observo en la versión restaurada me causa una impresión considerable que supera con creces mi primer visionado. Creo que se trata de una de las mejores películas que he visto de Ozu, una poderosísima obra shomin-geki sobre la descomposición de la familia en la sociedad occidentalizada de Japón del período posguerra. El guion fue escrito por Ozu junto a su guionista de cabecera, Kogo Noda, durante un lapso de 103 días. Narra la historia de Shūkichi y Tomi Hirayama, una pareja de ancianos muy sencilla que viaja desde una zona rural en Onomichi (una ciudad de la prefectura de Hiroshima) a Tokio para visitar a sus hijos, pero al llegar a los suburbios donde viven ningunos de ellos tiene tiempo para atenderlos y los reciben con una miserable muestra de indolencia, de deshonestidad y de falta de afecto, potenciada por la fracasada existencia que llevan en el agitado mundo de la esclavitud laboral que ha consumido su sensibilidad hasta avergonzarlos y dejarlos insatisfechos. Hasta los pequeños nietos se muestran indiferentes. Ellos se dan cuenta de que son un estorbo para sus hijos, pero no lo manifiestan por el gran respeto que demuestran a través de la benevolencia y porque saben, muy en el fondo, que la guerra y la rápida evolución del engranaje capitalista son las raíces de la ruptura de su núcleo familiar y del comportamiento resentido y apático de cada uno de los hijos. La tradición de su familia se ha disgregado hasta un punto irreparable. A pesar del trato de los hijos ingratos y egoístas, que en ocasiones se esconde detrás de la hipocresía, la pareja es recibida con mucha cortesía por la bondadosa Noriko, la nuera y viuda de uno de sus hijos. En un momento determinado, solo una tragedia unifica efímeramente a la familia. Apoyándose de un ritmo contemplativo, la estética de Ozu despliega herramientas en la puesta en escena que le permiten amplificar la situacionalidad de la incomunicación familiar y de la fracturada relación paternofilial, añadiendo una capa de profundidad a la aparente simplicidad del relato cuando los padres visitan a cada uno de los hijos malagradecidos. Registra las coordenadas espaciotemporales con prudencia. Utiliza el encuadre bajo una composición eminentemente estática con la intención de describir múltiples estados de ánimo de los personajes, especialmente con el sobreencuadre que captura sus acciones cuando entran y salen de la escena con el plano tatami en el que la cámara se coloca a la altura mínima de una persona sentada en el tatami tradicional, el fuera de campo que subraya las tragedias, el plano-contraplano en el que el salto de eje resquebraja los límites de la regla de los 180 grados para comunicar las inseguridades recónditas, el punto de vista que sincera las confidencias, la elipsis que traslada la acción abruptamente de un lugar a otro para señalar el duro paso del tiempo, los grandes planos generales que acentúan los graves efectos de la industrialización en las nuevas generaciones. Cada fragmento compositivo del encuadre encierra significados diversos sobre la honradez, la decepción, la muerte, el dolor intrínseco que se disimula tras la máscara de la jovialidad y la pérdida de los valores familiares tradicionalistas, evocando en cualquier instante una conmiseración justa que afecta mi tejido sensible. Respeta los rasgos de la arquitectura para embellecer los pequeños detalles que adornan los interiores de las viviendas niponas. Y se apoya de la música empática de Takinori Saito para emocionarme en las escenas más melancólicas. Su narrativa presenta la cotidianidad de esa familia de una manera poética, intimista, sobria, alejada de las convenciones del melodrama y de los cuestionamientos morales, revelando los secretos más impactantes a través de las conversaciones que sostienen en el hogar, en el bar, en el campo. Los golpes de efecto solo se magnifican por la pragmática de los diálogos. Lo que más me conmueve, supongo, es la ironía de que los padres, a pesar de tolerar con mucha dignidad el distanciamiento de sus primogénitos, establecen un fuerte vínculo con la nuera porque la ven como la hija que nunca tuvieron y la nuera, en cambio, los ve a ellos como los padres que nunca tuvo. Una dialéctica agridulce que se concibe con actuaciones muy convincentes del reparto, principalmente la de Chishū Ryū como el padre que se reconcilia con el pasado aceptando la desilusión del presente, Chieko Higashiyama como la madre con el corazón tan puro como el agua bendita, Haruko Sugimura como la hija indolente y egocéntrica y Setsuko Hara como la humilde y honesta Noriko (su coloquio final me deja devastado). El plano climático de Chishū sentado en el tatami contemplando la soledad ante el destino incierto que se fuga como un barco en el mar, es una cosa tan triste como inolvidable. Es un epílogo magistral de la trilogía de Noriko. Más que una película, es una lección de vida.
Título original: Tokyo Story (Tôkyô monogatari)
Año: 1953
Duración: 2 hr 17 min
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Kogo Noda
Música: Takinori Saito
Fotografía: Yuuharu Atsuta
Reparto: Chishu Ryu, Chieko Higashiyama, Setsuko Hara, Sô Yamamura, Haruko Sugimura
Calificación: 8/10
0 comments:
Publicar un comentario