Polanski consigue dimensionar los componentes fundamentales del misterio y del suspenso para que la atmósfera de la película sea siniestra en algunas escenas. Pero casi no me cautiva lo que veo, me aburro ante la situación extrema a la que se enfrenta la protagonista interpretada por una paranoica Sigourney Weaver (cuando debería ser todo lo contrario). La historia, adaptada de la obra de Ariel Dorfman, trata sobre una activista política que está convencida de que el hombre que ha venido a su casa a visitar a su marido, por pura casualidad de la vida, es la persona que la torturaba por órdenes de un gobierno inescrupuloso. En su argumento percibo la claustrofobia de estar rodada casi en la totalidad en una sola locación, el marcado trasfondo político, un leitmotiv correcto de Schubert, la rabia y la frustración de una mujer que no se recupera del pasado más maldito que uno se pueda imaginar. Los personajes, interpretados por Sigourney Weaver y Ben Kingsley, otorgan fidelidad a lo que se describe (especialmente Kingsley con la confesión final frente a un primer plano), aunque en ocasiones sus acciones y los diálogos que recitan terminan siendo pantagruélicos para acrecentar una tensión que, penosamente, decrece hasta el anticipado clímax, en el que todas mis sospechas sobre el personaje de Kingsley cobran sentido. Me resulta predecible por ese uso tan evidente del color rojo en el vestuario de Weaver, que comunica precisamente su estado de ánimo, su repugnancia y su deseo de vengarse. También por la exposición calculada del juego de venganza entre la mujer y el hombre en una casa aislada, cosa que es una característica esencial de la estética de Polanski. El resultado me parece artificioso.
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Calificación: 6/10
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