Sumándose a ese grupo, Pedro Almodóvar recoge una idea similar en su más reciente película, Dolor y gloria, en la que presenta una especie de revisión de su ocupación como cineasta y, también, de su vida personal; poniendo en el tapete la crisis creativa, los sentimientos despojados por las cosas añejas, los deseos perdidos en los mares de la nostalgia, las enfermedades que presagian la muerte y las adicciones que parecen apaciguar el día a día de un protagonista que es muy semejante a él, el cual interpreta su actor predilecto, Antonio Banderas, habitando la piel de un director de cine en el crepúsculo de su carrera (incluso hasta tienen el mismo peinado). Su cinta posee la estética que siempre caracteriza su estilo y algunos momentos de afectividad, pero carece de fuerza emocional y percibo de inmediato que se vuelve autoindulgente con la historia del director de cine ensimismado en la inseguridad, el desasosiego y los pecados que regresan en forma de recuerdo impertinente.
El director interpretado por Banderas se llama Salvador Mallo y es un hombre de mediana edad que atraviesa unas dificultades que lo mantienen atado al pasado y revaluando el presente. Tiene un problema severo en la columna vertebral y está enfermo. Antes era aclamado. Y su película “Sabor” inauguró sus días de gloria y sentó las bases de su profesión. En la actualidad lo busca una filmoteca para hacer una retrospectiva de la película. Pero la realidad es que es un individuo introspectivo que no tiene ánimos de nada. Se ha dejado abrazar por el miedo, la incomunicación y los fantasmas de la memoria que le recuerdan su infancia en el pueblo valenciano de Paterna, los instantes en los que era feliz junto a su madre (una sólida interpretación secundaria de Penélope Cruz).
El señor Mallo transita por el estilismo visual y narrativo de Almodóvar, usualmente rodeado de un intenso color rojo que adorna cada rincón de la casa y los lugares que frecuenta y, paralelamente, una analepsis engañosa que anuncia la pasión de los abrazos rotos comprimidos en un pasado lleno de amores en secreto, los vínculos familiares golpeados por la pobreza, el temor de un eminente abuso infantil en las siniestras escuelas católicas, la identidad sexual sostenida con diálogos y encuentros casuales que suceden fuera de campo para agudizar su quebranto psicológico, como el reencuentro con su actor fetiche, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), y, con Federico (Leonardo Sbaraglia), uno de sus antiguos amantes. Sin mencionar las referencias a la música, a las grandes estrellas, los melodramas del cine clásico de Hollywood y películas del mismo Almodóvar como La mala educación, Todo sobre mi madre, Volver y Hable con ella.
La actuación de Banderas como Salvador Mallo se siente orgánica para lo que se describe en la puesta en escena. La gestualidad, la expresividad y las manías que proyecta son correctas. Interpreta a un individuo egocéntrico, aquejado por un profundo desconsuelo y un pasatiempo de consumir heroína, mientras es torturado internamente por el sufrimiento y la culpa. Es posiblemente una de las actuaciones más ilustres de su carrera como actor. Pero reconozco que me quedo indiferente ante los eventos que le suceden a su protagonista y la introspección que me pasea por los tormentosos pensamientos. No me cautiva su aislamiento, ni la soledad abrumadora, ni la anhelada redención. Coloco a su personaje en una línea delgada entre lo baladí y lo plausible.
La historia de ese director famoso sumido en el olvido es una excusa de Almodóvar para autorretratarse, aunque la narración no permite que pasen muchas crónicas interesantes fuera de la supuesta subjetividad. El argumento entero se resume en encontronazos con los amores del pasado que regresan para que sepamos que le han arrebatado la sensibilidad, los episodios de la infancia al lado de la madre que se inmola y las contrariedades de la adultez en las que debe lidiar con drogas como el caballo, el decaimiento que amenaza con acelerar su vacío, las conversaciones con la asistente que le resuelve todo y la imposibilidad de terminar de escribir un guion para rodar una nueva película.
Se trata, por lo tanto, de un diario de confesión, una terapia interiorizada, en la que, en efecto, Almodóvar toca las teclas de su propia existencia a modo de ficción para transmitir los traumas que lo agobian y el inmenso amor que le provoca el arte cinematográfico, comunicando que es el artefacto más íntimo para acercarse a la realidad de las personas. Lo elabora con temas como el desamparo, la muerte, las reminiscencias. Consigue momentos de solidez, en los que salgo conmovido, como el poético monólogo de Alberto ante el público del teatro, y cada una de las evocaciones de la infancia gandul en la que los sacrificios de una madre para cuidar a su hijo se hacen palpables. El resto me huele a pastiche autorreferencial, como el desaforado y poco sorpresivo giro del final que pretende otorgar coherencia metaficcional a las coincidencias calculadas. Tampoco se destaca la música empática de Alberto Iglesias. Es una película pasable. No le veo la gloria, tampoco siento su dolor.
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Ficha técnica
Año: 2019
Duración: 1 hr 53 min
País: España
Director: Pedro Almodóvar
Guion: Pedro Almodóvar
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas
Calificación: 6/10
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