En los últimos años el tema del narcotráfico ha cobrado una legítima popularidad que, aparentemente, es difícil de borrar dentro de la cultura popular. Tanto en el cine como en la televisión, esa popularidad despierta el morbo de la gente que admira la imagen del santo patrón de la cocaína, cuando este se rodea de un ejército de hombres armados hasta los dientes dentro de su mansión en las profundidades de una selva sudamericana. En incontables ocasiones he visto que repiten esa ecuación. Y casi todas provienen de Hollywood. Esa empresa, experta en la explotación de fórmulas, adultera el producto de la ficción de los narcotraficantes para mantener contentos a los consumidores y que estos controlen su adicción con el placer que le producen los tiroteos violentos, la cultura del dinero rápido y la presencia de algún zar de la cocaína que consume la sustancia blanca para sentir un poder que le corre por las venas. Pero recientemente me he topado con una producción latinoamericana muy diferente que trata la materia desde una óptica antropológica. Se trata de "Pájaros de verano", una película colombiana que dirige Ciro Guerra (La sombra del caminante, Los viajes del viento) en conjunto con la debutante Cristina Gallego (productora de sus películas).
La película me intriga mucho cuando presenta, como una especie de epopeya, la espiral de violencia desatada por dos familias campesinas, en lo que aparenta ser una crónica muy elíptica sobre los orígenes del narcotráfico en Colombia y los individuos que sentaron las bases de esa profesión delictiva. Su saga del crimen, basada en una historia real, está estilizada. Cuenta con personajes muy bien interpretados (algunos son actores no profesionales) y una estética visual, casi naturalista, que encuadra con una belleza poética los paisajes rurales y, sobre todo, las tradiciones de los grupos étnicos wayuú que habitan un mundo donde la tranquilidad coloca el exabrupto fuera de campo para componer, de forma implícita, una soterrada metáfora política sobre cómo los norteamericanos son, en parte, responsables de que esas comunidades aborígenes se destruyan a causa de la ambición laminada en el negocio de las drogas. El tono en el que lo imagina es sosegado, crudo, realista, propenso a evitar los excesos con un ritmo que captura un intervalo de más de diez años gracias al ensamblaje derivado de una estupenda labor de montaje. En su narración se visualiza la traición, la venganza, la muerte, de gente que cae rendida ante los vicios del poder que deshumaniza un pueblo baldío que ya de por sí se halla sumido en la miseria y la ignorancia.
Ambientada en el período colombiano de la bonanza marimbera a finales de la década de los años 60 y principios de los 70, la historia de la película relata el ascenso y la caída de un clan wayuú a través de cinco capítulos o cantos, en los que se describe la cotidianidad de su sociedad tribal. Son personas pacíficas que reparten sus días entre las celebraciones folclóricas, las danzas indígenas de cortejo, los rituales que buscan limpiar las impurezas del cuerpo, las conversaciones sobre las prácticas milenarias que se pasan de una generación a otra. Viven en el corazón de la árida península de la Guajira, poblada de aldeanos que hablan varios dialectos indígenas. Una región con un clima cálido, seco e inhóspito, bañada en los alrededores de una selva tropical que divide los establecimientos de los pueblerinos.
El protagonista es Rapayet (una tremenda actuación del desconocido José Acosta), un hombre reservado, frío, pasivo que intenta casarse con la joven Zaida (Natalia Reyes) durante la ceremonia de galanteo, luego de que ella fuera sometida a un rito de aislamiento para probar que estaba apta para el matrimonio. Rapayet representa la figura del líder imponente que puede liderar la manada, a pesar de que su tribu está capitaneada por una señora de nombre Úrsula (Carmiña Martínez), la matriarca a la que todos le muestran una señal de respeto y cuya sabiduría es una cosa irrefutable. Allí, como está pasando por aprietos económicos, Rapayet, con la ayuda de su inseparable amigo Moisés (Jhon Narváez), comienza a hacer negocios ilícitos con los alijunas (término con el que designa al hombre tez blanca), vendiendo cantidades inmensas de marihuana cultivada por algunas familias de la etnia wayuu. Pronto Rapayet y Moisés ganan mucho dinero vendiéndoles los cargamentos de marihuana a los norteamericanos, transportándola en avionetas y beneficiándose también del microtráfico. Pero el comercio que supone el contrabando se pone agrio cuando es manchado por la inquina, el orgullo, la enemistad y la represalia que tiene su origen en la apetencia capitalista más desaforada y en los códigos éticos de una civilización ancestral.
Los personajes son seres intransigentes que transitan esa delgada línea entre los hábitos etnográficos indígenas y la avaricia enchapada por el mercado de la competitividad. Hay un simbolismo (incluso una secuencia muy onírica) que anuncia su pesadumbre. Tanto Rapayet, como Úrsula, el traicionero Moisés y el impulsivo de Leónidas forman parte de un relato costumbrista en el que coexisten los problemas cotidianos de cualquier sociedad: la disensión entre familias, las disputas por el control territorial, las contiendas a muerte entre clanes vecinos forrados de armas de alto calibre. En el trayecto ellos se olvidan de sus costumbres a medida que la preponderancia engendrada por el lucro del narcotráfico les nubla el raciocinio y solo piensan en la pobreza en la que se encuentran cuando atraviesan el camino del dolor, la desgracia y la sangre familiar que se derrama para preservar la codicia efímera del dinero fácil (los planos de los cadáveres tendidos en el suelo). Simbolizan un aspecto de la condición humana que es irrenunciable y que se origina en cualquier tipo colectividad, la naturaleza del conflicto.
Con ese argumento que se estructura en tres actos y que se divide con la elipsis a través de los cinco cantos, Guerra y Gallego conciben una narración un tanto similar a lo que hizo el mismo Guerra con El abrazo de la serpiente, en el sentido de que utiliza el cuento del narcotráfico para componer una mirada antropológica de una idiosincrasia indígena que se autodestruye al colisionar con factores externos (simbolizados con los alijunas) que corrompen sus valores tradicionales, colocándolos en un amplio aparato de coacción que los deja atascados entre la lluvia de disparos y las tumbas ancestrales inundadas de cadáveres de ametralladoras. Muestra las contrariedades del narcotráfico con una sutileza que jamás cede el paso a la glorificación superficial de la actividad.
La película exhibe la vida de esas comunidades indígenas con un estilismo visual portentoso que satisface mis retinas cada vez que se recurre al gran plano general para encuadrar el panorama desértico, las selvas impenetrables y la convivencia en los asentamientos de los clanes wayúu, como si se tratara de una mezcla sutil entre el western y el drama gansteril (con referencias muy claras a “Scarface” de De Palma). Se beneficia también de una música cautivante de Leonardo Heiblum. Llega a ser frugal, contemplativa, impactante. Puede que algunas subtramas y los golpes de efecto por momentos sean previsibles, pero he visto pocas películas de género que retraten el génesis del narcotráfico desde un enfoque antropológico como lo hace esta, sobre todo al desmitificar los estereotipos con los que esos criminales son expuestos en el cine. El resultado es muy cautivante.
Año: 2018
Duración: 2 hr 05 min
País: Colombia
Director: Ciro Guerra, Cristina Gallego
Guion: Maria Camila Arias, Jacques Toulemonde
Música: Leonardo Heiblum
Fotografía: David Gallego
Reparto: Carmiña Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez,
Calificación: 7/10
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