La película de Penn, basada en la biografía de la tutora Anne Sullivan y su famoso caso de enseñanza con Helen Keller, goza de interpretaciones estupendas de Anne Bancroft y de Patty Duke, pero solo me conmueve al mínimo la historia de la maestra con discapacidad visual, Anne Sullivan, que tiene el propósito de educar a la pequeña Helen Keller que, debido a una grave enfermedad, ha quedado sordociega a una edad muy temprana, cosa que comunica con ciertos elementos compositivos. El argumento sitúa la acción a finales del siglo XIX. Observo, con cierta tibieza, cómo la institutriz contratada por la adinerada familia sureña debe enderezar el comportamiento de la irascible y traumatizada niña que, en su interior, se siente como si estuviera encarcelada tras las rejas del dolor y de la frustración. La educadora utiliza sus metodologías para enseñarle a comunicarse por medio de un lenguaje táctil, aunque se dificulta por la personalidad incontrolable de la muchacha. Todas las escenas que sigo viendo presentan los mismos pormenores: los altercados de la chiquilla con la profesora, una prolongada escena en la que aprende los modales en la mesa, discusiones constantes entre los miembros de la familia y la instructora. A pesar de la trama repetitiva y de las actuaciones secundarias innecesariamente histriónicas, encuentro aspectos formales destacables, como la iluminación que resalta los estados de ánimo de Sullivan y de Keller, la música empática de Laurence Rosenthal que enuncia los sentimientos de las protagonistas, la sobreimpresión en el rostro de Sullivan que subraya la culpa del pasado, los picados y contrapicados que describen la irritabilidad, la impotencia, la esperanza y el crecimiento. El final me conmueve minúsculamente. Y es interesante su texto sobre el aprendizaje y la responsabilidad social de la educación.
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Calificación: 6/10
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