'El bosque sangriento' marca el regreso del director japonés Sion Sono al thriller de horror de un asesino en serie.
De las entrañas del cine japonés, hay un cineasta que siempre me ha parecido muy interesante. Debido al material polémico y subversivo de sus películas a menudo lo comparo con otro de sus contemporáneos como Takashi Miike, aunque su sentido de transgresión apunta hacia otra dirección. Su estilo no es para estómagos sensibles. En sus películas atestiguo las cosas más insospechadas cuando retrata el terror visceral con una violencia extrema, un humor negro, alejado de cualquier espectro de moralidad, presentando situaciones esperpénticas en las que la fragilidad humana es examinada desde la óptica del trauma, la perversión sexual y el homicidio. Es muy común verlo abordando temas como las familias disfuncionales, la desilusión, la muerte, el amor y la sexualidad reprimida, aunque a veces se da la tarea de recurrir al metacine para señalar también lo difícil que es rodar una película. Los personajes que presenta son perdedores, cineastas, chicos inseguros y, en muchas ocasiones, adolescentes uniformadas que luchan con problemas existenciales relacionados al miedo, la desesperación y el destino. Su nombre es Sion Sono. Y a mi juicio es de los autores más originales de su generación.
Tenía un tiempo sin ver algunas de sus películas, pero recientemente se me presentó la oportunidad de ver El bosque sangriento, la nueva película de Sono que se encuentra disponible en la plataforma de streaming de Netflix. Y es una suerte porque, dado su brutalidad, no creo que nadie más se preste a distribuirla. Se trata de un thriller brutal, repleto de gore y de personajes retorcidos, con el que Sono establece una especie de revisión de toda su autoría y a la vez inspecciona las esquinas más siniestras del la naturaleza humana, así como también un tratamiento metaficcional con el que forma un híbrido muy audaz entre los hechos reales y los componentes genéricos del crimen y el terror, utilizando el cine casi como si fuera un espejo que falsifica a su antojo eso que se conoce como verdad. Y me sorprendo tanto con lo que veo, que no me afecta para nada la extensa duración de dos horas y media, pues el ritmo se mantiene consistente cohesionando el relato. Su narrativa de vidas cruzadas es muy entretenida cuando me pone a observar los conflictos de oportunistas, asesinos en serie, cineastas aficionados y mujeres traumatizadas psicológicamente por las trampas de la adolescencia.
Tenía un tiempo sin ver algunas de sus películas, pero recientemente se me presentó la oportunidad de ver El bosque sangriento, la nueva película de Sono que se encuentra disponible en la plataforma de streaming de Netflix. Y es una suerte porque, dado su brutalidad, no creo que nadie más se preste a distribuirla. Se trata de un thriller brutal, repleto de gore y de personajes retorcidos, con el que Sono establece una especie de revisión de toda su autoría y a la vez inspecciona las esquinas más siniestras del la naturaleza humana, así como también un tratamiento metaficcional con el que forma un híbrido muy audaz entre los hechos reales y los componentes genéricos del crimen y el terror, utilizando el cine casi como si fuera un espejo que falsifica a su antojo eso que se conoce como verdad. Y me sorprendo tanto con lo que veo, que no me afecta para nada la extensa duración de dos horas y media, pues el ritmo se mantiene consistente cohesionando el relato. Su narrativa de vidas cruzadas es muy entretenida cuando me pone a observar los conflictos de oportunistas, asesinos en serie, cineastas aficionados y mujeres traumatizadas psicológicamente por las trampas de la adolescencia.
Shinnosuke Mitsushima, Dai Hasegawa y Young Dais. Imagen de Netflix. |
La película comienza en los años 90 con Joe Murata (Kippei Shiina), un hombre elegante que se halla en un restaurante mientras mira en la televisión un informe que detalla los crímenes de un homicida que anda suelto. En la mesa tiene un anuario escolar con las fotos tachadas de diversas adolescentes. Cuando Murata le pregunta al camarero lo que se siente al asesinar a alguien, sospecho de inmediato que es un psicópata.
Paralelamente, Jay (Young Dais) y Fukami (Dai Hasegawa) son dos jóvenes cineastas fracasados, se topan en la calle con Shin (Shinnosuke Mitsushima), un joven torpe que toca la guitarra. En un almacén vacío donde viven, convencen a Shin para que se una al grupo y le cuentan su deseo de rodar una película sobre los límites de la conducta criminal, con el fin de que puedan clasificar en el Festival de Cine de PIA y así obtener una carrera en la industria del cine. En medio de unas conversaciones hilarantes, conocen a Taeko (Kyoko Hinami), una prostituta coja, con el pelo corto teñido de azul, promiscua, de aspecto descuidado que tiene una forma muy impulsiva de expresarse. Y también a Mitsuko (Eri Kamataki), una antigua compañera escolar Taeko que vive encerrada la residencia de unos padres ricos y muy estrictos como si padeciera el síndrome de hikikomori. Los coloquios se intensifican cuando las dos amigas discuten sobre una tragedia que no pueden olvidar. Pero un problema mayor se detona cuando Taeko intenta convencer a Mitsuko de que olvide el pasado y, en uno de sus días depresivos, ella es contactada por Murata, que tiene la intención de seducirla para satisfacer sus necesidades de mujeriego. Taeko, que recuerda que Murata estafó y sedujo a su familia, sospecha que es un embaucador en potencia que quiere hacer lo mismo con Mitsuko y su familia.
Eri Kamataki y Kyoko Hinami. Foto cortesía de Netflix. |
La narrativa de la película es novedosa cuando estructura todo como una novela de cinco capítulos y explota el recurso de la analepsis para que uno pueda comprender el motivo que hay detrás de las acciones de las protagonistas. El recuerdo es un catalizador del presente. Pasa, primero, con la traumatizada y consentida Mitsuko cuando muestra un pedazo de su pasado en los años de la escuela para niñas en 1985, donde se enamora de una compañera de clases, Eiko (Natsuki Kawamura), con la que tiene su primer beso y luego se defrauda al encontrarla teniendo relaciones sexuales con Taeko un aula del recinto. Una noche, la tragedia la golpea cuando Taeko corre llorando hacia su casa para comunicarle que su amor platónico (apodada “Romeo” por la obra de ‘Romeo y Julieta’, de Shakespeare) apareció asesinada misteriosamente. Por otro lado, Taeko recuerda también su versión de 1985, pero en este caso el intento de suicidio colectivo, en el que ella y sus compañeras se lanzan desde la azotea, y, milagrosamente, ella sobrevive al caer encima de un coche mientras Mitsuko, que no se lanzó por ver el fantasma de Eiko, observa su quebradizo cuerpo desde el techo. Esto la deja con una cojera permanente y una cicatriz en el muslo derecho. Ambas comparten el dolor porque amaban a la misma persona.
Dai Hasegawa, Shinnosuke Mitsushima, Eri Kamataki, Young Dais y Kippei Shiina. Foto cortesía de Netflix. |
Con los semblantes del cine dentro del cine, el tono retorcido se amplifica una vez que los personajes de alguna manera se relacionan con el carismático Murata y piensan utilizar la relación que este tiene con Mitsuko como base para la trama de su película, sospechando en todo momento de que es un estafador y un psicópata en vida real que oculta sus verdaderas intenciones de asesinar a Mitsuko y a otras chicas a las que seduce para robarles el dinero. La idea se le ocurre a Shin, quien piensa escribir el guion. Shin es el encargado de interpretar al casanova siniestro y Taeko es una extra, mientras Jay es el director y Fukami es el camarógrafo. El rodaje transcurre con cierta normalidad, pero cuando Murata interviene en la producción y asume el rol de director, las fronteras de lo que ellos conocen como realidad se retuerce hasta convertirse en un juego maligno de amoralidad cuando él manipula sus acciones y los transforma en gente enamorada del nihilismo y de los actos más horripilantes, llevándolos a extorsionar a sus familiares para conseguir plata para la filmación, sometiéndolos a torturas agudas con tenacillas eléctricas, haciendo que pierdan cualquier rastro de humanidad al cometer asesinatos violentos.
Kyoko Hinami, Kippei Shiina, Young Dais, Shinnosuke Mitsushima y Eri Kamataki. Foto de Netflix. |
Como es una película en la que el protagonismo de los personajes se va mutando en el trayecto con la finalidad, supongo, de que la presencia de cada uno se sostenga, me veo cautivado por las ocurrencias y los diálogos de todos. Pero particularmente me resultan muy creíbles Kippei Shiina, Kyoko Hinami y Eri Kamataki. Shiina como Murata consigue una de sus mejores actuaciones poniéndose en la piel del psicópata obsequioso y seductor que conduce a todo el mundo a una cárcel sectaria y amoral en la que solo está permitida la crueldad y el salvajismo. No hay una sola escena la que su histrionismo no se salga de la pantalla. Hinami como Taeko logra una gestualidad muy orgánica como la prostituta lisiada e irreverente que se halla atormentada por el pasado (de ahí el tatuaje de “Romeo” en su cicatriz). Sucede casi igual que Kamataki como Mitsuko, quien interpreta con mucha fidelidad a una muchacha desolada por los fantasmas del ayer y la opresión parental, adornando su rostro con una exasperación y con una tristeza que la coloca al borde de la locura y de los impulsos suicidas más inesperados.
Kyoko Hinami como Taeko. Foto de Netflix. |
Sono desarrolla las acciones de los personajes con una estética en la que se destaca mayormente el simbolismo del color para comunicar los distintos estados emocionales como el desconsuelo, la pasión y el ímpetu. Su meticulosa reproducción de la década de los 90 es acertada. Y me parece muy absorbente el estilismo visual que varía las fases de iluminación y de colorización acorde a la descripción de las escenas, además de emplear una cámara en mano que señala la agresividad demencial a la que se exponen los personajes.
No sé en lo absoluto cuál era la necesidad de Sono de extender el metraje más allá de lo necesario, porque fácilmente hubiese relatado el asunto en menos de dos horas, pero imagino que eso le permite agrandar las circunstancias alocadas de los personajes y, al mismo tiempo, abarcar capas de lectura como el primer amor de la adolescencia, la dominación causada por una sociedad patriarcal en la que se delimita la libertad de la mujer, los estragos por lo que pasan los realizadores al no poder retener el control creativo de sus películas y, quizá el más importante, el metacine que resalta el difícil proceso de realización cinematográfica y, a la vez, agrieta las demarcaciones limítrofes de la realidad diegética hasta que la narrativa se vuelve consciente de sus propios mecanismos de ficción, transformando la mentira de la falsa narración en una irrealidad palpable. Al final todo es un cuento ficcionalizado del guion de Shin.
Natsuki Kawamura como Eiko. Fotograma de Netflix. |
Lo cierto es que la película me ha hecho pasar un rato muy placentero con la trama del asesino serial que ejecuta un lavado cerebral en un reparto de filmación. Si no me equivoco, está basada en la crónica del asesino en serie japonés Futoshi Matsunaga. Pero Sono se toma las libertades creativas de siempre para desviarse de los hechos verídicos y concebir un ejercicio de estilo alucinante y turbulento que cambia los parámetros del género con algunas de las escenas más brutales que haya visto en muchos meses, recordándome otras películas de su filmografía como Exposición de amor, Pez mortal y Vamos a jugar al infierno. A ratos me hace reír y me impacta. Su metacine del horror resulta tan fascinante como inolvidable.
Título original: The Forest of Love (Ai-naki mori de sakebe)
Año: 2019
Duración: 2 hr 31 min
País: Japón
Director: Sion Sono
Guion: Sion Sono
Música: Kenji Katoh
Fotografía: Souhei Tanigawa
Montaje: Takayuki Masuda
Reparto: Kippei Shiina, Shinnosuke Mitsushima, Eri Kamataki, Kyoko Hinami,
Calificación: 7/10
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