La tercera película de Donnersmarck, 'Nunca apartes la mirada', examina las circunstancias de un pintor ficticio muy similar a Gerhard Richter.
No recuerdo mi primer contacto con la obra de Gerhard Richter, pero si no me equivoco navegaba en la Internet el día en que descubrí sus pinturas fotorrealistas. Fue hace muchísimos años atrás. El impacto que me causó me obligó a estudiar y a apreciar sus telas por esa característica fantasmagórica e hipnótica, en la que recurre a un realismo austero y borroso que parece embalsamar los recuerdos de su existencia a través de las fotografías de familiares, de paisajes y de crónicas periodísticas. Son pinturas hechas a base de fotografías. Aunque Richter revolucionó la vanguardia de la segunda porción del siglo XX con ese estética figurativa tan rupturista, la abandonó a finales de los sesenta para moverse a una etapa constructivista y más tarde a su reconocida abstracción. Debido a su producción artística heterogénea y polisémica, Richter está considerado como uno de los artistas contemporáneos más importantes. Pero no le da mucha importancia a su reconocimiento. Es un genio hermético. Rara vez habla de su arte. Y se ha mostrado reacio a comentar su tormentosa vida personal, aunque existen entrevistas, documentales y libros autobiográficos que nos dan una aproximación de su pensamiento como artista.
La carrera de Richter aparenta ser la fuente de inspiración de Nunca apartes la mirada, la película del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck que explora las vicisitudes de un pintor a lo largo de la historia alemana posguerra, a pesar de que en ningún instante, ni siquiera en los créditos, se vincula la película a su nombre. Imagino que solo aquellos que conozcan los aspectos más traumáticos de la biografía de Richter entenderán la críptica analogía. Tengo entendido que antes de realizarla, Donnersmarck investigó incisivamente los trabajos de Richter hasta encontrar coincidencias y rastros autorreferenciales en sus famosos retratos fotorrealistas, además de entrevistarlo durante semanas para obtener la información necesaria para escribir el guion. El resultado reemplaza la imagen de Richter por el de una figura ficticia, logrando mutar lo real y lo ficcional con géneros tan cautivantes como el drama, el suspenso y el romance. No se trata por lo tanto de un biopic que busca ilustrar a una persona que se refugia en la creatividad para aliviar el sufrimiento, sino más bien, de una película que se aleja de las convenciones genéricas para subrayar el arte como la verdad de las cosas, estableciendo un símil novedoso entre la ficción y los hechos.
La carrera de Richter aparenta ser la fuente de inspiración de Nunca apartes la mirada, la película del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck que explora las vicisitudes de un pintor a lo largo de la historia alemana posguerra, a pesar de que en ningún instante, ni siquiera en los créditos, se vincula la película a su nombre. Imagino que solo aquellos que conozcan los aspectos más traumáticos de la biografía de Richter entenderán la críptica analogía. Tengo entendido que antes de realizarla, Donnersmarck investigó incisivamente los trabajos de Richter hasta encontrar coincidencias y rastros autorreferenciales en sus famosos retratos fotorrealistas, además de entrevistarlo durante semanas para obtener la información necesaria para escribir el guion. El resultado reemplaza la imagen de Richter por el de una figura ficticia, logrando mutar lo real y lo ficcional con géneros tan cautivantes como el drama, el suspenso y el romance. No se trata por lo tanto de un biopic que busca ilustrar a una persona que se refugia en la creatividad para aliviar el sufrimiento, sino más bien, de una película que se aleja de las convenciones genéricas para subrayar el arte como la verdad de las cosas, estableciendo un símil novedoso entre la ficción y los hechos.
Saskia Rosendahl como la tía Elisabeth. Fotograma de Sony Picture Classics. |
Comienza como un drama de mayoría de edad, mostrando al protagonista, Kurt Barnet (Cai Cohrs), como un niño en los tiempos de la Alemania Nazi, donde disfruta la ingenuidad de sus días en Dresde junto a su tía Elisabeth (Saskia Rosendahl), una mujer bella y excéntrica. Con ella visita una exposición itinerante del “arte degenerado” de lienzos de grandes pintores. Ella le enseña que el arte es un manantial de liberación, incluso en los instantes más difíciles, que ayuda curar la amargura. Kurt también es obligado a unirse a las juventudes hitlerianas. Un día, el pequeño Kurt encuentra a la tía Elisabeth desnuda tocando el piano, como si estuviese hipnotizada por la euforia. Luego de golpearse la cabeza con un plato de vidrio, su familia la interna en un sanatorio porque aparentemente pierde la cordura. A partir de la dramática despedida, ella le dice a Kurt que "nunca mire hacia otro lado" porque "todo lo que es verdadero tiene belleza". Tiempo después, Elisabeth es esterilizada por los nazis cuando se sospecha que es esquizofrénica. El cirujano a cargo del programa de esterilización es el macabro Carl Seeband (Sebastian Koch), un profesor de ginecología y oficial de alto rango del cuerpo médico de las SS que ordena de inmediato la muerte de un centenar de mujeres en una cámara de gas.
Cai Cohrs como el pequeño Kurt. Fotograma de Sony Picture Classics. |
Con el transcurso de los años, Kurt (Tom Schilling) trata de olvidar los sucesos trágicos de la beligerancia instalándose en una escuela de pintura en Dresde en Alemania Oriental, donde estudia pintura bajo las condiciones totalitarias del realismo socialista, condenado a perpetuidad a pintar murales gigantescos que reflejan los conceptos ideológicos de la clase obrera, sin posibilidad alguna de expresar lo que verdaderamente siente en el lienzo. Allí es admirado por su profesor y por otros alumnos. Su crónica da un giro cuando se enamora de una estudiante de diseño de moda llamada Elisabeth (Paula Beer), la cual comparte cierto parecido con su tía fenecida. Ambos mantienen un noviazgo sin que la adinerada familia de Elisabeth lo sepa. Sin embargo, la tragedia vuelve a ocupar un trozo de su trayectoria, primero, al atestiguar el chocante suicidio de su padre y, segundo, al desconocer que Carl Seeband es el padre de Elisabeth, quien luego de haber ayudado a un oficial ruso durante la conflagración, borró los registros de sus crímenes contra la humanidad y ahora vive de una riqueza considerable, además de que no aprueba la relación que tiene con Elisabeth por considerarlo inferior y está empeñado en destruirla.
Tom Schilling como Kurt y Paula Beer como Elisabeth. Imagen de Sony Pictures Classics. |
Para tener una duración de tres horas, Donnersmarck consigue cohesionar el relato notablemente sin que la narrativa pierda ritmo en ningún momento en el núcleo de su estructura. No hay ni una escena que no me parezca interesante cuando abarca varias décadas de la historia política alemana desde el período posguerra. En la primera mitad adquiere los semblantes de un thriller romántico cuando el protagonista honesto y reservado goza de un idilio apasionado con la chica que ama mientras secretamente es manipulado por el suegro nazi que, recurriendo al engaño y la hipocresía, anhela preservar el estatus social y la reputación de la familia impidiendo que nazca el hijo de la pareja (es posible que fuera de campo le practicara un aborto a Elisabeth causándole graves daños físicos en el útero). Se vuelve un poco agridulce cuando los personajes escapan hacia Alemania Occidental y luchan para concebir hijos cuando se casan.
En cambio, en la segunda mitad se convierte en una ilustración dramática y subjetivista de la crisis creativa de un artista que batalla por hallar su propia voz, particularmente en las escenas en que Kurt estudia en la prestigiosa Academia de Arte de Düsseldorf donde todos los estudiantes abordan el arte vanguardista con cierta libertad y sus experiencias íntimas le impiden descubrir un método más allá del medio de la pintura figurativa, incluyendo, dicho sea de paso, la condición socioeconómica que lo sujeta a la miseria, pues gracias a Seeband obtiene un empleo como conserje mientras Elisabeth trabaja cosiendo en una fábrica textil.
Sebastian Koch como Carl Seeband. Fotograma de Sony Pictures Classics. |
La metáfora concibe una lectura valiosísima que esboza el poder curativo que posee el arte para sanar las heridas del pasado del artista y, a la vez, revelar los misterios que oculta la realidad. Lo observo en las en que Kurt, desconociendo el historial criminal de Seeband, mira una artículo periodístico sobre la captura de un doctor nazi que fue jefe de Seeband durante la guerra y, como si estuviera iluminado por una idea brillante, empieza a reproducirlo en los cuadros junto a fotografías personales en blanco y negro (las de su tía), proyectándolas en el lienzo antes de trazar las líneas del dibujo, pintándolas con colores grisáceos que simbolizan la melancolía y más adelante añadiendo un misterioso desenfoque que crea un toque espectral. Al hacerlo, vence sus inseguridades como artista e inconscientemente aplasta la inmoralidad del fugitivo Seeband cuando este ve un collage superpuesto de la tía de Kurt, su antiguo superior y él mismo como un intento revelatorio de venganza, lo que lo lleva a huir aterrado pensando que el yerno descubrió su secreto.
La extraña ironía es que algunos episodios de la historia de Richter fueron mucho más dolorosos que los de Kurt. A pesar de todo el dolor sufrido, supo equilibrar su voluntad para imprimir en sus primeros lienzos el amargo sabor de la desilusión, ocultando constantemente las referencias a sus experiencias individuales y transformando la desgracia interna en una creación avant-garde. Y esa es la misma narración que bosqueja la película. Por esa razón, Donnersmarck utiliza parte de sus capítulos biográficos, digamos, para elaborar una alegoría del potencial del arte para reflejar la verdad de las sensibilidades humanas más recónditas.
Tom Schilling como Kurt. Foto de Sony Pictures Classics. |
La película del realizador de La vida de los otros marca su regreso al cine alemán con un riguroso homenaje a uno de los artistas plásticos más sobresalientes de las últimas décadas. Quizá se toma ciertas licencias a la hora de establecer los trazos limítrofes del currículo de Richter. Pero nada se sale de lugar cuando dibuja la delgada simbiosis entre el mito y la realidad. La puesta en escena está ejecutada con una estupenda banda sonora de Max Richter y con un elegantísimo estilo visual que encuadra la época con una autenticidad inquebrantable y una colorización que resalta, con un tono azulado, la introspección de ese protagonista que nunca aparta la mirada de sus cuadros. Tiene actuaciones conmovedoras de Tom Schilling, Paula Beer y Sebastian Koch. Y me cautiva en la parte que recrea el famoso retrato de Ema (Desnuda en una escalera), de Richter, en una especie de parábola minuciosa sobre el significado de la maternidad. Es un ejercicio portentoso y absorbente sobre las reminiscencias, las confidencias familiares y la preponderancia reformadora del arte. Le hace justicia a la efigie de Richter con unos artificios que, a veces, lucen reales. Después de todo, supongo, siempre hay algo de verdad detrás de cada ficción.
Título original: Never Look Away (Werk ohne Autor)
Año: 2018
Duración: 3 hr 09 min
País: Alemania
Director: Florian Henckel von Donnersmarck
Guion: Florian Henckel von Donnersmarck
Música: Max Richter
Fotografía: Caleb Deschanel
Montaje: Patricia Rommel
Reparto: Sebastian Koch, Tom Schilling, Paula Beer, Lars Eidinger, Rainer Bock
Calificación: 7/10
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