Orlando, la segunda película como directora de Sally Potter, me parece un drama de época con intenciones nobles sobre identidad de género y el largo recorrido de la libertad femenina, pero a su cuento fantástico le falta gracia y algo de vigor. Es tan seca como un lienzo del barroco pintado alla prima. Se basa en la novela homónima de Virginia Woolf, la cual no he tenido la oportunidad de leer y, después de ver esta película, tampoco creo que lo haga. Comienza en la época isabelina poco antes de la muerte de la reina Isabel I, y me relata la historia de Orlando, un joven de apariencia andrógina que por su íntima relación con la monarca recibe una herencia nobiliaria de por vida y goza de las riquezas de sus estatus social, mientras de paso observa tranquilamente los prejuicios de los hombres conservadores que transitan por el castillo y se interesa por el arte, el amor, el sexo y la poesía. La presenta en episodios. La estructura narrativa, consciente de los artificios de su anacronismo, describe las inquietudes de Orlando a través de cientos de años, desde el barroco hasta la contemporaneidad del siglo XX, cuando muere una y otra vez manteniendo su juventud eterna heredada por Isabel I para responder a un comentario sobre las trampas de la identidad sexual y el rol de la mujer comúnmente establecido en una sociedad heteropatriarcal desde tiempos ancestrales. El personaje engaña a todos como hombre para disfrutar de los privilegios y de una libertad efímera que, por la hipocresía de la era, de lo contrario no pudiera tener si fuera mujer. La escena simbólica en la que el personaje abandona su ropa de hombre y asume la identidad de una mujer desnuda frente al espejo resume dicha parábola: ella atraviesa una crisis masculina que la hace pensar en el género como una transformación para autoaceptarse, pero es una búsqueda personal que le toma cientos de años. Swinton interpreta a Orlando a la medida, transmitiendo su ambigüedad con la gestualidad delicada, la voz suave y el rostro inexpresivo. Pero creo que a veces es demasiado unidimensional y blanda. Los verdaderos protagonistas son, a mi parecer, la ampulosa dirección de arte que conquista mis ojos con los decorados y, también, el diseño de vestuario magistral de Sandy Powell que viste a todos acorde a distintos períodos históricos. El resto es olvidable, desapasionado, demasiado tibio para mi gusto.
- Por Yasser Medina
- En abril 29, 2021
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- Por Yasser Medina
- En abril 28, 2021
- Sin comentario
Me siento durante casi tres horas a ver New York, New York y no hay una sola escena que no me parezca entretenida. Su clasicismo me enamora. Como melodrama tiene una puesta en escena estilizada que, no solo le sirve a Scorsese para montar un bonito homenaje a la ciudad que nunca duerme y a los musicales clásicos de Hollywood, sino también para ilustrar un cuento trágico de amor, pasión, éxito y jazz, con dos actuaciones estupendas de Robert De Niro y Liza Minnelli que en varias ocasiones me sacan más de una sonrisa. La historia sigue a Jimmy Doyle, un saxofonista de jazz y veterano de guerra que inicia una relación amorosa con la cantante Francine Evans. La trama desarrolla el romance de la pareja a lo largo de varios años, mientras andan de gira musical por el país para alcanzar la gloria y viven momentos de desequilibrio emocional que se manifiestan seguidamente por la personalidad volátil e impulsiva de Jimmy. Lo que más me cautiva, supongo, es la facilidad con la que De Niro transforma la psicología de Jimmy para exteriorizar su ímpetu, su mitomanía y el egoísmo que le roba la sensibilidad, además de la destreza que muestra para tocar el saxofón, en una actuación creíble que de alguna manera lo vuelve impredecible con los diálogos improvisados y la expresividad exagerada. En la contraparte, Minnelli me emociona cuando interpreta a esa cantante tímida que sacrifica su carrera por el saxofonista de comportamiento impulsivo, sacándole provecho a sus habilidades para el baile y el canto, alcanzando su punto fuerte en la secuencia de "Happy Endings". El ejercicio de estilo de Scorsese, consciente en todo momento de la artificiosidad con los decorados, encuadra a los personajes empleando una serie de mecanismos formales que ayudan a magnificar su psicología interna, como el uso constante del encuadre móvil, el típico color rojo que anuncia el peligro y la frustración, el verde esperanzador y, sobre todo, la música diegética que sale de los músicos de jazz para describir sentimientos intrínsecos como la culpa, el júbilo y el dolor. Las líricas de las canciones también describen ciertas sensaciones, pero de todas particularmente me atrapa la melodiosa e icónica "New York, New York". En su estreno fue uno de los fracasos comerciales de Scorsese luego de su obra maestra, Taxi Driver, lo que hizo que cayera en la depresión y en las drogas. De su catálogo, digamos, es una de las películas menores e injustamente olvidadas, pero no por ello deja de parecerme algo más que estimable. Posee un ritmo estupendo que avanza como el soplo de un trompetista en un cabaret de Harlem.
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- Por Yasser Medina
- En abril 27, 2021
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La última película de Chadwick Boseman como actor edifica un entretenido homenaje a la era del jazz y a la figura de Ma Rainey, conocida como "La madre del blues".
No me considero un seguidor del blues, pero en una de mis visitas a los supermercados de conocimiento de la internet tuve un rato ameno leyendo sobre la figura de Ma Rainey. No la conocía para nada. Rainey fue una de las máximas exponentes del blues durante los furiosos años 20. Era conocida como ‘La madre del blues’ por la manera tan peculiar en que revolucionaba los estándares del género con un tipo de blues urbano que era acompañado por piano y una orquesta de jazz. Como cantante afroamericana conquistó a miles de personas con su voz y se hizo muy famosa en una época en la que el racismo y la segregación todavía estaban vigentes en varios sectores de la sociedad norteamericana. Grabó un centenar de grabaciones durante su trayectoria, pero quizá sus discos más populares son "Moonshine Blues", "Bo-Weevil Blues" y "Black Bottom". Hizo varias giras hasta 1935, año en el que se retiró definitivamente. Su vida fue dramatizada en una obra de teatro de August Wilson que es, a la vez, la raíz de Ma Rainey’s Black Bottom, la primera película biográfica sobre ella que, afortunadamente, he tenido la dicha de ver.
La película, estrenada hace unos meses en la plataforma de streaming de Netflix, no supone para mí nada fuera de lo ordinario, pero me resulta entretenida por los diálogos, la teatralidad de la puesta en escena y unas actuaciones estupendas de Viola Davis y el fenecido Chadwick Boseman que consiguen sacarme emociones en algunos instantes. La dirige George C. Wolfe, director cuyo cine desconozco pero me cuentan que tiene una sólida trayectoria como dramaturgo en Broadway y que sus dos películas anteriores son más que olvidables. Quiero pensar lo contrario luego de ver esta. Como drama no solo ilustra un fragmento biográfico de la corta carrera de Ma Rainey y un homenaje a la era del jazz, sino que, además, utiliza su imagen para dialogar a puertas cerradas con tópicos relevantes sobre el racismo, las injusticias y la segregación en suelo estadounidense, concebidos con cierta sobriedad a través de los coloquios de los personajes cuando rememoran sus tragedias personales en la sala de grabación de una casa disquera.
Luego de una breve secuencia que encuadra los inicios de la protagonista como cantante en el sur profundo frente a campesinos afroamericanos, la trama se sitúa en el año 1927, donde Ma Rainey (Viola Davis) goza de una reputación significativa como cantante afroamericana de blues y después de un tiempo es contratada, junto a su grupo de músicos de la Georgia Jazz Band, por un productor blanco llamado Mel Sturdyvant (Jonny Coyne). Todos ellos, exceptuando a Ma, llegan a una sesión de grabación programada por Irvin (Jeremy Shamos) para un ensayo previo antes de iniciar. El conjunto inicialmente lo conforman Toledo (Glynn Turman), Cutler (Colman Domingo) y Slow Drag (Michael Potts), además de Levee Green (Chadwick Boseman), un trompetista cínico y algo crédulo que tiene grandes ambiciones como músico de jazz y desea dejar la banda para escribir canciones con un toque más contemporáneo y firmar un contrato discográfico que lo independice. Mientras todos ellos esperan la llegada de la matrona para comenzar, surgen discusiones acaloradas que reflejan algunos de los problemas intrínsecos de cada uno provocados por la desigualdad de una nación que constantemente los oprime.
Aunque algunos de los personajes se mantienen en la superficie, me veo cautivado por la presencia de Levee Green y Ma Rainey. Tienen textura psicológica. Green es presentado como un hombre versátil y extrovertido que detrás de la sonrisa carga consigo las heridas de un pasado traumático, ocasionado cuando su padre abandonó a la familia y poco después su madre fue violada por unos hombres blancos y, él, con tan solo ocho años, intentó salvarla sosteniendo un cuchillo para cortar a los agresores (de ahí su obsesión por la navaja), algo que terminó endureciendo su carácter rebelde e hizo que renunciara al hobby de la fe; aunque esos hechos fatídicos no resquebraja sus deseos de triunfar en el mundo del jazz como trompetista en solitario. Los zapatos amarillos que adornan sus pies simbolizan su voluntad e idealismo. Es, por así decirlo, el lobo que logra domar a la manada con su carisma. Rainey, en cambio, es una mujer intransigente, sincera, confiada de su talento, poniéndose celosa al observar de lejos el coqueteo de su amante lesbiana que revela sus preferencias sexuales, que disfruta desafiar a la supuesta autoridad blanca para desenmascarar sus prejuicios, siempre asumiendo un rol casi maternofilial con los miembros de su banda, consciente de que presta su servicio a gente a la que le importa muy poco y solo exprimen su talento para enriquecerse cuando roban su voz para guardarla en una caja de radio. Durante las prolongadas sesiones de grabación asume un liderazgo que la coloca a la altura de sus exigencias, en los que literalmente esclaviza a los productores blancos y discute con los miembros de la banda al intentar colocar a su sobrino tartamudo para introducir la canción.
No hay ningún tipo de fisura en la actuación de Davis como la diva del blues de aspecto sudoroso y mirada depresiva. Solo dura unos 26 minutos en escena. De una forma natural y muy auténtica se disfraza de Ma Rainey empleando en ocasiones su habilidad para el canto (específicamente cuando canta "These Dogs of Mine"; el resto de las canciones son dobladas por la voz de Maxayn Lewis), el cambio físico que refleja con la gordura, el maquillaje que adorna el rostro melancólico del personaje, el marcado acento sureño que modifica su manera de hablar, además de los vestidos de raso típico de los años 20, su caminata tambaleante y los dientes de oro que iluminan su sonrisa. Su actuación me parece muy pintoresca, aunque no creo que se trate de su mejor. La interpreta como una cantante terca, fuerte y apasionada que no tolera las órdenes de los oportunistas de tez blanca que solo utilizan su voz para ganar dinero. La escena en la que ella se niega a comenzar la grabación y ordena que le compren una Coca-Cola bien fría para empezar a cantar tiene un fondo casi antológico sobre la discriminación a la que se enfrenta: ella manda a sus subordinados a comprarlas con su efectivo y se niega a aceptar el dinero de Irvin para mantener su dignidad en lo alto.

Destaco también la actuación notable de Boseman como el trompetista confiado que ansía ser el nuevo Louis Armstrong. Noto claramente la delgadez que anunciaba su final. Boseman dejó este mundo cuando la película se encontraba en posproducción, por lo que se trata de su última actuación como actor. No sé si se trate de su interpretación capital, lo encuentro más orgánico en Marshall, pero a decir verdad me conmueve con esa gestualidad extravagante que evoca el júbilo, el atrevimiento y las frustraciones internas de su personaje. Trabaja muy bien el acento, y los diálogos que recita tienen sobriedad. Su expresividad es bastante creíble. Interpreta a un sujeto astuto con aspiraciones que, sin darse cuenta, se convierte en prisionero de la ingenuidad y de la traición que provoca resentimiento, acorralado en un callejón moral de la incertidumbre. La escena de mayor alcance dramático, quizás, es en la que agarra su cuchillo y habla lleno de rabia e indignación con un dios que le da la espalda. Y me parece hasta irónica la escena en que a través de Leeve presagia su propia muerte en la vida real cuando intenta abrir una puerta mientras dice: “La vida no es ni mierda. La pones en una bolsa de papel y te la llevas. No tiene agallas. Pero ¿la muerte? La muerte sí tiene estilo. Te da una paliza y te hace desear no haber nacido. Así de mala es.” Al final, cuando la abre, se ve rodeado de cuatro paredes y de un cielo inalcanzable.
Como en la mayoría de esas películas que tienen sus raíces en el teatro, la narrativa de Wolfe desarrolla la acción casi siempre en las locaciones interiores, por lo que pocas veces los personajes salen de ahí y siempre sostienen largas conversaciones. Los tres actos transcurren como una teatralidad filmada. El espacio, construido con una reproducción muy fidedigna del período, es representado casi como una cárcel claustrofóbica, en la que el escenario refleja la angustia y los sentimientos internos más genuinos, y la dinámica comunitaria del afroamericano (metaforizado por la agrupación musical dentro del cuarto sórdido) se ve amenazada por la falta de oportunidades que sucede fuera de campo. Los diálogos revelan discretamente, por medio del relato no iconógeno, fragmentos agridulces que sacan a la luz las contrariedades a las que ellos se han enfrentado para ganarse la vida decentemente como músicos, como el racismo sistemático de la industria de la música que rechaza la capacidad innata de los afroamericanos, la impunidad de los que venden su alma al diablo a cambio de riquezas, la violencia que lacera la decencia, la ambición que arruina carreras con un fatalismo inesperado, el engaño que se aprovecha del talento ajeno. De ese modo, la película me obliga a imaginar los relatos lóbregos que describen en ciertos pasajes.
No sé si pueda incluirme en esa oleada de gente que dice que esta película es una cosa excelente, ni mucho menos entre los que la incluyen en el catálogo de los mejores estrenos de 2020, pero reconozco que logra agradarme con su ilustración exótica de los músicos de blues de los años 20 y el dueto fascinante de Davis y de Boseman. Su diseño de producción, en el que abundan los decorados y el vestuario exótico, es bastante auténtico. Y mantiene un equilibrio entre la tragedia y la alegría sin perder en ningún instante el registro de eso que llaman sutileza. Es, en mi opinión, una buena película. Ni más ni menos.
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Título original: Ma Rainey's Black Bottom
Año: 2020
Duración: 1 hr 36 min
País: Estados Unidos
Director: George C. Wolfe
Guión: Ruben Santiago-Hudson
Música: Branford Marsalis
Fotografía: Tobias A. Schliessler
Reparto: Viola Davis, Chadwick Boseman, Glynn Turman,
Calificación: 7/10
Tráiler de la película
- Por Yasser Medina
- En abril 24, 2021
- Sin comentario
No sé de dónde es que Pete Docter saca las ideas para sus películas animadas de Pixar, imagino que, de su interés temprano por la filosofía, pero a decir verdad me parecen ingeniosas, tal y como lo ha demostrado en Monsters, Inc., Intensamente y la fascinante Up. Al combo sumo su más reciente producción, Soul, una película animada que me contagia cuando aborda con sensibilidad y gracia un concepto bastante ingenioso que celebra el valor de la vida humana, a través de un personaje peculiar que me hace pasar un rato placentero cuando me presenta su aventura. El protagonista es Joe Gardner, un pianista y profesor de música afroamericano que tiene una vida rutinaria que lo deja insatisfecho consigo mismo, lamentando en todo momento la imposibilidad de conquistar sus sueños de tener una carrera músico jazzista. La trama detona un acontecimiento que cambia la vida de Joe cuando cae por una alcantarilla neoyorquina y llega hacia el más allá, un mundo espiritual en el que adquiere la forma inmaterial de su propia alma y se propone volver a su cuerpo para cumplir el sueño pendiente. El concepto no solo le sirve a Docter para dibujar, literalmente, a un personaje de tres dimensiones que descubre la fuerza de la autoaceptación y aprende a valorar lo que tiene para ser una mejor versión de sí mismo, sino también para dialogar filosóficamente sobre temas metafísicos relacionados a la vida, la muerte, la reencarnación y el propósito de la existencia humana en un mundo donde la falta de oportunidades está a la vuelta de la esquina, así como un homenaje discreto a la cultura del jazz. Su mirada intimista se construye por medio de personajes agradables, situaciones inesperadas que logran sorprenderme y un mundo astral poblado de almas azuladas y etéreas y terrenos fantásticos que por un instante me hacen creer en el más allá, además de que aprovecha esa música empática de Trent Reznor y Atticus Ross para magnificar los sentimientos intrínsecos y las inquietudes de los protagonistas. El diseño de los personajes se aleja diametralmente de la tipificación del afroamericano en las caricaturas norteamericanas. El trabajo de voces de Jamie Foxx y Tina Fey le añade una capa de autenticidad a las cosas que dicen con esos diálogos que tienen vocación por la sutileza. No sé si se trate de una de las mejores del catálogo de Pixar, pero su visión es original y muy emotiva.
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- Por Yasser Medina
- En abril 23, 2021
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Como tenía dos años sin estudiar el cine de Bergman, regreso a este algo entusiasmado para ver Puerto, una película temprana del director que refleja las preocupaciones estéticas que más adelante le darían forma a su estilo. Pero mi entusiasmo dura poco. Su narrativa luce apresurada desarrollando su melodrama de amor, familia disfuncional y traumas psicológicos. Como algunos de los melodramas de esa etapa de su carrera, relata la historia de amor entre un hombre y una mujer, mientras de paso surgen los conflictos intrínsecos que amenazan con destruir la unión. El protagonista es Gösta, un marinero de unos 29 años que trabaja como estibador en el muelle del puerto de Göteborg y que, un día inesperado, rescata a Berit, una joven de clase trabajadora que intenta suicidarse lanzándose al mar. La trama presenta el romance de una manera convencional, acomodaticia, sin muchas sorpresas, pero luego le da un giro que me permite comprender la dura existencia de los protagonistas, sobre todo Berit cuando revela el producto de su desilusión, ocasionada en cierta medida por los problemas familiares que tiene con su madre, los romances de una noche que tiene con los colaboradores de la fábrica, los días en que estaba encarcelada en un reformatorio para mujeres, el vínculo fracturado que tiene con su amiga Gertrud y hasta la revelación de un aborto. La actuación de Bengt Eklund me resulta un poco blanda como Gösta, pero encuentro bien creíble la de Nine-Christine Jönsson cuando evoca la melancolía y la histeria de Berit valiéndose del rostro y de la mirada. Ella representa las inquietudes de las mujeres bergmanianas: solitaria, desesperada, angustiada, insegura, deseosa de una libertad efímera que la ayude a olvidar el pasado. Bergman captura el paisaje industrializado y portuario por el que caminan esos personajes para metaforizar, primero, la condición social de la juventud sueca de clase obrera en el período posguerra, y, además, el quiebre psicológico de una muchacha afectada por la tragedia. Lo consigue con algunos dispositivos formales que le permiten ampliar el espectro de dudas de los personajes, como el empleo constante del encuadre móvil, la iluminación expresionista, una prolongada escena retrospectiva y el uso de la cuarta pared en la que el director comunica su propia crisis existencial a través de los personajes. Las ideas están presentes, pero se ausenta la sobriedad y la sutileza. A veces el tono es un poco hierático. Cuanto mucho, es un drama romántico tibio del director sueco.
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- Por Yasser Medina
- En abril 22, 2021
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No sé si puedo decir que En legítima defensa es una de las películas más fascinantes de Henri-Georges Clouzot, sobre todo porque no considero que se encuentre a la altura de algunas de sus obras capitales como El salario del miedo, Las diabólicas y La verdad, pero sin lugar a dudas me parece una cinta policial estimable y redonda que esclarece, en algunos instantes, su maestría para la intriga detrás de cámara. Fue la tercera en su carrera en solitario como director, rodada luego de los cuatro años de prohibición que le otorgó el gobierno francés debido a la polémica de El cuervo. Adaptada de la novela de Stanislas-André Steeman, se presenta como un drama criminal con una buena cuota de suspenso policial. Relata la historia de una pareja que se ve involucrada en un caso de asesinato y son perseguidos de día y de noche por un implacable detective que impone sobre sus cabezas el peso de la sospecha. La esposa es una cantante atrevida y algo promiscua. El esposo es un pianista de aspecto apacible e inseguro que a veces refleja unos celos que le nublan el juicio. La trama me mantiene enganchado en todo momento con las situaciones que se le presentan a la pareja. Clouzot configura el whodunit con ingenio, tomando prestados elementos esenciales del cine negro policial, revelando sorpresas con los diálogos y el amplio catálogo de personajes sospechosos, manteniendo la puesta en escena bajo un suspense que se evidencia cuando el policía investiga el crimen a fondo sin dejar cabos sueltos y atormenta a la pareja con preguntas. Son personajes a los que encuadra ingeniosamente empleando la elipsis que anuncia los pecados, el encuadre móvil, el plano subjetivo, el sobreencuadre, el uso del relato no iconógeno, la música diegética producida por los músicos que amplían el espectro de tensión y de culpa. Del reparto me parece muy creíble la actuación de Suzy Delair como la mujer fatal que intenta ser cantante y seductora, así como la de Bernard Blier como el marido celoso que persigue a su esposa. Pero el que se roba las escenas Louis Jouvet, quien luce bastante sólido como el inspector cínico y perspicaz que huele el homicidio y emplea sus dotes de deducción para resolver el caso a como dé lugar. Todos ellos construyen un discurso afilado sobre las diferencias de clases sociales en la sociedad francesa. Es una película intrigante sobre celos, sospechas y trampas policiales. No esperaba menos de Clouzot.
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- Por Yasser Medina
- En abril 20, 2021
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Compenso mi jornada diaria de cine viendo Hotel Coppelia, película dominicana que han vendido en ciertos medios de comunicación como una joya universal del cine dominicano y, sobre todo, de José María Cabral. Desconozco si se trata de publicidad pagada. Porque a decir verdad me parece haber visto otra película. Es un drama inane y algo previsible, con un aroma a telefilme de porno blando que me arrebata una hora y cuarenta minutos de mi existencia con su cuento anodino de resistencia, sacrificios y valentía femenina, poblado de unos personajes tan vacíos como una taza de café a las ocho de la mañana. Se ambienta en la revolución de 1965 y me relata la historia de unas prostitutas que trabajan en un burdel frente al mar Caribe administrado por una matrona llamada Judith. Gran parte de la acción se desenvuelve en los interiores del prostíbulo, donde ellas se enfrentan a una tragedia que poco a poco las transforma. La trama muestra la cotidianidad de esos personajes abusando de una exposición defectuosa que mantiene los diálogos y las acciones de los personajes en la superficie para exteriorizar preocupaciones sexuales, traumas personales y dilemas morales que, a fin de cuentas, se desarrollan a medias. Son personajes trazados sin fuerza, sin textura. Y me temo que no hay nada emocionante o sorpresivo en las escenas en que reciben a la clientela dominicana adicta al sexo en el hotel claustrofóbico, a los revolucionarios que se apoderan de las instalaciones para dar inicio al negocio de la guerra civil y las causas revolucionarias, a los soldados estadounidenses que toman rehenes para que la gente sepa que son los villanos del asunto. La lucha que ocurre fuera de campo me tiene sin cuidado. Su discurso sobre le heroísmo de unas mujeres anónimas pierde coherencia cuando entra en juego el maniqueísmo burdo y el revoltijo histórico que intenta abordar diversos tópicos políticos al mismo tiempo. El ritmo es inconsistente. Y la música empática tiene efectos dormitivos. Solo encuentro un poco de autenticidad, primero, en la actuación secundaria de Ruth Emeterio como la dura Tina Bazuca y, sobre todo, en el papel central de Lumy Lizardo como la madame que constantemente mira el reloj para olvidar los tiempos trágicos en que fue abusada. No sé si pueda decir lo mismo de Nashla Bogaert, cuya interpretación como Gloria me resulta olvidable y artificiosa. Podría extenderme escribiendo un listín sobre el estilo visual de Cabral y otros detalles que observo en la puesta en escena, pero no creo que pierda mi tiempo. Es un filme aburrido que nunca escapa de los terrenos convencionales del melodrama sensiblero.
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- Por Yasser Medina
- En abril 19, 2021
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Aunque no tenía muchas expectativas, reconozco que me llevo una sorpresa agradable al ver Wolfwalkers: Espíritu del lobo, una película animada de fantasía y aventura que, de una manera espléndida y alegórica, ilustra tópicos muy actuales sobre la independencia femenina y el valor de los vínculos familiares, dibujada con una historia entretenida y personajes entrañables que me hacen pasar un rato agradable con sus ocurrencias. Se trata de la tercera y última entrega de la 'trilogía del folclore irlandés' iniciada por el cineasta e ilustrador irlandés Tomm Moore, luego de El secreto de Kells y La canción del mar. La codirige también el debutante Ross Stewart. Se ambienta en Irlanda en 1650 y me relata un fragmento de la existencia de Robyn Goodfellowe, una joven inglesa que viaja hasta un pueblo remoto al lado de su padre para cazar, por orden de un señor feudal megalómano, una manada de lobeznos que atemoriza la villa. La trama la presenta como una niña que descubre la fuerza de la amistad y la naturaleza mitológica que rodea a la aldea al rescatar y hacerse amiga de Mebh, una niña salvaje y de espíritu libre que pertenece a los "Wolfwalkers", una tribu de gente que vive en el bosque y puede transformarse en lobo una vez que se duerme. Como protagonista es una heroína idealista y muy amistosa que cuestiona el orden patriarcal ortodoxo y anhela liberarse de los roles establecidos en la comunidad para las mujeres. En la travesía encuentro sorpresas, situaciones divertidas y personajes secundarios ingeniosos. El estilo visual es colorido y tiene una predisposición hacia el paisaje fabulesco en cada escenario, empleando mucho el color rojo para resaltar la ira de los villanos y el color amarillo para simbolizar el optimismo que une a las protagonistas. También es muy eficaz el uso del plano subjetivo para enunciar el estado de despersonalización de la protagonista una vez que su alma sale del cuerpo y adquiere la forma de un lobo. La música empática conquista mis odios, particularmente con la melodiosa canción 'Running With The Wolves', de Aurora. El concepto me parece original. Y el trabajo de doblaje de Honor Kneafsey, Eva Whittaker y Sean Bean desprende autenticidad. No sé si el dibujo sea completamente de mi agrado, a veces luce muy cubista con ese estilo tradicional de Cartoon Saloon, pero no deja de parecerme una película fantástica. Su gracia me contagia durante una hora y media de magia y folclore medieval.
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- Por Yasser Medina
- En abril 17, 2021
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No sé si se puede decir con exactitud que A través del pacífico es una película disfrutable de John Huston, porque a mi parecer es un poco regular y predecible con su aventura de espionaje estelarizada por Humphrey Bogart. Fue la tercera de Huston en la silla de director, aunque desafortunadamente no pudo terminar el rodaje porque se fue a la guerra a filmar documentales, por lo que la Warner Bros. lo reemplazó con Vincent Sherman en la etapa final. Sherman se encargó de las secuencias finales de acción. Y se nota claramente el cambio de tono. Narra la historia de Rick Leland, un hombre que, tras un juicio militar, es dado de baja por el ejército y cae en desgracia, decidiendo abandonar el país en busca de una redención que le garantice una vida mejor. Gran parte de la trama se desarrolla en los interiores del carguero japonés Genoa Maru, donde Leland entabla un romance con la bella Alberta Marlow y hace negocios con el Dr. Lorenz, un siniestro señor que tiene conexiones con los japoneses y anda tras secretos militares. La manera en que Huston presenta la acción es un poco blanda y convencional, con la narrativa rutinaria de espías repleta de diálogos redundantes, y donde lógicamente el héroe hace de detective para descubrir a tiempo las intenciones del villano de apellido alemán que intenta robar información clasificada para ejecutar, junto a los japoneses, un ataque sorpresa en suelo norteamericano. No muchas hay sorpresas, como lo había hecho un año atrás con la fascinante El halcón maltés. Los personajes secundarios de Sydney Greenstreet y de Mary Astor están trazados sin pujanza. Ni siquiera me causa gracia el coqueteo entre Astor y Bogart. Una de las pocas cosas que extraigo, primero, es esa alegoría que presagia el ataque de los japoneses en suelo norteamericano (irónicamente el ataque a Pearl Harbor sucedió durante la filmación y se modificó el guión, trasladando la acción de Pearl Harbor a Panamá). Lo segundo serían las secuencias climáticas en el cine y en la selva con las que Sherman reanima el ritmo de la trama hasta disipar la falta de tensión del inicio. Digamos que como thriller de espías tiene el exotismo típico del cine de aventuras de Huston, acomodado por la presencia siempre magnética de Bogart como el tipo cínico motivado por el deber ambiguo, pero su intriga se ausenta durante gran parte del metraje.
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- Por Yasser Medina
- En abril 16, 2021
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Para olvidarme de los problemas de la vida cotidiana, trato de compensar mi día viendo Tropa de élite 2, buscando algo de acción y tiroteos que me haga pasar el rato. Desafortunadamente, no lo consigo. No hace mucho vi la primera entrega de Tropa de élite a cargo del director brasileño José Padilha. Y si aquella me parecía una cinta policial algo regular, esta secuela me resulta peor. Es una película policiaca que me produce aburrimiento con su trama inane y el amplio collage de personajes planos que solo funciona para formular un alegato sobre la corrupción burocrática en la sociedad brasileña. La presencia de Wagner Moura, por lo menos, sigue tan sólida como el metal de un fusil. La trama presenta a Moura interpretando nuevamente al coronel Nascimento, el jefe de la BOPE en Río de Janeiro que narra con la voz en off los acontecimientos violentos que tienen lugar en las cárceles y en las favelas, en los que se involucra como miembro de la policía especial dando órdenes a los comandos para concretar las misiones más peligrosas; pero su trabajo da un giro cuando algo sale mal y en el trayecto, asumiendo su nuevo rol como agente de inteligencia, descubre una red de corrupción que vincula a funcionarios del gobierno, policías perversos y narcotraficantes. Solo la actuación de Moura como Nascimento me parece creíble cuando transfiere la cuota de inteligencia y expresividad de ese policía tan duro como una piedra que está empeñado en descubrir la verdad para hundir a los corruptos en un mar de balas. Pero él no tiene la culpa de que su personaje y los secundarios que lo rodean atraviesen los terrenos comunes de la narrativa policial, en la que abundan los tiroteos sin sorpresas, los diálogos insustanciales en los que se habla más de lo necesario, las subtramas innecesarias de los villanos acartonados, las acciones rutinarias que no le añaden ninguna capa de desarrollo a los personajes. Su estilo visual me marea cuando Padilha abusa del ralentí y del recurso de la cámara en mano para inyectar una tensión que no siento en ningún momento durante las dos horas que se toma para contarme el asunto de policías y rateros de saco y corbata. Ni siquiera funciona como drama de crimen. Me temo que las fichas están mal colocadas. Es una película insulsa que solo se preocupa por trazar un discurso obvio sobre los límites de la ética política.
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- Por Yasser Medina
- En abril 15, 2021
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El proceso Paradine es una película de Hitchcock de la que extraigo pocas cosas que me resulten cautivantes, aunque tolero la audacia que veo detrás de cámara. Quizá esperaba demasiado. Cuentan que antes y después el rodaje Hitchcock tuvo muchos problemas con David O. Selznick, hasta el punto en que nunca más volvió a colaborar con él. Trivia que me confirma la falta de cohesión y la dejadez argumental. Digamos que como drama judicial de suspenso posee un arranque algo interesante y ciertos valores de producción, pero la ausencia de intriga mancha la trama como la pluma de un juez, durante casi dos horas que no dejan de parecerme previsibles. El protagonista es un abogado inglés llamado Anthony Keane, el cual tiene la tarea de defender a la señora Paradine, una mujer que es acusada de asesinar a su marido, un coronel ciego. Sin embargo, observo que a Keane se le complican las cosas una vez que hace de detective para investigar a los testigos y de paso se enamora perdidamente de su cliente, hasta el punto de creer en su inocencia. En una primera mitad adquiere la estructura típica de un misterio hitchcockniano, en la que el personaje se relaciona con sospechosos que se ocultan entre las sombras y lidia con los celos de su esposa. En la segunda, se toma toda una hora para narrar los acontecimientos a puertas cerradas en los interiores del juicio, donde anticipo de inmediato quiénes son los culpables de la trama de asesinato y adulterio. La revelación me resulta muy ingenua en comparación con los otros films de Hitchcock del período como Sospecha, Sombra de una duda y Recuerda. Aunque aprecio la presencia de Gregory Peck, de Charles Laughton y hasta de Alida Valli, pienso que las actuaciones del reparto carecen de brío, con unos diálogos sosos que los pone a hablar más de lo necesario. Mi interés, al menos, se concentra en lo que hace Hitchcock para encuadrarlos, recurriendo muchas veces a revelar intenciones con el encuadre móvil, el reencuadre, el picado-contrapicado, el plano subjetivo y el primer plano, siempre señalando las miradas que delatan a los personajes bajo la iluminación barroquista. También me agrada ver esos decorados registrados con la marca característica de Selznick en la que todo luce pomposo y elegante hasta en los detalles más simples de la puesta en escena. Lo otro me tiene sin cuidado. Me temo que es uno de los trabajos menores de Hitchcock.
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- Por Yasser Medina
- En abril 13, 2021
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El director y dramaturgo francés, Florian Zeller, adapta al cine su propia obra de teatro sobre un anciano con problemas de demencia.
Me cuentan que antes de empezar el rodaje de El padre, el director y dramaturgo francés, Florian Zeller, quería solamente a Anthony Hopkins para el papel principal. Anteriormente había dirigido a otros actores en el mismo papel en la versión de teatro de su propia obra, Le Père. Su obra se ha estrenado en los escenarios teatrales de más de 45 países, cosechando diversos premios y la aclamación de un público que lo considera ya uno de los dramaturgos más ingeniosos de las últimas décadas. Bien podía utilizar a otros actores de cine con experiencia teatral en su natal Francia. Pero su sueño siempre fue trabajar con el actor galés debido a la admiración que siente hacia su trabajo y su trayectoria. Cerca de 2017, le envió una copia del guión mientras esperaba la respuesta del actor con los dedos cruzados. Dijo además que en caso de que Hopkins no aceptara participar en su película, probablemente la hubiese protagonizado un francés. Él siempre fue su única opción. Sospecho que cuando le respondió con el ‘sí’, celebró a lo grande. El resto es historia. Tras finalizarla, tuvo su estreno en el Festival de Cine de Sundance de 2020, así como en otros festivales internacionales de cine.
El otro día se me presentó la oportunidad de ver esa ópera prima de Zeller como director de cine, adaptada, por supuesto, de su propia pieza teatral. Me parece emotiva, intimista, desgarradora. Y creo que fue una decisión muy acertada que cuente con la presencia de Hopkins. Como drama, no solo permite que Hopkins, en el ocaso de su carrera, entregue una de sus actuaciones más memorables, sino que, además, lo encuadra con una estética ingeniosa para construir un discurso sobre la senectud, la paternidad y los efectos terribles de la demencia senil, alejado diametralmente de los terrenos habituales del sentimentalismo burdo que posee este tipo de relatos, y dispuesto a montar las cosas con una predisposición para las sorpresas inesperadas. Su tono camaleónico y docto, edificado mayormente en una sola locación para ratificar las raíces teatrales del cineasta, otorga a la narración cierta sutileza para capturar, durante una hora y media, el eterno dolor y la confusión de un octogenario que se halla perdido tras las rejas de la remembranza.
La película empieza con la visita de Anne (Olivia Colman) al apartamento de su padre, Anthony (Anthony Hopkins), un viejo de 83 años que tiene signos de demencia y gradualmente le cuesta recordar los acontecimientos relevantes de su vida familiar. La conversación en un principio gira alrededor de las sospechas de Anthony sobre su cuidadora reciente, de quien alega que robó su reloj porque no lo encuentra en ninguna parte de la casa, a pesar de que siempre lo coloca en el mismo lugar todos los días, además de que tiene una extraña necesidad de vivir en estado de aislamiento voluntario, con las cortinas oscureciendo el entorno, únicamente acompañado por los audífonos que le proveen soplos de relajación escuchando música clásica. La razón por la cual Anne le ha asignado una enfermera a Anthony se debe, primero, a que este padece un tipo de demencia que evoluciona a un paso veloz y, sin sospecharlo, lentamente amplía sus dificultades para recordar los eventos importantes de su vida. Y, segundo, porque Anne piensa abandonar a su padre en Londres para irse vivir a París con su nuevo novio y superar la etapa de soltera. Esa acción, levemente, detona el conflicto central.
La trama, que estructura las situaciones como si se tratara de una obra teatral, no solo presenta a Anne como una mujer solidaria y compresiva que sacrifica un pedazo de su existencia para cuidar a su padre a sabiendas de que no es la favorita, sino también los duros episodios provocados por el déficit memorístico de Anthony que se manifiestan, en mayor medida, en las escenas en que poco a poco pierde el sentido del tiempo y del espacio y comienza a tener alucinaciones recurrentes que le impide reconocer los nombres de ciertos familiares y hace que confunda lo que él conoce como realidad, además de los estados de ánimo que lo ponen a divagar entre la jovialidad, la tristeza y la furia. Lo prepara a partir de la secuencia alucinatoria en los pasillos solitarios de la vivienda, donde un día Anthony discute con un hombre desconocido (Mark Gatiss), que afirma ser el ex marido de Anne y, se confunde todavía más cuando Anne regresa del mercado con pollo para cenar y aparece como una mujer de aspecto distinto (Olivia Williams). En otra escena, Anthony se muestra reacio a que lo cuide la nana Laura (Imogen Poots) que ha sido contratada por Anne y que extrañamente le recuerda a su hija favorita, Lucy.
Por otro lado, exterioriza la frustración y la impotencia de Anne como una taza rota cuando se imagina a sí misma asfixiando al padre malagradecido para terminar con su agonía. El problema de Anthony se profundiza aún más con unos cuantos golpes de efecto que lo lleva a discutir con el esposo de Anne, Paul (Rufus Sewell), quien ve al señor como un estorbo en la vida de todos ellos y sugiere que lo internen en una institución para ancianos con demencia. A medida que avanza, todas las escenas se sienten como los pequeños fragmentos de una mente que hace el esfuerzo por recordar una serie de pensamientos heterogéneos sobre su pasado.
Como si estuviera sacada de un guion de Kaufman, la historia expone de una manera casi subjetiva el calvario de un vetusto que lucha para cohesionar unos recuerdos estropeados por la demencia. Lo narra todo desde el interior del protagonista, como si sucediese dentro de su cabeza. El apartamento representa el espacio que se construye en su mente. El giro es que Anthony vivió un tiempo en el domicilio de Anne, pero cree que todavía vive en su apartamento. Por lo tanto, cada uno de las escenas en que Anthony desestabiliza el vínculo que tiene con su hija y la capacidad de asumir un comportamiento adecuado, o discute con individuos desconocidos que le dicen cosas despreciables, o rememora la tragedia de su hija Lucy cuando murió en un accidente automovilístico, pertenecen a fracciones diminutas de su propia memoria, mientras su vida se descompone por fuera en los interiores de un hogar de ancianos (él recuerda todo desde la habitación), donde es cuidado, sorpresivamente, por el enfermero y la enfermera que había confundido previamente con su hija Anne y su marido. Es por esa razón que casi nunca sale del apartamento, y mira por la ventana cuando piensa en sus hijas. Está condenado a la cárcel de la demencia que, aparentemente, toma la forma de su antigua residencia para tranquilizar su incertidumbre y amplificar la negación de la espantosa realidad que lo atormenta.
Para ilustrar esa idea, Zeller emplea varios dispositivos formales que sutilmente dejan sus rastros en la puesta en escena para dibujar el cuadro clínico del protagonista. Usualmente recurre mucho al punto de vista para comunicar la turbación de Anthony cuando camina por la casa solitaria y cofunde la apariencia y los nombres de su gente cercana, así como la preocupación de Anne para responsabilizarse por la salud de su padre. Mantiene la teatralidad, casi siempre, encuadrando a los actores con el plano medio y el plano general, estableciendo una duración adecuada que preserva el ritmo y prolonga los diálogos para enriquecer la pragmática que explica el pasado. Por medio de la elipsis simbólica evoca el paso del tiempo que marca la evolución de la demencia de Anthony. Y su factura ingeniosa de la psicología del color azul, presente en el vestuario de Anne y Anthony y en los interiores de la morada, acentúan el declive emocional de los personajes y cuestiones como el orden, la generosidad, la lejanía y la introversión. Particularmente los tonos claros enuncian el anhelo, la protección y la tranquilidad, como en las escenas en que Anthony viste el pijama.
El factor más notable, quizás, es que encuadra la acción en una sola locación (el apartamento) que modifica constantemente el espacio, por medio de los decorados y el atrezzo (el reloj, los lienzos, los muebles, las paredes, etc.), con el fin de para transmitir, no solo el menoscabo físico y mental de Anthony, sino también el avance de la enfermedad sobre su mente, reflejado con mayor intensidad, primero, en la escena reveladora del clímax en que Anne solloza y se despide de Anthony y, más adelante, cuando Anthony despierta del letargo y se da cuenta de que ha estado fantaseando durante semanas en el cuarto del hospital, afectado por la soledad y la memoria a corto plazo que le arrebata la identidad, mientras llora por los recuerdos que se alejan como las hojas en el viento al lado de la mujer de figura fantasmagórica del inicio, quien resulta ser Catherine, la enfermera que lo ha cuidado todo el tiempo. El plano final de los árboles verdosos rememora la esperanza que no se oscurece, aunque un deterioro cognitivo establezca lo contrario.
No hay ningún tipo de grieta en la actuación de Hopkins como Anthony. Me atrevo a decir que su interpretación como Anthony (que inclusive lleva su nombre) es una de las mejores interpretaciones de su carrera, y no me sorprendería si ganase su segundo Oscar a mejor actor. No hay una escena en la que no me resulte creíble el laberinto de su personaje. De una forma orgánica y muy auténtica transmite el sufrimiento interno de ese señor apático con síntomas de demencia empleando el lenguaje corporal, los largos monólogos y la expresividad mesurada que, bajo el rostro indolente, oculta la dolencia áspera originada por la pérdida de la memoria y la inestabilidad emocional, intercambiando en varias escenas la alegría por la irritabilidad en cuestión de segundos. Lo interpreta como un hombre errático y terco que niega lo inevitable para preservar lo que todavía tiene. Y desarrolla una química muy placentera junto a Olivia Colman, quien interpreta de una manera sobria y contenida a la hija responsable, considerada, sincera y algo indecisa que desea proteger al padre que no le agradece nada de lo que hace por él.
A mí me parece bastante comprensible que la película se destaque por esas actuaciones centrales de Hopkins y Colman. Pero también por lo que Zeller consigue en su puesta en escena, con un montaje rítmico y laberíntico que me pone a pensar en lo que es real y lo que es fabricado por la memoria del protagonista. Su narración se edifica poco a poco, preservando en todo momento la teatralidad de su material adaptado. No creo que se trate de uno de los mejores trabajos del año, pero no me cabe la menor duda de que es un drama que ofrece una mirada inquietante y muy singular sobre las etapas de la demencia.
Título original: The Father
Año: 2020
Duración: 1 hr 36 min
País: Reino Unido
Director: Florian Zeller
Guión: Florian Zeller, Christopher Hampton
Música: Ludovico Einaudi
Fotografía: Ben Smithard
Reparto: Anthony Hopkins, Olivia Colman, Imogen Poots, Rufus Sewell,
Calificación: 7/10
Tráiler de la película
- Por Yasser Medina
- En abril 11, 2021
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Caigo rendido ante los efectos dormitivos de esta película austríaca titulada El vendedor de tabaco, durante casi dos horas en las que no me presenta nada que sea novedoso o decididamente emotivo. La dirige un tal Nikalous Leytner, director que desconozco pero que al escudriñar su catálogo me doy cuenta de que es un versado en las películas para televisión. No es que se trate de algún pecado, pero me parece un drama histórico de mayoría de edad insustancial, nimio, con aroma a telefilme de History cuando atraviesa terrenos comunes para narrar su fábula sobre desilusión, psicoanálisis y antisemitismo. Se ambienta en Viena en 1937 y comienza con la historia de Franz, un chico de diecisiete años que ha viajado desde el campo donde vive con su madre para instalarse en la tienda del señor Otto Trsnjek, un vendedor de tabaco que lo toma como su aprendiz y le enseña a administrar la tienda y a atender a los clientes que la frecuentan, entre los que se encuentra el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud. La mayor parte de la trama se centra en la amistad que desarrolla el chico con el vendedor y con Freud, a quienes los ve como figuras paternales, así como el amor que siente por una joven cabaretera que lo pone a soñar hasta humedecer la cama. En un principio me resulta interesante observar los sueños extraños y muy simbólicos que este tiene en un lago, sobre todo porque de alguna manera amplían su espectro de frustración, los deseos reprimidos y la necesidad de hallar en el amor el camino hacia la madurez en medio de la tragedia. Pero a fin de cuentas no deja de parecerme un narrativa inane y rutinaria, en la que Leytner emplea hasta la saciedad el recurso de la analepsis subjetiva para subrayar lo que piensa el protagonista en su interior acartonado, repitiendo la cotidianidad de sus personajes hasta hacerme pensar en la llegada de los créditos cuando, de forma apresurada, muestra una alegoría política algo trivial sobre la raíz del nazismo. Los diálogos son producto de un guión de bolsillo. La carencia de ritmo es tan evidente como los tabacos que se fuma Freud. Lo único que posee autenticidad es la reproducción del período y, por supuesto, la actuación de Bruno Ganz como Freud. El resto es un melodrama sin pena ni gloria, tan desgastado como las cenizas de un cigarro.
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Ficha técnica
- Por Yasser Medina
- En abril 10, 2021
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Ocupo una parte del viernes por la noche viendo Río de sangre, de Howard Hawks, pero a la media hora me doy cuenta de que pierdo mi tiempo como una canoa perdida en un río. Me parece un western bastante anodino que, a pesar de contar con la estética atípica de Hawks, avanza al ritmo de una diligencia vacía durante dos horas en las que no pasa nada emocionante o significativo y todo sucede por inercia con los personajes huecos que me presenta, en la misma línea que la regular 'Río rojo'. Se ambienta en 1832 y relata la historia de Jim Deakins, un vaquero que viaja a caballo por las llanuras desérticas y se hace amigo de Boone Caudill, un prófugo armado con un rifle. Luego de un par de golpes de efecto para probar la hombría de ambos, la trama los coloca en el trayecto de una expedición organizada en una barcaza por Zeb (el tío de Boone) y un francés de nombre Frenchy, la cual tiene como objetivo viajar hacia Yellowstone por el río Missouri con una guía india para comercializar pieles en el territorio de los indios Blackfoot. Hawks, quizá motivado por la necesidad de hacer algo diametralmente opuesto a los terrenos habituales del western, emplea una puesta en escena que encuadra las acciones de los personajes con cierta prudencia, a merced del gran plano general que captura las praderas inmensas, recurriendo al sonido diegético y la elipsis para revelar intenciones, evadiendo a veces las confrontaciones violentas para presentar los dilemas morales de esos cazadores que se enfrentan a una tierra inhóspita e inexplorada. Sin embargo, presiento que no le inyecta fuerza a las situaciones del argumento, muchas de las cuales terminan pareciéndome previsibles. Y mantiene el desarrollo de los personajes en la superficie para favorecer la típica pragmática hawksiana que se encuentra en sus diálogos, pero con unos efectos dormitivos e innecesariamente largos en los que se habla más de la cuenta, sobre todo el protagonista que narra la travesía. Su preocupación se concentra en el choque colonial entre los tramperos y los indígenas del noroeste estadounidense, así como de la actividad del comercio como medio de diplomacia entre las dos culturas. Tampoco funciona el triángulo amoroso entre Kirk Douglas, Elizabeth Threatt y Dewey Martin. Se nota claramente que infravalora el potencial dramático de Douglas, cuya magnética actuación como ese vaquero cínico y prepotente eclipsa a todos los personajes. Lo único notable que hallo se limita a la presentación auténtica de los nativos americanos, alejada de los estereotipos comunes y explotados por Hollywood, aunque no siempre funcione así. El resto es una tontería.
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Ficha técnica
- Por Yasser Medina
- En abril 08, 2021
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Me parece que Dragonwyck no solo se trata de la ópera prima de Joseph L. Mankiewicz, sino también de una de las películas tibias de su catálogo. Como drama de época, cuenta con una recreación glamurosa del período, así como con actuaciones convincentes de Vincent Price y Walter Huston, pero no deja de parecerme un melodrama convencional que emplea inútilmente a la muñeca de porcelana que interpreta Gene Tierney y se ve afectado, en cierta medida, por una metáfora sobre la moralidad religiosa que hace que la trama sea previsible en varias escenas. Se ambienta en el siglo XIX y me cuenta la historia de Miranda Wells, la hija inocente y humilde de un granjero que sueña con el día en que un príncipe azul la invite a su castillo para enamorarse y vivir felices para siempre. La trama le concede ese deseo cuando es invitada al castillo Dragonwyck, donde vive un primo lejano de su madre, Nicholas Van Ryn, su esposa moribunda y su hija. No me sorprende para nada que ella se case con el aristócrata que enviuda; ni tampoco que ese mismo terrateniente, haciendo honor a su título, abuse de su riqueza ancestral para quitarle la tierra a los pobres granjeros arrendatarios de Nueva York. El problema fundamental supongo, es que el argumento presenta lagunas y se torna predecible por la manera en que Mankiewicz, empleando la elipsis simbólica, el sonido diegético y la banda sonora de Newman, amplifica la moraleja religiosa que está visible en las escenas en que el aristócrata refinado e impío revela su lado oscuro y es castigado por la gracia divina que da inicio a la tragedia. También desarrolla a medias el subtexto sobre el clasismo, la desigualdad campesina y la guerra Helderberg. Los diálogos carecen de pujanza. Solo encuentro notable, primero, el diseño de producción en los interiores de la mansión lujosa y siniestra donde todo está decorado hasta el más mínimo detalle y, segundo, algunas de las actuaciones principales. Price ofrece los momentos de mayor intensidad al interpretar al patrón elegante de presencia villanesca, valiéndose de las expresiones que imprime de manera muy creíble con su rostro, la gestualidad y la voz. Asimismo, aprecio el rol breve de Huston como el padre conservador y temeroso de dios. Desafortunadamente ni eso impide que me parezca un romance gótico algo superficial, acomodado por el visto bueno de Zanuck y los censores de Breen.
Ficha técnica
- Por Yasser Medina
- En abril 06, 2021
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La ópera prima de Bong Joon-ho me hace pasar un rato placentero con las ocurrencias de unos personajes extrañísimos. Se titula Perro que ladra no muerde. Cuentan que en el momento de su estreno en el año 2000, tuvo una acogida un poco tibia de parte del público surcoreano. Me da la impresión de que no estaban muy preparados para lo que podía ofrecer Bong como director. A mi parecer se trata de una comedia negra en la que Bong, en su debut, mezcla géneros y emplea una amplia economía de recursos estéticos para trazar una observación social muy afilada sobre el desempleo, con una trama en la que abunda el humor negro y las situaciones absurdas que de alguna manera consiguen sorprenderme durante un tiempo, aunque pocas veces llego a reírme por lo que sucede. Relata la historia de Ko Yun-ju, un académico y profesor universitario desempleado que vive en un complejo de apartamentos con su esposa embarazada Eun-sil, mientras piensa en el soborno para salir de la miseria y desarrolla el hábito de torturar y matar a los perros de los vecinos que ladran en los pasillos del edificio. Toda la trama gira en torno a los caninos, con una serie de escenas absurdas en la que Ko, en su búsqueda de autodescubrimiento, manifiesta sus frustraciones y se topa con un collage de personajes variopintos del barrio, unos cómicos y otros muy siniestros, como el conserje que se roba los perros perdidos para guisarlos en una olla, el indigente que come perros, la anciana solitaria que pasea su perro, la dueña de una tienda de juguetes y una contable que aspira hacerse famosa. Ellos, por así decirlo, son los verdaderos "perros", cuyos ladridos son ignorados, representados a modo de alegoría para enunciar las contrariedades del desempleo y la falta de oportunidades en la sociedad surcoreana. La destreza de Bong se hace evidente por la forma en la que los encuadra empleando diversos mecanismos audiovisuales que magnifican las acciones, donde mayormente se destaca el campo-contracampo, el plano subjetivo, el ralentí, la elipsis, el reencuadre, la iluminación, los colores, el sonido diegético y los travellings de seguimiento, muy presentes en la secuencia de la persecución. También altera el tono de la narrativa intercambiando géneros como el thriller, la comedia, el terror y el crimen. Quizá pierde ritmo en algunos instantes, pero no deja de parecerme una buena película. Se nota claramente las intenciones de un autor en proceso de maduración.
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Título original: Barking Dogs Never Bite (Flandersui gae)
- Por Yasser Medina
- En abril 04, 2021
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No sé si La llorona se trate de una obra trascendental del terror, pero la manera en que emplea los mecanismos del género para subrayar el pasado lóbrego de la sociedad guatemalteca me resulta sutil, poética y, en cierta medida, escalofriante. Es la tercera película en la trilogía del desprecio de Jayro Bustamante, cineasta que ha puesto al cine guatemalteco en el mapa desde la conmovedora Ixcanul. La forma en que está construida alrededor del viejo mito folclórico le permite a Bustamante ejecutar sus destrezas formales para dialogar sobre el racismo, el clasismo y la deshumanización de una sociedad guatemalteca que ha llorado lágrimas de sangre y exige justicia por las tragedias del pasado, con un tratamiento visual muy atmosférico y personajes sobrios que se quedan con uno al rodar los créditos. Me cuenta la historia de una familia de burgueses guatemaltecos que, tras el juicio político del patriarca y general retirado, Enrique Monteverde, quien es acusado de genocidio, se refugian en su mansión con temor a salir para no ser linchados por una muchedumbre indignada por el resultado del proceso que declara como absuelto al señor. El detonante del asunto se imprime con la llegada de Alma, la mucama de etnia ixil que, como si se tratara de un espectro, desestabiliza el ánimo de del anciano culpable hasta llevarlo al corredor de la paranoia cuando escucha el grito de la llorona detrás de las paredes. De todas las actuaciones del reparto, consigo ver autenticidad en la de María Mercedes Coroy, quien en su segunda colaboración con el director utiliza la mirada y la gestualidad con mucha credibilidad para transmitir la ira soterrada de esa mujer de ojos grandes y de figura fantasmal que saca a la luz las verdades que ocultan los mentirosos de la burguesía corrupta. Bustamante la encuadra con un riguroso control compositivo. Casi toda la acción se desarrolla en los interiores de la casa. Su estética se despliega con un buen manejo de la iluminación, el sonido diegético, la elipsis y planos muy simbólicos que transfieren la cuota dosificada de terror y, dicho sea de paso, funcionan para amplificar una metáfora soterrada sobre el genocidio contra el pueblo ixil de 1982 perpetrado por la dictadura de Efraín Ríos Montt. Su material de denuncia social condena silenciosamente esos hechos históricos, y también muestra la indignación de las comunidades indígenas afectadas. Su mezcla de cine político y terror supernatural es tan perturbadora como ingeniosa.
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Título original: La llorona