Tras el visionado de
Tarde para morir joven, de la directora Dominga Sotomayor, no me cabe la menor duda de que se trata de una de las películas más blandengues que he visto del cine chileno de los últimos años. Su retrato bucólico de mayoría de edad examina la adolescencia, la madurez y las libertades femeninas alrededor de situaciones pueriles y está poblado, mayormente, por un plantel de personajes anodinos que carecen de matices, más allá de subrayar subterráneamente la polarización política de la democratizada sociedad chilena de los 90, con un ritmo tan accidentado como carro oxidado del que solo extraigo la infinita sensación de fatiga. Su historia se ambienta en una pequeña zona rural en la precordillera de Santiago y sigue las experiencias de una adolescente llamada Sofía, mientras transita por los caminos espinosos de la maduración en busca de alguna sustancia que cure el vacío afectivo producido por la disfuncionalidad familiar, en el seno de una comunidad de burgueses inconformes y al parecer, ecologistas, que viven al margen de las periferias urbanas para disfrutar de los placeres bohemios a merced de la naturaleza. Y no sucede casi nada que me conmueva en la vida de ella. El argumento, por una parte, muestra los miedos intrínsecos y las inquietudes más inmediatas de Sofía cuando descubre el primer amor a plena luz del día con un chico mayor y trata de independizarse del padre egoísta, pero hay muy pocos golpes de efecto dramáticos que amplíen su espesor psicológico en las circunstancias que rodean su entorno naturalista, limitándose a las acciones cíclicas de las caminatas al aire libre, la conducción de vehículos mecánicos por los páramos y las conversaciones baladíes con los otros púberes que se la pasan haciendo travesuras y tocando guitarra. La profundidad escasea como el agua. Pero, por si fuera poco, Sotomayor opta también por rellenar el aparato de condescendencia con los tropos manoseados del cine coral, mostrando paralelamente los problemas fútiles de varios personajes; entre los que se encuentra Lucas, un chaval de 16 años apasionado por la música de rock que se siente atraído por Sofía, de la que solo recibe indiferencia; Clara, una niña preadolescente de 10 años que se enamora secretamente de Lucas y suele jugar con su perra en el bosque; y otros que, desafortunadamente, ni siquiera alcanzo a recordar tan pronto como empiezan los créditos. Se examina, por lo tanto, adolescentes en tránsito que sufren en silencio el amargo sabor del rechazo amoroso mientras buscan un lugar para autodescubrirse y sanar las heridas, pero sometidos a la inercia de los tropiezos familiares y las discusiones insustanciales, sin un hilo conductor específico que añada fuerza narrativa a sus acciones, bajo el innecesario telón de fondo que metaforiza a una nación chilena cambiante e ideológicamente polarizada. Los diálogos no revelan nada significativo. Las actuaciones, exceptuando solo la de Demian Hernández como la adolescente confundida, me parecen bastante irregulares, sin pulso dramático. El uso del plano simbólico carece de rigor poético. Y la música diegética por momentos me resulta molesta, así como el pobre diseño de sonido. Es, para mi gusto, un ejercicio bastante adocenado que solo parece la suma de fragmentos aparentemente inconexos.
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Ficha técnica
Título original: Tarde para morir joven
Año: 2018
Duración: 1 hr 50 min
País: Chile
Director: Dominga Sotomayor
Guion: Dominga Sotomayor
Música:
Fotografía: Inti Briones
Reparto: Demian Hernández, Antar Machado, Matías Oviedo, Antonia Zegers,
Calificación: 4/10
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