El hombre que ríe no es exactamente una película muda perteneciente al período de cine expresionista alemán como he escuchado en algunos sitios, es más bien, cine silente que refleja las inquietudes góticas de la Universal Pictures administrada por Carl Laemmle durante la década de los años 20 en donde estaban de moda los relatos de tipo La bella y la bestia como principal fuente de espectáculo luego del éxito de El fantasma de la ópera (1925); pero me atrevo a decir, con toda seguridad, que al menos su estética retiene el espíritu del movimiento en cada uno de los fotogramas que la componen bajo la mirada de Paul Leni, que la dirigió como su penúltima obra antes de fallecer a los 44 años a un año después del estreno. Particularmente no me traslada hacia un estado de paroxismo emocional, pero tras haberla visto ahora en su edición restaurada, me doy cuenta de que, quizás, lo más interesante es la manera en que Leni edifica el melodrama gótico con una estética sombría que eleva cada fragmento del encuadre por donde Conrad Veidt camina para reírse y que demuestra, ante todo, su pericia como artesano del expresionismo alemán, casi como si fuera su testamento cinematográfico. Su versión es la tercera que adapta la novela homónima de Víctor Hugo, tras la francesa producida en 1908 y, posteriormente, la alemana de bajo presupuesto rodada en 1921. Como el material de origen, se sitúa a fines del siglo XVII en Inglaterra y narra la historia de Gwynplaine, un hombre que desde que era un niño huérfano ha quedado deformado con una risa grotesca que le impide mostrar sus emociones y que le sirve, dicho sea de paso, para ejercer de protagonista en el acto circense de un teatro ambulante administrado por el filósofo que le salvó la vida junto a una bella invidente a la que quiere llamada Dea, mientras ocasionalmente recibe burlas de la gentuza que lo desprecia y paga para verlo como un fenómeno al que apodan "El hombre que ríe". En términos generales, la puesta en escena de Leni emplea una amplia variedad de dispositivos formales que ilustran, sutilmente, la desilusión del personaje que solo desea ser feliz al lado de su amada ciega, entre los que se destaca el encuadre móvil en modalidades rupturistas que desplazan la cámara de Gilbert Warrenton por lugares inusuales, junto con una iluminación expresionista que atrapa de inmediato a mis pupilas con los decorados ampulosos de carácter gótico y las atmósferas nocturnas más barrocas, además de colocar una partitura monofónica que aprovecha el uso novedoso (para su época) del sistema Movietone que sincroniza sonidos ocasionales de campanas, golpes y trompetas, a pesar de tratarse de una cinta muda con intertítulos. Sus capítulos me atrapan por esa mezcla extraña entre el melodrama romántico, el terror gótico y la aventura de capa y espada. Pero lo que me parece verdaderamente escalofriante es la interpretación de Veidt cuando utiliza su enorme registro expresivo para comunicar, con su rostro y el maquillaje prostético de dentadura postiza hecho por Jack Pierce, el sufrimiento de ese hombre de la sonrisa monstruosa que está profundamente avergonzado de su desfiguración maldita y que, contra viento y marea, lucha contra los prejuicios sociales de la aristocracia británica a la que pertenece por herencia para ser libre y estar con la mujer que ama. También hay roles secundarios solventes de Brandon Hurst como el maquiavélico bufón del rey y, además, de Mary Philbin como la mujer dulce que perdió la vista. Todos ellos adornan secuencias que, a veces, son previsibles hasta el clímax folletinesco de la persecución que me recuerda a Griffith, pero que, curiosamente, siempre me resultan entretenidas cuando esbozan sus parábolas sobre el amor, las injusticias y la libertad.
Ficha técnica Título original: The Man Who Laughs (Der Mann, der lacht)
Año: 1928
Duración: 1 hr 50 min País: Estados Unidos Director: Paul Leni Guion: J. Grubb Alexander, Walter Anthony Música: N/A (muda) Fotografía: Gilbert Warrenton Reparto: Conrad Veidt, Mary Philbin, Olga Baclanova, Cesare Gravina, Calificación: 7/10
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