La necesidad de seguir escudriñando la filmografía actoral de Humphrey Bogart me ha hecho visionar Un gánster sin destino, una película poco conocida de su currículo que supone una de las últimas veces que asume el papel de ese estereotipo de gánster por el que se hizo famoso como secundario de la Warner Bros. durante la década de los años 30, rodada en el tiempo en que ya contaba con cierto prestigio tras el estreno de El halcón maltés (Huston, 1941) y la regular Altas sierras (Walsh, 1941). La dirige Lewis Seiler, un director que conozco muy poco y que, por lo visto, posee notables destrezas artesanales para el concepto de montaje más allá de las convenciones establecidas como normas del género film noir. Su arranque es más o menos atrapante cuando Bogart sostiene su cigarrillo como un gánster en fuga que recuerda el pasado, pero como ejercicio de cine negro pierde el efecto de intriga en una serie de situaciones previsibles que no van a ninguna parte cuando intenta mantener su equilibrio entre el cine gansteril, el drama judicial y crimen carcelario. En la trama Bogart interpreta a Duke Berne, un gánster que en su lecho de muerte rememora en el hospital de la prisión los días en que había sido condenado en tres ocasiones por distintos delitos, además de contar el asunto de la cuarta condena del juez que lo sentenció a cadena perpetua por un crimen que no cometió. El prolongado racconto me resulta, en un principio, algo interesante cuando el mafioso narra un fragmento de su historial delictivo en los momentos en que negocia con un abogado corrupto para reunir a una pandilla de rufianes con el fin de ejecutar el último asalto a un camión blindado cargado de dinero del banco, mientras la femme fatale de su pasado y esposa trepadora del actual jefe lo seduce para impedir una vez más que se sumerja en el fango de la criminalidad y escapen como buenos amantes por la carretera de la redención. La secuencia del atraco al camión tiene cierta tensión cuando los policías intercambian disparos con los ladrones que están condenados a morir por las imposiciones morales del código, así como la escena del juicio en la que se impone el perjurio que envía al protagonista directo a cárcel de las injusticias. El problema fundamental, supongo, es que Seiler no se preocupa por añadirle algún impulso significativo que me produzca un rastro genuino de emoción, dejando que el barullo narrativo se vuelva irremediablemente predecible en la segunda mitad, a pesar de que su registro estético presenta un uso acertado de la sobreimpresión para reflejar, con pozo psicoanalítico, las frustraciones internas del protagonista y, también, del empleo de los claroscuros para ampliar las atmósferas que iluminan los callejones lúgubres por los que caminan los rateros culpables que huyen del ojo de la ley. Los personajes secundarios no logran escapar de los clichés y de las descripciones manidas de los estereotipos genéricos que son habituales del cine negro. Solo la presencia de Bogart me provoca cierto magnetismo cuando impone con toda seguridad la imagen de un gánster acorralado en las últimas horas.



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Ficha técnica
Título original: The Big Shot
Año: 1942
Duración: 1 hr 22 min
País: Estados Unidos
Director: Lewis Seiler
Guion: Bertram Millhauser, Abem Finkel, Daniel Fuchs
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Sidney Hickox
Reparto: Humphrey Bogart, Irene Manning, Richard Travis, Susan Peters,
Calificación: 6/10

Se trata de una secuela bastante entretenida que nunca pierde el sentido de equilibrio cuando mezcla la comedia con las fórmulas comunes del misterio whodunit.




Hace ya tres años que Knives Out supuso, para mí gusto, algo ligeramente diferente en ese subgénero que se edifica mediante el dispositivo de whodunit, sobre todo porque añadía capas de misterio y actualizaba de manera lúdica la fórmula manoseada del detective que resuelve el crimen a puertas cerradas frente a los invitados peculiares que se encuentran atrapados en el rompecabezas sin resolución aparente, en una especie de homenaje a la novela policial de Agatha Christie donde la identidad del que comete el delito es la llave que abre la caja secreta de todas las interrogantes. Transmitía clasicismo sin abandonar las inquietudes posmodernas de los discursos culturales y sociopolíticos de la actualidad. Pero dicen que su director, Rian Johnson, un confesado amante de la ficción detectivesca (mostrado desde su escalofriante debut en Brick), no solo tenía planificada una secuela desde antes del estreno, sino que también coqueteaba con la posibilidad de dirigir distintas películas sobre su detective peculiar con dialecto sureño.


La primera de estas secuelas tiene como título Glass Onion: un misterio de Knives Out y he podido verla aprovechando su disponibilidad en la plataforma de streaming de Netflix, tras haberse exhibido brevemente por el Festival Internacional de Cine de Toronto. No sé si está por encima de la original como alegan algunos que la han aplaudido con reverencia, pero me atrevo a colocarla a la par en materia de entretenimiento. Me parece una secuela disfrutable, solvente, cuyo factor de sorpresa es tan afilado como un pedazo de vidrio roto al soltar sobre la plataforma las huellas de un misterio de vacaciones en el que nunca faltan los giros retorcidos y un coctel de personajes que siempre son cuestionados por la manera sinuosa en que ocultan las cosas. Las más de dos horas que dura son bien rítmicas y nunca me pesan por esa presencia estupenda de Daniel Craig como Benoit Blanc que, dicho sea de paso, funciona a mi juicio como si fuese el Hércule Poirot del siglo XXI.







A diferencia de la antecesora, donde gran parte de la narrativa ocurría en los interiores de una mansión, en esta ocasión la aventura se traslada a una isla privada en pleno apogeo de la pandemia de COVID-19 en 2020, en la que Benoit Blanc (Daniel Craig) se aparece de invitado en la residencia llamada Glass Onion perteneciente a Miles Bron (Edward Norton), el multimillonario de una empresa de tecnología (Alpha) que organiza un juego de misterio y asesinatos para unos huéspedes adinerados que esconden un pasado, entre los que se hallan Lionel Toussaint (Leslie Odom Jr.), el científico en jefe de la corporación; Claire Debella (Kathryn Hahn), la gobernadora de Connecticut que aspira a una posición en el senado; Duke Cody (Dave Bautista), un streamer machista y corpulento que tiene millones de seguidores en Twitch y llega con su novia Whisky (Madelyn Cline); Birdie Jay (Kate Hudson), una diseñadora de moda arrogante y controvertida que está acompañada con su asistente Peg (Jessica Henwick); y Cassandra “Andi” Brand (Janelle Monáe), la cofundadora reservada de Alpha que es invitada de último minuto.


En general, la estructura narrativa me resulta placentera, a pesar de algunos registros mínimamente predecibles que adornan su superficie, sobre todo porque sigue la mecánica clásica del whodunit sin muchas desviaciones, en la que varias personas se congregan a discutir asuntos personales antes del episodio de asesinato que sirve de antesala para que el detective famoso utilice sus dotes deductivos frente al culpable. Pero ya no se trata de una familia adinerada que lucha por la herencia del viejo de la casa, como sucede en la película anterior, sino de unos amigos exitosos que destruyen su amistad lentamente por una dinámica de poder que se establece entre la ambición, la codicia y la envidia, de un hombre sinuoso y villanesco que invita a todos a participar en un evento de misterio y asesinato ubicado en un lugar exótico para eliminar a la competencia que obstruye sus planes ambiciosos, mientras, por otra parte, el detective examina las pistas dejadas por los hábitos de cada uno de los presentes para sacar una conclusión. Los diálogos, dotados de ironía y humor negro, construyen una parte sustanciosa del argumento y ejerce la función de un catalizador que dimensiona las acciones de los personajes más allá de las descripciones más transparentes, así como el desarrollo de sus personalidades cuando hablan más de lo necesario para exteriorizar sus miserias internas.



Edward Norton, Madelyn Cline y Daniel Craig. Fotograma de Netflix.

 

En una primera mitad, las conversaciones que sostienen cada uno de los personajes levantan las sospechas inmediatas y las intenciones inesperadas que obligan a Blanc a preparar su audacia para anticipar el homicidio calculado por el asesino que se encubre en la fortaleza de cristal, además de enterarse de que Miles, que no esperaba que el detective asistiera (asume que otro lo ha enviado como broma), ha reunido a todos para revelar el cuadro de la Mona Lisa que se ha robado del Louvre y, también, su intención de monopolizar la industria energética con la solución de un combustible a base de hidrógeno que mantiene la electricidad encendida en toda su morada y que provoca serios problemas para la preservación del medioambiente. Pero el ambiente festivo se problematiza en una secuencia que anuncia, con cierta intriga, el nudo en el que Blanc demuestra su perspicacia para desmontar cualquier incógnita con su verborrea frontal, donde solventa primero el misterio del asesinato planificado por Miles como si fuera un simple juego de niños que lo deja en ridículo y, además, reúne a los visitantes en medio del caos que se desata tras la muerte de uno del grupo y el corte del suministro de energía eléctrica que simboliza la mano del villano con la pistola que tira del gatillo desde las sombras más oscuras para matar a la afroamericana que desea vengarse por lo que le hicieron en el pasado.



Kate Hudson, Daniel Craig, Jessica Henwick y Leslie Odom Jr.  Fotograma de Netflix.



A partir del disparo en la oscuridad, la segunda mitad se compone a través de un prolongado racconto que explica, ante todo, la identidad falsa que asume Helen (el nombre verdadero de la que finge ser Andi) y la confianza que deposita al contratar a Blanc algunos días antes de la ceremonia con la finalidad de investigar la muerte de su hermana gemela (la verdadera Andi que aparentemente se suicidó). Por medio de conjeturas ingeniosas, las escenas muestran la manera en que Blanc saca a la luz el plan del matador entendido como el acto de inmoralidad de un ser tábido y sin escrúpulos que se ve obligado a manipular a un grupito de fracasados para explotar sus ideas y enriquecerse ilícitamente en la esfera corporativista mientras protege su inversión borrando los rastros y eliminando de paso a la gata negra de la servilleta que amenaza con detener su estrategia de dominación con unas cuantas evidencias comprometedoras. Las respuestas del misterio atraviesan sutilmente las rutas imprevistas en la que cada señal o golpe de efecto amplía el aparato de tensión.


Todos los personajes, exceptuando Blanc y Helen, son mostrados por Johnson como personas egológicas, oportunistas, patrañeras, que son capaces de apuñalar por la espalda a sus rivales para alcanzar el éxito que venden en las estanterías de la influencia, pero cuya desesperación por trepar rápido es precisamente el origen de su ruina. De forma diametralmente opuesta a lo que pasa en la predecesora (donde el conjunto era propenso a los prejuicios y a la discriminación racial), las acciones de esta nueva planilla, así como las distintas razones por las que acuden a la fiesta homicida, instauran un comentario social y satírico sobre los diversos estereotipos que pueblan el orbe cultural del espectáculo en la posmodernidad (la política, la diseñadora de moda, el tecnócrata, el emprendedor, el influencer, etc.), así como las decisiones corporativistas que perjudican la sostenibilidad de los ecosistemas. Solo coinciden en el hecho de que, nuevamente, el criminal quiere matar a una mujer que interrumpe sus planes junto al detective. Casi todos están esquematizados con algo de superficialidad, pero tienen una química que especialmente encuentro contagiosa; destacando, primero, a la camaleónica Helen que interpreta Monáe con mucho histrionismo y, segundo, el Blanc que interpreta con solvencia Craig, en una actuación central que imprime su pericia para hablar con el acento sureño y los gestos contenidos que siempre descosen elegancia y mucha agudeza.



Janelle Monáe como Helen. Imagen de Netflix.



En términos estéticos, Johnson captura la esencia de esos personajes en una puesta en escena que adquiere la tonalidad típica de los misterios de asesinatos de escapadas tropicales. Por el lado visual, hay escenas en la piscina, en las habitaciones, en la sala, con un tono pop que, en apariencia, se impone con atmósferas coloridas que evocan en todo momento las emociones cálidas (disgusto, decepción, resentimiento, etc.) que se cocinan a fuego lento como carne a la parrilla. Alcanza su punto fuerte en el diseño de vestuario de hilo veraniego y en una dirección de arte que construye la casa pintada por David Hockney con decorados ampulosos y unos espacios amplios en los que predomina el uso del color con matices psicológicos, con un pulso de suspense que desde el lado acústico es muy consistente con la banda sonora de Nathan Johnson.


Quizá el clímax se precipita como un cristal en el suelo por esa necesidad de Johnson de satisfacer a la policía de la inclusión de la cultura actual, particularmente en la escena en la que la afroamericana enfurecida rompe los bustos cristalinos del soez y enciende simbólicamente la mecha que metaforiza su venganza explosiva en clave feminista sobre el dominio masculino tóxico que “encarcela” a la Mona Lisa. Sin embargo, no me queda más remedio que disminuir mis quejas porque, sobre todo, es una secuela bastante entretenida que nunca pierde el sentido de equilibrio cuando mezcla la comedia con las fórmulas comunes del misterio whodunit. Una tercera parte me caería como anillo al dedo.



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Ficha técnica
Título original: Glass Onion: A Knives Out Mystery
Año: 2022
Duración: 2 hr 19 min
País: Estados Unidos
Director: Rian Johnson
Guión: Rian Johnson
Música: Nathan Johnson
Fotografía: Steve Yedlin
Reparto: Daniel Craig, Edward Norton, Janelle Monáe, Kathryn Hahn, Leslie Odom Jr., Jessica Henwick, Madelyn Cline, Dave Bautista, Kate Hudson, Ethan Hawke,
Calificación: 7/10



Mi inclinación infinita por las historias de detectives me ha llevado a ver en Netflix a Los crímenes de la academia, el trabajo más reciente de Scott Cooper tras Hostiles y Antlers. Pero al parecer no supone para mí nada fuera de lo ordinario. Se edifica como un thriller de tinta gótica que puntualiza su misterio a través de una narrativa inane que deja sobre la superficie los rastros más convencionales de la ficción de detectives, sin ningún tipo de tensión que estimule mis sentidos más allá de las atmósferas lúgubres que parecen cuentos de Poe pintados sobre lienzos de Atkinson Grimshaw. Su argumento, basado en la novela homónima de Louis Bayard, se sitúa en el año 1830 en una academia militar estadounidense y sigue a Augustus Landor, un detective alcohólico con un pasado trágico que llega a West Point en Nueva York para resolver el caso de homicidio de un oficial del ejército que fue descuartizado en circunstancias no esclarecidas, mientras recibe la ayuda de Edgar Allan Poe, un oficial del recinto que muestra un gran interés por el caso para seguir escribiendo sus versos poéticos y las novelas de horror en su tiempo libre. En general, el asunto se estructura con los parámetros básicos del suspenso detectivesco de corte ucrónico, donde el detective privado del siglo XIX y el escritor de alma oscura examinan con lupa las pistas plantadas por el asesino, mientras visita la morgue en la que descansa el cadáver desmembrado para encontrar evidencias y dialoga a puertas cerradas con los superiores para mostrar su pericia deductiva sobre rituales satánicos de mujeres obsesionadas con la sangre. Pero nunca tiene algún golpe de efecto que me provoque alguna reacción o un impacto emocional significativo porque, ante todo, los personajes nunca se salen de ese aparato de verborrea que debilita las acciones centrales hasta que no queda otra cosa que la redundancia y las situaciones rebuscadas que solo ralentizan las resoluciones más anticipadas. Descifro fácilmente la supuesta complejidad del rompecabezas que hay detrás de esa trama construida de forma unidimensional con el único propósito, supongo, de esquematizar un comentario sobre la violencia contra la mujer y la venganza en clave feminista que revisa dicho período histórico con las discusiones actuales. La actuación de Bale es, cuanto mucho, decente como el inspector sinuoso que esconde las cicatrices de un pasado imborrable. Prefiero, eso sí, la sobriedad de Harry Melling cuando emplea su registro expresivo para ponerse en la piel compleja y siniestra de Poe. El camino lóbrego por el que ellos transitan carece de un ritmo que sea consistente, pero, a pesar de todo, me parece algo sólida la manera en que Cooper se preocupa por la atención al detalle, en una puesta en escena en la que mayormente se destaca el aspecto decorativo que reproduce la época con cierta autenticidad y, además, la solvencia visual de la lente de Masanobu Takayanagi, que captura una atmósfera victoriana que es bastante absorbente con sus luces y sus sombras. Desafortunadamente, solo funcionan como accesorios cosméticos en un thriller histórico frío, aburrido, vacuo, que pierde toda su fuerza entre la locuacidad innecesaria y las revelaciones carentes de intriga.



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Ficha técnica
Título original: The Pale Blue Eye
Año: 2022
Duración: 2 hr 08 min
País: Estados Unidos
Director: Scott Cooper
Guion: Scott Cooper
Música: Howard Shore
Fotografía: Masanobu Takayanagi
Reparto: Christian Bale, Harry Melling, Gillian Anderson, Lucy Boynton,
Calificación: 5/10

Bantú mamá

En Bantú mamá, el segundo largometraje en solitario del cineasta dominicano Iván Herrera, observo que se toca con cierto realismo el fenómeno del transnacionalismo entendido desde la óptica de la inmigración, pero me atrevo a decir que su trato bienintencionado, con todos sus claroscuros, carece de impulso dramático o de algún componente que sea emotivo, quedando muchas veces en ese terreno seguro y demasiado higienizado de la miseria videoclipera. Su argumento se ambienta mayormente en la ciudad de Santo Domingo y sigue a Emma, una inmigrante francesa de origen africano que, tras ser detenida en uno de sus viajes como mula en República Dominicana, logra escapar de las autoridades de narcóticos de la DNCD y se refugia, por causas del destino, en la casa de dos adolescentes situada en el barrio de Capotillo, en donde aprende a convivir con ellos mientras se convierte inadvertidamente en la figura materna que necesitan. En términos generales, el asunto de la protagonista en un principio capta mi interés cuando ella, entre otras cosas, ocupa el puesto maternofilial para guiar a los jóvenes por el camino moralmente adecuado mientras transfiere los ornamentos de su cultura afrodescendiente en la isla caribeña y se adapta a las costumbres del barrio implantada por los ritmos de la música urbana, de esos wawawa que rapean a capela en la calle a plena luz del sol para alcanzar el sueño de pegar un canción que los saque del arrabal. Herrera, asistido por un trabajo fotográfico algo solvente de Sebastian Cabrera Chelin, encuadra con autenticidad la marginalidad de los espacios sórdidos del barrio Capotillo donde fuera de campo impera el crimen, el sucio, el soborno, el tráfico de drogas, el dinero rápido, la vigilancia policial, los menores rebeldes, los colmadones en teteo, los motoristas desenfrenados, las redadas migratorias, el negocio de los viajes ilegales, mostrando ocasionalmente la condición socioeconómica de la gente pobre que habita los callejones del hambre para sobrevivir a la fuerza por el mal camino. Sin embargo, el problema fundamental, supongo, es que debajo del tratamiento estilizado los personajes que presenta quedan marginados como si fueran simples marionetas al servicio de un texto, con una ausencia de desarrollo que remueve las dimensiones psicológicas más allá de las descripciones de los estereotipos más inmediatos, donde por lo regular pierden profundidad cuando se examinan las interrogantes sociales y se subordinan a un aparato de redundancia que sitúa su radio de acción en las mismas situaciones facilonas del barrio que mantienen todo en la zona de confort. Los tópicos como la desesperación, la inopia y el sufrimiento son tratados con cierta blandenguería por esa necesidad de evitar caer en los golpes bajos de los manuales de moralidad. En pocas palabras, su protagonista, interpretada por un registro tibio de Clarisse Albrecht, consigue la redención de volver a su país de una manera fácil que no supone ningún riesgo o alguna sorpresa significativa a través del vínculo que tiene con los jovencitos. Desde luego, se agradece el esfuerzo realizado en el contexto de la cultura urbana que es parte de la discusión actual, pero me temo que su propuesta sobre inmigración no ofrece nada que no haya visto antes con mejores resultados.



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Ficha técnica
Título original: Bantú Mama
Año: 2021
Duración: 1 hr 17 min
País: República Dominicana
Director: Iván Herrera
Guion: Clarisse Albrecht, Ivan Herrera
Música: 
Fotografía: Sebastian Cabrera Chelin
Reparto: Clarisse Albrecht, Euris Javiel, Arturo Perez, Scarlet Reyes, Donis Taveras
Calificación: 5/10

El menú

Mi creciente interés por seguir esa nueva tendencia de la industria de lanzar películas sobre el sector culinario me ha llevado a ver El menú, la cinta más reciente del director británico Mark Mylod que, al parecer, ha gozado de cierto prestigio desde que se estrenó en el pasado Festival Internacional de Cine de Toronto y en algunas salas de cine de todo el mundo. Pero desafortunadamente creo que vi otra cosa. Si bien tiene un arranque que despierta sobre mí cierta atracción por saber lo que sucede, poco a poco su trama pierde el efecto de intriga y termina convirtiéndose en un plato desabrido, en el que los personajes blandos reciclan las mismas recetas al servicio de las fórmulas comúnmente manoseadas de los manuales del suspense. Su argumento comienza cuando el entusiasta gastronómico Tyler y su acompañante, Margot, se trasladan hacia un restaurante exclusivo situado en una isla remota en la localidad de Hawthorn, donde son guiados por la maître d'hôtel, Elsa, para ser testigos junto a otras personas invitadas del arte de la cocina de un reputado chef llamado Julian Slowik. En un principio, el asunto de estos personajes se estructura de una manera sencilla que levanta mis expectativas, con los registros habituales de la comedia negra que se gestan cuando el chef y sus subordinados impresionan a los clientes (entre los que se encuentran además una crítica gastronómica, un actor famoso y su asistente, un empresario y su esposa, la madre alcohólica del chef y tres socios comerciales) con una gran variedad de platos que están preparados específicamente para que degusten hasta que su sentido del gusto quede satisfecho, donde los personajes revelan a puerta cerrada la vacuidad de sus vidas privadas. Cada capítulo es presentando a menudo con los intertítulos de los ingredientes de los platos del menú. Pero luego me asalta un aburrimiento considerable cuando pasa al terreno del thriller de una sola locación, en el que la experiencia culinaria que ofrece el chef se transforma en una pesadilla en la que impera el sadismo y el homicidio en un ambiente claustrofóbico. A pesar de la premisa, las situaciones que muestra me resultan previsibles porque, ante todo, repiten las mismas acciones anodinas sin añadirle algo de sustancia a unos personajes que apenas rellenan la casilla de las descripciones, colocados en la superficie como si fueran carne asada a la parrilla; con la finalidad, supongo, de esbozar un comentario sobre el clasismo y la explotación que hay en la esfera de la alta cocina entendido como el punto de ruptura de un chef al límite que intenta vengarse de todos aquellos que no valoraron su esfuerzo y lo trataron como alimento caducado. Nunca veo que tenga ese impulso necesario para sorprender, ni siquiera con un amplio reparto de coral que incluye a estrellas como Anya Taylor-Joy, Nicholas Hoult, Ralph Fiennes, Hong Chau y John Leguizamo. De todos ellos, solo Fiennes se eleva un poco con la presencia perturbadora del chef sofisticado que cocina con los alimentos de la muerte, a pesar de que el resultado de la sátira me deja hambriento y con todas las ganas de comer algo que no esté tan condimentado.



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Ficha técnica
Título original: The Menu
Año: 2022
Duración: 1 hr 47 min
País: Estados Unidos
Director: Mark Mylod
Guion: Seth Reiss, Will Tracy
Música: Colin Stetson
Fotografía: Peter Deming
Reparto: Anya Taylor-Joy, Nicholas Hoult, Ralph Fiennes, Hong Chau, John Leguizamo
Calificación: 5/10

Un toque de Zen

En mi cineteca personal finalmente he podido ver una copia de la edición restaurada de Un toque de Zen, la épica de artes marciales de King Hu considerada por muchos como una de las joyas del género desde la proyección de la versión completa de tres horas en el Festival de Cine de Cannes en 1975. No creo que se trate de una cosa fuera de serie o de algo que me traslade hasta las nubes más iluminadas del paroxismo emocional, pero me parece una cinta wuxia bastante placentera, que alcanza su toque fuerte en las poéticas coreografías de pelea y en su tratado sobre la lealtad, la redención y la ruptura de los roles femeninos establecidos por el tradicionalismo patriarcal de la sociedad china. El argumento se sitúa en un pueblo remoto durante la dinastía Ming en el siglo XIV y trata sobre Yu, un pintor bienintencionado pero algo torpe que vive con su madre en una casa descuidada y dedica su tiempo a retratar a los transeúntes que visitan su tienda, cuyo destino da un giro drástico cuando conoce a la vecina llamada Yang, una mujer reservada y algo sinuosa de la que se enamora y termina ayudando para que no sea capturada como fugitiva por un oficial persistente que ha llegado desde lejos para cumplir la tarea de apresarla y ejecutarla por órdenes de los eunucos corruptos que en el pasado asesinaron a su reputado padre porque este quería advertirle al emperador sobre los planes de corrupción. En términos generales, su narrativa se estructura con cierta simplicidad al mostrar a los personajes como personas de pocas palabras que ocultan un pasado oscuro y que tienen habilidades prodigiosas para las artes marciales, donde los intervalos de discusiones a puerta cerrada habitualmente son la antesala para las secuencias de combate al mejor estilo del wuxia, en la que los héroes luchan con espadas flexibles y realizan saltos imposibles mientras acaban con un ejército de soldados a base de puñetazos y patadas; destacándose por encima de todo la secuencia en el bosque de bambú brumoso y el enfrentamiento nocturno con los guardias del eunuco perverso en el templo fantasmagórico. El aspecto fundamental, supongo, radica en el hecho de que el protagonista, Yu, no es un artista marcial y asume un rol más bien secundario. El papel protagónico le pertenece, ante todo, a Yang, colocado por Hu para esbozar, a través de la tragedia personal de ella, lecturas feministas bastante soterradas que interrogan el rol de la feminidad en la cultura china entendido como la emancipación de una mujer que, como acto redentor, se niega a aceptar el valor tradicional impuesto por ese dominio patriarcal que reduce la maternidad a la obligación de preservar los linajes familiares con fines políticos. De esa manera, Hsu Feng se convierte en el alma de la película y, a decir verdad, ejerce su protagonismo con autoridad, interpretando a Yang como una mujer dura, independiente y fría que, detrás de la mirada serena y la pericia física para las artes marciales, esconde la intención de buscar el camino budista de la felicidad. Hu la encuadra en una puesta en escena que, con un montaje trepidante, dinamiza el sentido de la acción en las secuencias de combate, a través un uso acertado de la elipsis, los saltos de eje, el plano subjetivo y el encuadre móvil de una cámara que fluye como el caudal de un río capturando los movimientos coreografiados en los espacios amplios y atmosféricos, con una música que evoca los sonidos clásicos del folclore chino. Desde luego, su epopeya a veces llega a perder el ritmo y ofrece unas cuantas situaciones facilonas que levantan sobre mi rostro una que otra ceja, pero no deja de ser una sólida película de artes marciales.



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Ficha técnica
Título original: A Touch of Zen (Xia nü)
Año: 1971
Duración: 2 hr 59 min
País: Taiwán
Director: King Hu
Guion: King Hu
Música: Wu Ta-Chiang
Fotografía: Hui-Ying Hua, Yeh-Hsing Chou
Reparto: Hsu Feng, Chun Shih, Pai Ying, Roy Chiao, Tien Peng, Billy Chan,
Calificación: 7/10

El gato y el canario

El gato y el canario, considerada por muchos como una de las piedras angulares del cine de terror de la Universal y una de las primeras del cine mudo en establecer a plenitud los parámetros del subgénero de casas embrujadas, es una película de terror la que no consigo extraer ningún espanto significativo en su mansión gótica habitada por personajes estereotipados, a pesar de la estética expresionista que capta con cierta regularidad las pericias técnicas de Leni para sacar la cámara de la zona de confort más estática. Se trata de la primera producción en la que Leni dirige a las órdenes de Carl Laemmle, quien recurrió a los servicios de este tras quedar impresionado por su trabajo en el cine expresionista alemán de principios de la década de los años 20, además de que en aquel entonces la Universal intentaba capitalizar la oferta del género de terror frente a otros estudios. Su argumento, adaptado de la obra de teatro homónima escrita por John Willard en 1922, se desarrolla en una mansión lóbrega ubicada en la cima de una colina frente al río Hudson, donde los miembros de la familia (Annabelle West, Paul Jones, Charles Wilder, la tía Susan, el abogado Crosby, entre otros.) de un difunto señor llamado Cyrus West se reúnen a puerta cerrada para leer el testamento que lleva guardado 20 años en una caja fuerte, del cual solo la joven Annabelle resulta la heredera de la fortuna y provoca la envidia de los demás. Como es de esperar, la narración sigue al pie de la letra el manual del subgénero Old Dark House, escrito aquí como una biblia fundacional, en donde los personajes discuten trivialidades en la residencia lúgubre mientras son asechados por la presencia siniestra de la mano de un hombre que se oculta tras las sombras y la atmósfera opresiva evoca un misterio con los mecanismos habituales del whodunit. Hay asesinatos, desapariciones, desconfianza, sospechas, conflictos de intereses. Pero anticipo con mucha facilidad las acciones más inmediatas de los personajes porque, entre otras cosas, hay una ausencia de sustancia que solo los mantiene caminando en la casa como figuras acartonadas que están subordinadas a la exposición y que solo responden a los estereotipos manidos (la chica que es víctima, la mucama sospechosa, la tía chismosa, el héroe torpe, el asesino suelto, etc.). Por alguna extraña razón, lo único que logra cautivarme es la manera en que Leni ejecuta su ejercicio de estilo en una puesta en escena que construye el claustrofóbico enigma a través del diseño de los decorados, la iluminación expresionista que revela intenciones, el primer plano, el plano subjetivo, el uso consistente de la sobreimpresión y el encuadre móvil que traslada la acción discretamente a través de algunos travellings laterales que fluyen como un fantasma sobre el espacio. Sus personajes son esbozados como gatos alrededor de un canario enjaulado, con un aparato de terror psicológico que solo funciona en la primera mitad. Todo lo demás se queda suspendido en una espiral de situaciones blandas en las que, por lo general, el humor y el horror se combinan con cierta efectismo cosmético. La cuelgo un peldaño por debajo de El hombre que ríe.



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Ficha técnica
Título original: The Cat and the Canary
Año: 1927
Duración: 1 hr 23 min
País: Estados Unidos
Director: Paul Leni
Guion: Robert F. Hill, Alfred A. Cohn
Música: N/A (muda)
Fotografía: Gilbert Warrenton (B&W)
Reparto: Laura La Plante, Creighton Hale, Forrest Stanley, Tully Marshall,
Calificación: 6/10

Pueblerina

En Pueblerina, Emilio Fernández sigue al pie de la letra los tropos que eran habituales en su cine costumbrista de la década de los años 40, donde muestra ante todo la condición del campesinado mexicano a través de tragedias melodramáticas. Pero carece, a mi juicio, de la envergadura de películas notables como Flor Silvestre, María Candelaria, Enamorada y La malquerida. Su melodrama ofrece instantes minúsculos que acentúan metáforas sobre la culpa, la redención y el orgullo roto, pero pierde pujanza dramática cuando Columba Domínguez y Roberto Cañedo atraviesan los mismos terrenos planos una y otra vez que son fotografiados por el objetivo luminoso de Gabriel Figueroa, donde todo el argumento permanece en las situaciones previsibles. La trama gira en torno a Aurelio, un hombre de pocas palabras y de mirada serena que regresa a su pueblo tras haber cumplido condena en prisión por vengar la violación de su amada Paloma en manos del poderoso rival hacendado Julio González (es posible que Julio haya utilizado su poder e influencia para incriminarlo), donde pretende olvidar el pasado y, entre otras cosas, se entera de que Paloma vive exiliada en una casita de la montaña con su hijo (fruto del episodio trágico). La estela de desdicha del personaje me parece, en un principio, un poco interesante en las escenas en que se enfrenta a los villanos insistentes que representan los prejuicios y las injusticias sociales que marginan al campesino inocente. El texto examina, al menos de forma superficial, la manera en que el hombre deja de lado el orgullo típico del machismo mexicano por una cuota de amor al servicio del sacrificio más inmediato, así como los traumas psicológicos de una mujer marcada por las cicatrices de una violación. En ese sentido, los personajes están interpretados con cierta solvencia. Cañedo tiene una buena actuación como ese hombre determinado que se redime para seguir adelante cosechando la semilla de la felicidad junto a su esposa. Domínguez, por otra parte, capta fielmente con su rostro virginal la inocencia de una mujer afectada por el miedo, la vergüenza y la degradación moral, aunque muchas veces luce más sumisa de la cuenta, como si se tratara de una mera figura ornamental. En cambio, el villano encarnado por Manuel Dondé parece caricatura repetida. El Indio los encuadra en una puesta en escena que aprovecha la lente de Figueroa para ilustrar sus inquietudes a través del primer plano, la elipsis (poética la secuencia de la siembra) y de las panorámicas que amplían la cotidianidad de la vida campesina con paisajes de cierta poesía visual, además de emplear adecuadamente la música de Antonio Díaz Conde para dimensionar los sentimientos y los problemas intrínsecos que no se ven a simple vista. El problema es que, lejos de sus pericias estéticas, no le añade algún registro sustancioso a la historia de amor indígena, quedando muchas veces en el territorio seguro y facilón que interroga las acciones de los personajes desde la superficie, sin alcanzar nunca algún grado de profundidad o un ápice de ironía. La cuelgo a lo justo en su catálogo de obras regulares, como La perla.



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Ficha técnica
Título original: Pueblerina
Año: 1949
Duración: 1 hr 45 min
País: México
Director: Emilio Fernández
Guion: Emilio Fernández
Música: Antonio Díaz Conde
Fotografía: Gabriel Figueroa
Reparto: Columba Domínguez, Roberto Cañedo, Arturo Soto Rangel, Manuel Dondé,
Calificación: 6/10

Destino Tokio

Destino Tokio es una película de Delmer Daves que por alguna razón no me causa ni frío ni calor y, dicho sea de paso, durante el visionado me asalta la sensación de que es demasiado convencional en comparación con otras cintas propagandísticas del período de la Segunda Guerra Mundial. Como vehículo de propaganda tiene, desde luego, minúsculos instantes de tensión cuando Cary Grant da las órdenes a bordo del submarino, pero, lentamente, se hunde en el mar de las fórmulas hasta extender innecesariamente una misión que resulta, ante todo, previsible. En la trama, situada en plena víspera navideña durante la conflagración, Grant interpreta a un capitán de la marina llamado Cassidy, el cual tiene la difícil tarea de comandar el submarino USS Copperfin hasta las aguas territoriales de Japón para comenzar una operación secreta de bombardeo en algunas de las instalaciones militares del enemigo. En términos generales, la narración sigue en piloto automático el manual del cine propagandístico, donde los héroes se adentran en el territorio de los enemigos de manera facilona y sin muchas complicaciones. No es muy complicado para mí predecir la trayectoria del submarino por las aguas peligrosas y el sentido de camaradería que desarrolla la tripulación a modo de alivio cómico mientras se preparan para la inevitable batalla naval, como era habitual en las producciones de la época de similar envergadura. El tono es demasiado higienizado por el lado patriotero y la ausencia de pujanza motoriza el ritmo, además de que el aparato de acción de los personajes (donde todo transcurre casi en su totalidad dentro del submarino) se reduce, mayormente, a diálogos triviales a puerta cerrada que solo se disminuyen en el clímax para iniciar la anticipada contienda subacuática entre torpedos, explosiones y efectos especiales. Sin embargo, me parece solvente la manera en que Daves, en su debut como director, ilustra la presión a la que se someten los soldados, en una puesta en escena que capta con precisión la atmósfera claustrofóbica en los interiores del submarino a través del encuadre móvil, los primeros planos, la banda sonora de Franz Waxman y unos decorados que tienen cierto nivel de detalle; destacándose, sobre todo, la secuencia de la bomba que posee un suspenso hitchcockniano que me mantiene pegado del asiento. El problema fundamental, lejos de sus pericias formales como artesano, es que no se preocupa por añadirle algo de sustancia a esos personajes que por exposición solo responden a los estereotipos comúnmente manoseados por el cine bélico de Hollywood (el comandante heroico, el recluta timorato, el mujeriego veterano, el cocinero jocoso, etc.) con la única finalidad de esbozar en la superficie un comentario patriótico sobre el llamado del deber y el vínculo de los soldados como acto de victoria. La mayoría de ellos son olvidables, pero solo destaco, por encima de todo, la presencia de Grant como el capitán audaz que ejerce la autoridad con la mirada, un par de líneas y unos binoculares. Cuando él está al mando, los demás se callan y escuchan.



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Ficha técnica
Título original: Destination Tokyo
Año: 1943
Duración: 2 hr 14 min
País: Estados Unidos
Director: Delmer Daves
Guion: Delmer Daves, Albert Maltz
Música: Franz Waxman
Fotografía: Bert Glennon
Reparto: Cary Grant, John Garfield, Alan Hale, John Ridgely, Dane Clark,
Calificación: 6/10