Crítica de la película «David y Betsabé» (1951)

Como preámbulo de Semana Santa, doy inicio a mi ritual casero de epopeyas bíblicas con el visionado de David y Betsabé, una película en la que Henry King sigue al pie de la letra el manual del cine péplum en Technicolor que era habitual a comienzos de los años 50, cuando el género estaba en pleno apogeo entre los estudios de Hollywood con producciones a gran escala y las estrellas del momento. Tuvo su estreno apenas dos años después de que Sansón y Dalila (DeMille, 1949.) se convirtiera en un éxito de taquilla para la Paramount, en los tiempos en que la Twentieth Century-Fox a cargo de Darryl F. Zanuck intentaba capitalizar el mercado adaptando otro pasaje del Antiguo Testamento. Me atrevo a decir que alcanza un punto sólido por el lado visual que evoca el período en Technicolor, pero, desafortunadamente, es un melodrama bíblico que se vuelve tan aburrido como el sermón de un pastor en la misa de los domingos. En la trama, Peck interpreta a David, el segundo rey de Israel, en los instantes en que regresa a Jerusalén después de la victoria militar sobre el ejército de los filisteos y se enamora profundamente de una mujer llamada Betsabé, la bella esposa de uno de sus soldados más leales, Urías. En una primera mitad, narra de forma facilona el romance a escondidas entre el rey elegido y la mujer adúltera, mientras el esposo es abandonado secretamente por sus tropas en el frente y muere (siguiendo el estratagema de David que surge en parte porque teme que se descubra el episodio de adulterio y su amada Betsabé termine siendo apedreada por la multitud a las órdenes del marido que cumple la ley). En la segunda, se cuenta las desgracias del protagonista iniciadas por la tragedia matrimonial, la crisis de liderazgo marcada por los israelitas descontentos, la enorme culpa por la infidelidad que amenaza con destruir la moralidad de un pueblo. Pero en ninguna de las dos mitades encuentro algo que me emocione porque, entre otras cosas, todo el mecanismo de acción se reduce a conversaciones íntimas a puerta cerrada en las que, por lo regular, no sucede nada sustancioso o algún impulso dramático que traslade a los personajes lejos de ese patetismo del guión de Philip Dunne que, religiosamente, está desprovisto de batallas épicas para ampliar los diálogos al servicio de una teatralidad casi shakespeariana. Gregory Peck me resulta convincente como el monarca infiel que recuerda los días de gloria y heroísmo mientras busca expiar sus pecados. Él tiene buena simbiosis al lado de una Susan Hayward blanda que interpreta a una esposa trofeo que solo funciona como adorno con su belleza exótica. King los encuadra en una puesta en escena en la que aprovecha con solvencia el vestuario y los decorados ampulosos que reproducen el panorama de la época con una seña fabulesca en Technicolor, con un trabajo fotográfico de envergadura de Leon Shamroy y un partitura de Alfred Newman que seduce mis oídos con una composición de oboes, flautas y vibráfonos. A pesar de los tropezones narrativos, su asunto se levanta un poco en el tramo final, en el que David ora arrepentido frente al arca de la Alianza, mientras recuerda cómo mató a Goliat de una pedrada en el nombre de Dios.

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Ficha técnica
Título original: David and Bathsheba
Año: 1951
Duración: 1 hr 56 min
País: Estados Unidos
Director: Henry King
Guion: Philip Dunne
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Gregory Peck, Susan Hayward, Raymond Massey, Kieron Moore,
Calificación: 5/10


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