Crítica de la película «Arma secreta» (1989)

Arma secreta
Arma secreta, de Roland Joffé, es posiblemente una de las películas bélicas más aburridas e insustanciales que he visto sobre el proyecto Manhattan. Muestra los rastros más débiles del guion cadavérico que firma Joffé al lado de Bruce Robinson, en el que las acciones de los personajes se reducen a conversaciones anodinas y a un núcleo de situaciones previsibles en las que, por lo regular, no sucede nada revelador en las dos largas horas que dura el experimento secreto. El argumento se sitúa desde 1942 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y narra las peripecias de Leslie Groves, un general del ejército al que gobierno le asigna la tarea de dirigir el proyecto ultrasecreto conocido como Manhattan, que tiene como objetivo principal desarrollar una bomba atómica que sirva como eje transversal para acabar con los japoneses que se niegan a rendirse detrás de las líneas enemigas. El asunto tiene un arranque que despierta mi interés desde las escenas iniciales en las que Groves elige al físico Robert Oppenheimer como encargado del equipo científico del laboratorio en Los Álamos en Nuevo México y, entre otras cosas, se exterioriza las discrepancias de ambos sobre la viabilidad de producir un arma de destrucción masiva a base de uranio y plutonio (metafóricamente se da entender que la mezcla entre un militar y un científico produce una reacción en cadena similar a la de la bomba). Pero la trama se vuelve demasiado pesada porque, de una escena a otra, el radio de acción lastra el desarrollo de unos personajes superficiales que permanecen en un línea de horizonte transparente, cutre, terriblemente predecible, en la que se debaten muchas cosas a puerta cerrada sin alcanzar jamás un golpe de efecto que me sorprenda por su contexto histórico. Los personajes, por así decirlo, carecen de conflictos internos o de algún registro psicológico que los haga interesantes. Muchos de ellos se tornan prescindibles en subtramas innecesarias. Solo las actuaciones centrales de Paul Newman y Dwight Schultz, por lo menos, cumplen con una cuota de descripción que los hace creíbles incluso sin ningún grado de relieve dramático. En el tercer acto me atrapa la escena del accidente radioactivo en el que un joven John Cusack sufre envenenamiento por radicación al interactuar con un componente radiactivo para evitar una explosión catastrófica en la instalación. También la climática secuencia de los problemas técnicos que retrasan la prueba Trinity que concluye con el estallido exitoso de la primera bomba atómica en el desierto de Alamogordo, donde todos observan perplejos la nube en forma de hongo que ilumina los cielos y ruge con vientos huracanados. La habilidad de Joffé, a diferencia de su extraordinario trabajo en Los gritos del silencio, pierde la consistencia al narrar los sucesos históricos de las bombas atómicas sin ningún tipo de intensidad o de propósito a la hora de mostrar a los actores de la investigación, prefiriendo, en cambio, el terreno facilón de la cotidianidad con alma patriotera que señala a los buenos sin interrogar sus miserias. La música de Morricone, que ofrece un leitmotiv contagioso, es lo único que se queda conmigo cuando ruedan los créditos.

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Ficha técnica
Título original: Fat Man and Little Boy
Año: 1989
Duración: 2 hr 07 min
País: Estados Unidos
Director: Roland Joffé
Guión: Bruce Robinson, Roland Joffé
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Vilmos Zsigmond
Reparto: Paul Newman, Dwight Schultz, John Cusack, Laura Dern, Bonnie Bedelia, 
Calificación: 5/10

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