Imperio de luz es una película de Sam Mendes que he visto, supongo, para completar el visionado de las que estaban nominadas durante la pasada temporada de premios y se fueron con las manos vacías. Y tras el largo rato de casi dos horas no consigo comprender que haya sido nominada en lo que sea. En su núcleo, Mendes ofrece un melodrama que en la superficie se ve hermoso con la manufactura visual de Deakins, pero cuya historia de amor tropieza en lugares comunes que carecen de emoción y está poblada de personajes desabridos que, a menudo, debilitan el discurso básico sobre la intolerancia social en la era de Thatcher y la pasión por las salas de cine. Su argumento se sitúa en la costa norte del condado inglés de Kent y narra la vida de Hilary Small, una mujer solitaria, ciclotímica, que trabaja como gerente de servicio en el cine Empire (donde mantiene relaciones sexuales con el jefe) y que, a ratos, lucha diariamente contra un trastorno bipolar que destruye su interior cuando toma la dosis de litio recetada por el médico, pero cuya infelicidad encuentra un poco de oxígeno cuando se enamora de un negro británico llamado Stephen, que es el nuevo empleado del local. El cuento de amor birracial entre el joven y la señora madura capta mi atención en tres escenas fundamentales: la de la discusión que tiene Hilary con el propietario en la noche de la función de
Carrozas de fuego; el estado de deterioro mental de Hilary cuando conversa con Stephen en su apartamento antes de que los oficiales de seguridad social rompan la puerta; y la protesta de skinheads que en un acto vandálico rompen la entrada del cine para agredir al negro en un crimen de odio racial. Sin embargo, me parece que su narrativa permanece sujeta a una serie de situaciones sosas que, por lo regular, reducen el radio de acción de los personajes a conversaciones anodinas que, lejos de unos cuantos diálogos que solo sirven para detallar el dolor intrínseco y los traumas del pasado (el racismo, el infierno conyugal, las injusticias, el machismo, etc.), no tienen ningún pulso dramático que eleve el material y solo funcionan, dicho sea de paso, para esquematizar, primero, un comentario sobre los actos de intolerancia entendido como una mujer infeliz que se cansa de tolerar el abuso masculino (como la simbólica escena del castillo de arena) y halla un poco de felicidad en una relación amorosa con un muchacho tolerante que justamente paga el precio del racismo en los años convulsos del thatcherismo y, segundo, el poder sanatorio del cine como refugio de los que buscan olvidarse de los problemas cotidianos al encerrarse en la sala oscura. En términos generales, solo me causa una impresión el potencial de Olivia Colman para interpretar, de forma creíble, el calvario de una esquizofrénica con los gestos y la mirada. Por lo menos, ella desarrolla una buena química con el desconocido Micheal Ward. De alguna forma, Mendes los encuadra en una puesta en escena que goza de cierta elegancia en los decorados y la reproducción de la época, especialmente en un par de planos finamente encuadrados por la lente de Deakins; pero que, me temo, no es suficiente para sacar el episodio romántico de la zona aburrida y previsible que olvido tan pronto como se apagan sus luces.
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Ficha técnica
Título original: Empire of Light
Año: 2022
Duración: 1 hr. 55 min.
País: Reino Unido
Director: Sam Mendes
Guión: Sam Mendes
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Roger Deakins
Reparto: Olivia Colman, Micheal Ward, Colin Firth, Toby Jones
Calificación: 5/10
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