Crítica de «Maestro»: biopic hueco sobre Leonard Bernstein

En su segundo largometraje, Bradley Cooper captura la vida del polifacético compositor y director de orquesta, Leonard Bernstein.



Maestro



Del genial y polifacético Leonard Bernstein se han debatido tantas anécdotas que, me inclino a pensar, es ya una norma ampliamente aceptada por todos su estatus como uno de los más grandes músicos del siglo XX. Nadie en su sano juicio diría lo contrario. Para empezar, era compositor, director de orquesta y un pianista versado, que alcanzó fama mundial tras debutar en el Carnegie Hall con la Orquesta Filarmónica de Nueva York, en un concierto celebrado en 1943 que fue retransmitido por radio en todo el mundo, siendo el primero nacido y formado en Estados Unidos en lograr semejante conquista porque en aquella época casi todos los directores de orquesta venían tradicionalmente de Europa. Compuso, además, tres sinfonías, dos óperas, una misa y las bandas sonoras de películas emblemáticas como La ley del silencio (Kazan, 1954) y Amor sin barreras (Wise, 1961), esta última basada en uno de sus cinco musicales. También era un profesor y divulgador de música que, durante años, ensenó a muchos jóvenes. Pero, detrás de los escenarios y de su magnética personalidad en el podio, su vida íntima era un torbellino marcado por la bisexualidad que durante años le ocultaba a su esposa, la actriz chilena Felicia Montealegre.
 
En Maestro, estrenada recientemente en Netflix, Bradley Cooper intenta capturar exactamente esa parte agitada de la vida de Bernstein, casi como una respuesta invertida a la insulsa TÁR (Field, 2022). Pero, por desgracia, esa decisión estética me impide conectar con el presunto intimismo que adopta su enfoque durante más de dos horas. No me parece otra cosa que un biopic aburrido, deslavazado, manido, que más allá de las actuaciones centrales y de algunos valores de producción que piden a gritos alguna nominación al Oscar, repite inútilmente los mismos clichés hasta reducir la biografía de Bernstein a la más absoluta indulgencia. Todo luce higienizado. En pocas palabras, su visión se vuelve predecible porque no se toma la molestia de profundizar en las miserias internas que supuestamente atormentan al personaje, dejando todo en una superficie acomodaticia que, en más de una ocasión, atraviesa los lugares comunes del melodrama sin ninguna intención de salir de la zona de confort.



Carey Mulligan y Bradley Cooper.



El argumento comienza con una frase del propio Bernstein que dice: "Una obra de arte no responde a las preguntas, las provoca; y su significado esencial está en la tensión entre las respuestas contradictorias". Se sitúa a finales de los años 80 y muestra a Bernstein (Bradley Cooper) como un anciano de 70 años que, con el cigarrillo en mano, toca en el piano un fragmento de su ópera A Quiet Place mientras es entrevistado por un equipo de filmación en los interiores de su mansión. Cuando termina de tocar, Bernstein rememora, a través de un largo flashback, la unión que tuvo con su esposa Felicia (Carey Mulligan) a lo largo de varios años.

En términos generales, la narrativa del caso de Bernstein se estructura con los elementos más básicos del drama biográfico, mostrando las singularidades de su trayectoria durante varias décadas. En una primera mitad, ostenta a Bernstein como un joven carismático que, de la noche a la mañana, se convierte en una celebridad tras ocupar el puesto de director de orquesta en la Filarmónica de Nueva York en un concierto exitoso que se roba el corazón del público; pero cuya vida romántica, ocupada ya de manera intermitente por el clarinetista David Oppenheim (Matt Bomer), da un giro zigzagueante cuando se enamora de Felicia, una aspirante a actriz con la que luego tiene tres hijos. La acción se traslada luego a mediados de la década de 1950, donde el matrimonio entre ellos prospera adecuadamente en medio de fiestas pobladas de gente famosa, mientras Leonard goza de un prestigio unánime al componer óperas y musicales de Broadway como Candide y West Side Story, aunque Felicia empieza a sospechar de las preferencias homosexuales de su cónyuge al verlo coquetear con otros hombres. En la segunda mitad, por otro lado, cubre el debilitamiento de la pareja durante las décadas de los 60 y los 70, extendido no solo por los celos de Felicia que son ocasionados por las infidelidades de Leonard con otros hombres, sino, además, por el abuso del alcohol y las drogas que este consume para olvidar la delgada línea sexual que lo coloca en el sendero de la autodestrucción y en el centro de rumores que llegan hasta los oídos de su hija preferida, Jamie Bernstein (Maya Hawke). La crisis matrimonial alcanza su punto de inflexión en la escena del Día de Acción de Gracias en la que Felicia y Leonard discuten sobre el problema que ignoraron durante años.


Bradley Cooper como Leonard Bernstein


 
Al margen de las descripciones superficiales, la narración se mantiene ajena a cualquier rastro de sensibilidad porque Cooper, a diferencia de lo que había hecho con la tragedia dialéctica de sus personajes en Nace una estrella, opta por la vía facilona de utilizar el romance entre Leonard y Felicia para no interrogar el comportamiento de Bernstein con una brújula moral y prefiere, dicho sea de paso, en mostrar sus vicios intrínsecos desde un horizonte transparente que borra por añadidura cualquier posibilidad negar la condescendencia. No hay conflicto o golpe de efecto. Los diálogos apenas esbozan las motivaciones de los personajes. La carrera musical del protagonista es solo un adorno cosmético. La superficialidad de sus escenas reitera el mismo esquema de mantener a los personajes situados en las fiestas ampulosas, las conversaciones al aire libre en el parque, los ensayos en el teatro, los conciertos sinfónicos a casa llena, el coqueteo con homosexuales, la angustia soterrada de la esposa, los paseos por la enorme casa. Todo se queda en obviedades por la necesidad de construir un discurso sobre la autoaceptación entendido como el sufrimiento de un hombre de máscaras que se niega a manifestar su homosexualidad reprimida para encajar con las normas sociales y proteger su imagen prestigiosa como director de orquesta frente a la mujer que usa como resorte para esconder su animadversión hacia sí mismo. Esto es especialmente cierto desde las escenas en que Felicia, por intuición femenina, sospecha de que su marido no es honesto ni con ella ni consigo mismo al arrastrar hombres hasta su vivienda sin ningún permiso previo. Es, resumidamente, una parábola de una relación sentimental que colapsa por las mentiras y la orientación sexual del esposo.


Carey Mulligan y Bradley Cooper


 
Aunque se omiten ciertas verdades sobre Bernstein (como la vigilancia del FBI por sus vínculos comunistas y su lucha política por el desarme nuclear), me intereso por lo menos en las actuaciones que, con mucha química, ofrecen Cooper y Mulligan. Parecería como si Cooper se disfrazara para simular una efigie caricaturizada de Bernstein, y a veces es lo que parece, pero, a juzgar por lo que veo, su actuación tiene cierta credibilidad cuando se apoya del maquillaje prostético sobre su cara para mimetizar los gestos, la apariencia física y la personalidad carismática de Bernstein, en un rol aceptable que saca su mejor carta de presentación en la prolongada secuencia en la Catedral de Ely en Inglaterra donde el protagonista dirige la Sinfonía de la Resurrección de Mahler en un concierto legendario grabado en 1973 (el mismo Cooper dirige la orquesta en un gran plano general de larga duración). Cooper interpreta a Bernstein como un hombre extrovertido que seduce a todos con su verborrea sofisticada y la genialidad musical que sirve como careta para ocultar a su familia su debilidad por el sexo masculino, aunque a veces exagera un poco hasta transitar a la banda resbaladiza de la impostura. Me resulta, sin embargo, más elevada la interpretación de Mulligan como Felicia Montealegre. Ella simplemente se roba toda la película cuando emplea su rico registro expresivo para interpretar, con su mirada y el rostro dulce, los dilemas de una mujer tolerante que acepta los deslices sexuales de un marido que la quiere más bien como un amor platónico. Y está muy orgánica en las escenas en que Felicia agoniza en la cama como víctima del cáncer que le diagnostican a última hora. Estoy casi seguro que recibirá una nominación al Oscar por esta actuación.


Bradley Cooper como Leonard Bernstein


 
A menudo me cautiva la presencia de Mulligan, pero también me apetece observar ciertas cualidades estilísticas que Cooper utiliza con solvencia sobre la puesta en escena, a pesar del ensamblaje defectuoso que se precipita por esa elipsis que, abruptamente, sintetiza los episodios del relato. De su estética visual predomina, durante los primeros 50 minutos, un uso consistente del blanco y negro monocromático que agrega sobre el encuadre la esencia del melodrama que era común en el cine clásico, así como la existencia casi tragicómica del compositor en una relación de aspecto 4:3 que acentúa el nivel de aprisionamiento en el que se halla. Le presta, además, particular atención a los detalles del vestuario, el maquillaje, la peluquería y los decorados que reproducen con autenticidad un período que abarca cinco décadas. Hay pericia compositiva en cada plano. El tono, en ocasiones, se equilibra a través del encuadre móvil de una cámara en perpetuo movimiento que esquematiza las emociones de algunos personajes. De igual modo, engalana mis oídos la amplia selección de composiciones de Bernstein que son interpretadas por la Orquesta Sinfónica de Londres dirigida por el director de orquesta Yannick Nézet-Séguin (que también se desempeñó como entrenador de Cooper en la dirección de orquesta). La música diegética desempeña una función enunciativa que subraya con cada nota los estados de ánimo que cubren al protagonista en forma de catarsis. Los vítores de toda su estética, simplificadamente, buscan convencer a los votantes de la academia para que tomen en cuenta el desempeño de cada departamento durante la temporada de premios.
 
Durante muchos años, esta película era un proyecto que pretendían realizar tanto Martin Scorsese como Steven Spielberg, pero los diversos compromisos de ambos impidieron que se hiciera realidad (aunque tienen créditos como productores). El material, en mi opinión, hubiese encajado en la estética de Scorsese. Pero esa es, desgraciadamente, otra historia. La versión que presenta Cooper es un biopic impostado, artificioso, burdo, esquivo, sobre uno de los grandes compositores del siglo XX. Y ni siquiera su estilo solemne evita que se registre sobre mí una indiferencia que me obliga a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que es una metida de pata comprimir el proceso creativo de Bernstein para escudriñar en los aspectos de su vida privada que no tienen ni la más mínima importancia. Es un pecado capital que la música sea solo un plato de segunda mesa, donde, al parecer, todo su núcleo gira alrededor de la sexualidad irresoluble. No hay pasión ni alma en sus escenas. Todo avanza como por capricho. Su fórmula complaciente, en resumidas cuentas, sigue el manual de corrección política que es ya un slogan de Netflix para complacer a la base de suscriptores progre que sostienen los costos de mantenimiento de los servidores.

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Ficha técnica
Título original: Maestro
Año: 2023
Duración: 2 hr. 11 min.
País: Estados Unidos
Director: Bradley Cooper
Guion: Josh Singer, Bradley Cooper
Música: Leonard Bernstein
Fotografía: Matthew Libatique
Reparto: Bradley Cooper, Carey Mulligan, Maya Hawke, Sarah Silverman
Calificación: 5/10

Tráiler de Maestro




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