En su regreso al cine tras una ausencia de nueve años, Michael Mann retrata la biografía del empresario y piloto italiano Enzo Ferrari.



Ferrari



Ferrari es una película en la que, Michael Mann, recupera los registros habituales del drama biográfico para narrar la vida de Enzo Ferrari, el magnate italiano que fundó el famoso fabricante de automóviles superdeportivos que durante años se ha establecido como una insignia inconfundible de lujo, alta velocidad y coches rojos que tienen como escudo a un caballo negro sobre un fondo amarillo. Por lo que sé, se basa en la biografía titulada Enzo Ferrari: The Man, the Cars, the Races, the Machine, publicada en 1991 por el periodista Brock Yates. Y Mann la había estado desarrollando desde principios de este siglo, poco después de discutir la realización del proyecto con Sydney Pollack y de revisar el guion que estaba escrito por Troy Kennedy Martin. Pero se estancó durante dos décadas cuando el mismo Mann rechazó un presupuesto de 40 millones para el rodaje (que no encontraba suficiente para satisfacer su visión). Durante ese tiempo sonaron nombres como Christian Bale y Hugh Jackman para protagonizarla, pero todo quedó en un limbo de desarrollo hasta que, finalmente, Adam Driver ocupó su puesto, luego de que la producción se reactivara en 2022. Se dice que Driver, junto a Penélope Cruz, recibió unos cuantos aplausos en el Festival de Cine de Venecia que se celebró el año pasado, donde la película tuvo su estreno inicial.


Yo, particularmente, no quiero ni imaginarme qué tipo de película vieron esos periodistas que publicaron sus loas con fines publicitarios para la temporada de premios, pero supongo que fue algún “regreso de forma”, como le suelen llamar, porque yo, al contrario, y a diferencia de ellos, tras durar más de dos horas metido en una sala oscura no consigo meterme de lleno en la existencia trágica del commendatore de la Ferrari que ostenta Mann. Y, a pesar del arranque trepidante que goza de actuaciones sobrias de Driver y Cruz, no me parece otra cosa que un biopic convencional, mecánico, al que le falta algo de empuje en su récord de carreras y tragedias familiares, que filtra su combustible a medio camino y, a veces, avanza como un coche sin rumbo por una vía accidentada cuando Mann retrata los dilemas del señor Enzo, siguiendo la línea establecida ya por cintas superiores sobre figuras históricas del automovilismo como Rush (Howard, 2013) y Ford v. Ferrari (Mangold, 2019). En sus escenas me asalta esa sensación de que escasean unas cuantas piezas a su engranaje, pero de igual forma el asunto se deja ver dentro de sus limitaciones.




Adam Driver como Enzo Ferrari

 

El argumento de la película se ambiente en el verano de 1957 y sigue al empresario italiano Enzo Ferrari (Adam Driver) en los instantes que prepara a su equipo de carreras para una larga carrera de resistencia de mil millas de recorrido y, además, tiene que lidiar con la crisis doméstica que enfrenta junto a su esposa Laura (Penélope Cruz) a raíz de la muerte de su hijo, Dino, quien falleció un año antes a los 24 años de edad como víctima de una distrofia muscular. Pero Ferrari también es un mujeriego que esconde las infidelidades a su esposa. Y su presión aumenta, a la vez, por las conversaciones que sostiene con su amante, Lina Lardi (Shailene Woodley), que lo presiona día y noche para que reconozca el apellido de su hijo ilegítimo, Piero, antes de la fecha de su confirmación (que se dificulta porque está todavía casado con Laura y el divorcio en Italia es ilegal en la época donde tienen lugar los acontecimientos). Las circunstancias familiares de último minuto suponen para don Ferrari una barrera que obstruye los riesgos administrativos que toma para la fabricación de los vehículos que diseña especialmente para las competencias.

 

En términos generales, Mann no presenta la vida de Ferrari a través de la fórmula facilona que sintetiza los sucesos más importantes de su biografía durante varias décadas, como suele suceder en los biopics más comunes de Hollywood. En cambio, opta por mostrar a Ferrari en un período de transición ocurrido específicamente en 1957 tras la muerte de su hijo, donde pone sobre el tapete una metáfora sobre la imposibilidad de superar el luto como el catalizador que lo impulsa a fabricar los coches más veloces para redimirse por los pecados cometidos por la irresponsabilidad paternofilial y evitar así la hemorragia financiera que afecta la empresa (se entiende que este fabrica autos más rápidos mientras contempla la posibilidad de fusionar su corporación con la financiación de inversionistas para resolver las pérdidas económicas que amenazan con llevarlo a la bancarrota). El señor Ferrari que muestra es un hombre sinuoso, reservado, frío, distante, adúltero, que se refugia en los breves episodios de felicidad que tiene junto a su hijo más pequeño para olvidar el calvario interno provocado por la culpa de no haber podido salvar al hijo mayor que quería con locura y cuyo fallecimiento, propiamente dicho, debilitó el vínculo matrimonial que tenía con Laura hasta un punto cercano a la ruptura y la desilusión (razón por la que este visita todos los días la tumba de su hijo en el cementerio).



Penélope Cruz como Laura Ferrari


 

Sin embargo, esas decisiones de Mann solo consiguen que la narrativa se vuelva aburrida y algo redundante cuando todo el núcleo del conflicto se mantiene, por lo regular, en la circularidad del drama familiar y las carreras a contrarreloj de los pilotos que manejan los autos rojos en las pistas de prueba. De esa manera para mí no es muy difícil anticipar el ejercicio de autoridad de Enzo sobre los subordinados que le temen; las discusiones acaloradas de Enzo con la esposa celosa de mirada maniacodepresiva; la negación de Laura de ceder la mitad de las acciones de la compañía para la eventual fusión corporativa; los encontronazos de Enzo con la prensa amarillista; las constantes revisiones en el taller de mecánica de los carros previos a su lanzamiento; la investigación de Laura para descubrir la infidelidad de su marido al encontrar la casa donde viven Lina y Piero en el campo a las afueras de Módena; las quejas de la amante para que Enzo le otorgue su apellido a Piero. No hay mucha sorpresa en ese conjunto de escenas. Pero, al menos, alcanzo a sentirme a gusto con las secuencias de acción en las que los automóviles conducidos por los pilotos de Ferrari avanzan a toda marcha para ganarle a los rivales de Maserati, sobre todo en la climática carrera de la Mille Miglia en Brescia, en la que el grupo de conductores que encabeza Alfonso de Portago (Gabriel Leone) atraviesa una carretera desconocida a todo gas, en la que los neumáticos piden a gritos una modificación en la parada en boxes y las señales anuncian el accidente inminente de un auto que pierde el control y mata a nueve espectadores. Esta carrera es, a mi juicio, la parte más sólida de la película.



Adam Driver como Enzo Ferrari


 

Dentro del rango de descripción, también logro ver algo de credibilidad en las actuaciones de Driver y de Cruz. Driver luce creíble cuando ejerce la mirada seria y su registro expresivo para interpretar a Ferrari como un sujeto elegante, ambicioso, de pocas palabras, vestido con trajes caros y gafas de sol, que detrás de la frialdad y del espíritu de piloto experimentado guarda la herida ocasionada por la culpa y el duelo que obstaculiza su pasión por la manufactura de vehículos. Cruz, por su lado, ofrece una espléndida interpretación como la esposa depresiva, histérica, celosa y paranoica que se niega a reestablecer el vínculo con su esposo para castigarlo por el adulterio que oculta a sus espaldas, donde llega incluso a capturar con la mirada y la voz alterada el dolor de una madre que perdió a su único hijo. No son, desde luego, las mejores de sus carreras ni mucho menos, pero sí añaden algo de sustancia psicológica a la capa externa que describe a los personajes, aunque las deficiencias del guion maltratan su desarrollo.


Esta cinta marca el regreso al cine de Mann tras una ausencia de casi nueve años, así como otra nueva excursión al cine biográfico desde Ali (2001) y la estupenda Enemigos públicos (2009). Al margen de los resultados, me agrada que retome los rasgos característicos de su estética en los sonidos estruendosos y la meticulosa reproducción de la época de los 50 que subraya con solvencia en los decorados, las réplicas de los modelos clásicos de Ferrari y el vestuario. También valoro la energía que le inyecta a las secuencias de carrera, pero, desafortunadamente, algo me dice que no supo tomar las mejores decisiones en la sala de montaje. Su ritmo se ralentiza como un auto sin gasolina en la autopista, quedando en un terreno fracturado, disperso, en el que se echa de menos la cohesión interna del relato.  Hay pocos golpes de efecto detrás de su presunto intimismo. Y la presencia de Driver o de Cruz no es suficiente para sacar al material de la rutina y los tránsitos previsibles. Me atrevo a decir que es otra de las regulares de su filmografía.



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Ficha técnica
Título original: Ferrari
Año: 2023
Duración: 2 hr. 10 min.
País: Estados Unidos
Director: Michael Mann
Guion: Troy Kennedy-Martin
Música: Daniel Pemberton
Fotografía: Erik Messerschmidt
Reparto: Adam Driver, Penélope Cruz, Shailene Woodley, Sarah Gadon, Gabriel Leone
Calificación: 6/10

Tráiler de Ferrari



R.M.N.

En R.M.N., el cineasta rumano Cristian Mungiu se refugia en su poética sociológica para señalar los males enquistados de la sociedad rumana desde algún lugar de Transilvania, como ya lo había mostrado hace ocho años atrás en Graduación. Pero en esta ocasión, su texto apunta hacia el horizonte de la inmigración que, desde hace algunos años, está en apogeo en el continente europeo. El drama funciona en la superficie porque Mungiu, con una mirada sociopolítica, ofrece un diagnóstico sobrio sobre la intolerancia, la inmigración y la fuerte xenofobia de una sociedad rumana encerrada en sí misma como horda al servicio de la identidad nacional, sin perder de vista el rastro psicológico de los personajes que coloca sobre el encuadre. El argumento se basa vagamente en el incidente xenófobo del pueblo de Ditrău en 2020, donde unos habitantes de etnia húngara protestaron para expulsar a tres inmigrantes que trabajaban en una panadería local. El protagonista es Matthias, un trabajador rumano que, luego de agredir a un colaborador racista, abandona su trabajo en una fábrica en Alemania para regresar un día antes de Navidad a su pueblo natal, ubicado en una región multiétnica de Transilvania, donde deambula por las calles frías en su moto para frecuentar la casa de la exnovia que administra una panadería, además de que suele visitar a su exesposa y a su hijo, al que nunca pudo criar porque se fue al extranjero. A un ritmo parsimonioso, el montaje paralelo segmenta los episodios cotidianos de la aldea mostrando, primero, la lucha de un hombre irresponsable que, además de no cuidar a su propio padre enfermo, se enfrenta a la incertidumbre del desempleo y la imposibilidad de recuperar la confianza del hijo tímido que padece mutismo; y, segundo, el conflicto de la administradora de una panadería que pone a todo un pueblo en su contra cuando contrata a unos empleados de Sri Lanka. Mungiu utiliza los conflictos de los personajes para motorizar una circularidad dialéctica que diagnostica, en su capa más profunda, una resonancia magnética nuclear sobre la inmigración, entendida como la intolerancia hacia las estructuras que originan el desplazamiento humano, de gente que ingresa a un país en busca de una mejor calidad de vida y solo se encuentra con las barreras de la discriminación, el racismo y la exclusión social. Este dilema es especialmente cierto con la posición de Matthias, que no es más que un hombre desempleado que fue desterrado de un país por preservar su dignidad frente a la xenofobia irracional y observa en su pueblo, junto a la gerente de la panadería que ficha extranjeros, el mismo comportamiento con los compueblanos xenófobos que exigen la expulsión de los inmigrantes desde el interior de una iglesia, a pesar de que muchos de ellos estaban en la misma igualdad de condiciones. El mutismo del niño y el suicidio del abuelo simboliza a detalle el estado actual de las cosas, y el oso metaforiza el poder de esa burocracia corrupta que custodia sus intereses fuera de campo. El material de denuncia, a pesar de que Mungiu opta por mantenerse neutral en su búsqueda de respuestas para el tratamiento y muchas veces aligera el subtexto sobre la sobreexplotación de los trabajadores, se esboza espléndidamente con las actuaciones orgánicas de Marin Grigore y Judith State. Ellos son encuadrados en una puesta en escena en la que Mungiu, como ya es habitual en su estética, ilustra las frustraciones de los protagonistas con las panorámicas absorbentes de filtro helado, el uso constante del plano general, los planos fijos de la larga duración, los silencios sepulcrales y la música diegética que ocasionalmente incluye como leitmotiv el Dueto de las flores de Léo Delibes. No creo que me cuente nada que no haya visto antes con mejores resultados sobre el mismo tópico, pero por alguna razón me atrapa todo lo que narra en apenas dos horas, de esa pequeña comunidad enfermada por el odio colectivo del nacionalismo más abyecto, ese que con orgullo lleva el crucifijo de la extrema derecha. Su construcción dramática es sólida, arropada de sutileza. Detrás de las obviedades, su retrato sobre el inmigrante interroga unas cuantas verdades que fácilmente pueden encajar en cualquier otra nación en sintonía similar.



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Ficha técnica
Título original: R.M.N.
Año: 2022
Duración: 2 hr. 05 min.
País: Rumanía
Director: Cristian Mungiu
Guion: Cristian Mungiu
Música: variada
Fotografía: Tudor Vladimir Panduru
Reparto: Marin Grigore, Judith State, Macrina Barladeanu, Orsolya Moldován
Calificación: 7/10
The Outpost: la batalla de Kamdesh

The Outpost es una película que yo, desgraciadamente, no pude ver cuando tuvo su estreno en VOD durante el apogeo de la pandemia del COVID-19, pero ahora la recupero de mi listado para cumplir con la misión pendiente. De entrada, es una película en la que Rod Lurie despliega un arsenal visual para capturar en movimiento el panorama bélico de unos soldados atrapados en un refugio en medio de la lluvia de balas, pero cuyo relato de héroes en el llamado del deber a veces carece de pulso cuando pasa a un terreno redundante, del que no obtengo otra cosa que una indiferencia notable que se amplía con mayor grado en la segunda mitad. El argumento, basado en hechos reales, se sitúa a partir del año 2006 en un puesto de avanzada del ejército estadounidense que es establecido en el norte de Afganistán, localizado en un valle remoto rodeado por montañas que apertura la posibilidad de los ataques frontales de los talibanes, y donde las tropas estacionadas permanecen todos los días en estado de vigilancia permanente. El protagonista es Cliff Romesha, un sargento astuto que por órdenes superiores llega a la base junto a un pelotón de soldados, pero que de inmediato se da cuenta, al igual que los otros, que la situación es peligrosa porque la base es ubica en una posición vulnerable al fuego del enemigo que dispara desde cualquier dirección de la colina. En una primera mitad se muestra las rutinas de los soldados y los vínculos que forman entre todos los que están bajo el mando del capitán Benjamin D. Keating, así como las negociaciones con los aldeanos para mantener la paz y la exploración que determina la urgencia de reforzar las defensas frente a los disparos constantes de los talibanes que se esconden desde el monte. En la segunda, se presenta la ruptura en la cadena de mando de los distintos comandantes que pasan por la base y los conflictos de los soldados cuando se enfrentan a un ataque a gran escala de cientos de insurgentes afganos, en una balacera infernal que los coloca en el trayecto de una muerte casi segura. El problema es que, en varias escenas, el conjunto narrativo se debilita cuando Lurie opta por abandonar el desarrollo de los personajes para dejarlos situados en la periferia de las descripciones impuestas por el guion y los factores convencionales del género. De esa manera para mí no es muy difícil anticipar desde afuera las explosiones, los tiroteos, las disputas internas, la necesidad de supervivencia, la misión de rescate, los enfrentamientos brutales entre los soldados y los terroristas. Sospecho que no hay mucha sustancia en el comentario sobre el heroísmo y los actos de valor de los soldados elegidos. Solo alcanzo a resaltar, eso sí, la forma en que Lurie captura, con un realismo visceral, los efectos colaterales de la guerra y la enorme presión ejercida sobre los soldados en la batalla de Kamdesh, donde ocasionalmente dota la puesta en escena de panorámicas y atmosferas desérticas por las que suelen caminar soldados que son encuadrados con una cámara en mano que registra largos plano secuencias, además de que emplea con cierto patetismo la música empática. El ritmo me parece pesado. Y el resultado de su trabajo hubiese sido otro con una mejor construcción de la psicología de los personajes. Es, como mucho, una cinta bélica algo regular.



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Ficha técnica
Título original: The Outpost
Año: 2019
Duración: 2 hr. 03 min.
País: Estados Unidos
Director: Rod Lurie
Guion: Eric Johnson, Paul Tamasy
Música: Larry Groupé
Fotografía: Lorenzo Senatore
Reparto: Scott Eastwood, Caleb Landry Jones, Orlando Bloom, Milo Gibson, Taylor John Smith
Calificación: 6/10
El rey de las drogas

The Drug King, traducida literalmente como El rey de la droga, es una película de Netflix a la que me acerco por mi amplio interés por el cine gansteril surcoreano y de la que, dicho sea de paso, percibo una mezcla híbrida que va en la misma sintonía de Caracortada (De Palma, 1983), Gánster americano (Scott, 2007) y Gánster sin nombre (Yun, 2012). De entrada, es una película de gánsteres hecha en Corea que posee un arranque arrebatador con la presencia de Song Kang-ho, pero cuya trama, desafortunadamente, se vuelve aburrida al transitar por los mismos clichés prefabricados sobre el ascenso y caída de un señor de la droga, en donde noto que cada escena es un barullo de episodios convencionales y situaciones previamente explotadas con mejores resultados en otras películas del género. El argumento se sitúa en Corea del Sur durante la década de los 70, en medio del tenso clima político instalado por la dictadura de Park Chung-hee y la explosion emergente de pandillas coreanas modernas. El protagonista es Lee Doo-sam, un contrabandista de poca monta que se gana la vida contrabandeando joyas como miembro de una pandilla local en Busan en la provincia de Hwanghae, pero cuya vida como ratero da un giro cuando utiliza su red de contactos con los yakuzas para producir grandes cantidades de metanfetamina (a la que llaman "cristal") que se exportan hasta Japón, mientras sube en las filas del mundo criminal hasta instaurar un imperio de las drogas. Si bien, el asunto de este traficante de drogas tiene un inicio que me atrapa momentáneamente, al pasar la hora permanezco en un estado de abulia que se prolonga, supongo, por la manera en que su director, Woo Min-ho, coloca sobre la trama los mismos tropos manoseados del cine gansteril que ya me sé de memoria. De esa forma para mí no es tan difícil predecir el ascenso del gánster como traficante de drogas internacional, la producción del químico en los laboratorios, los conflictos internos con los traidores, las peleas violentas entre pandilleros, la fortuna acumulada por la avaricia descontrolada, la amante trofeo como ornamento decorativo, los vínculos políticos con burócratas corruptos que reciben sobornos, los negocios con gánsteres violentos, la persecución del fiscal que busca atraparlo para desmontar la distribución. Hay un rasgo superficial que obstruye el desarrollo de los personajes y reduce sus acciones a circunstancias previsibles que solo responden a un comentario básico sobre los vicios del poder y la corrupción burocrática. Solo alcanzo a fijarme, eso sí, por la actuación de Song cuando ejerce su registro expresivo para subrayar la existencia de un narcotraficante ambicioso que, falsificando su identidad, se destruye a sí mismo por los excesos del poder, el crimen organizado y las drogas que se pincha el brazo para olvidar que es buscado por la policía. También la de Bae Donna como la socialité elegante y codiciosa que, como cabildera, conduce al capo a los niveles superiores del tráfico de drogas. Ellos son encuadrados en una puesta en escena estilizada que goza de un uso constante del encuadre móvil para dinamizar la acción y de una música que agrega elegancia a los actos criminales, además de una solvente reproducción de la época en el vestuario y los decorados, casi como si el director se robara algunos de los rasgos estéticos de Scorsese. Pero, desgraciadamente, nada de eso impide que la narrativa transite por lo lugares comunes que, a veces, me dan la sensación de que carecen de ritmo y no es más que una cinta gansteril del montón.



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Ficha técnica
Título original: The Drug King (Ma-yak-wang)
Año: 2018
Duración: 2 hr. 19 min.
País: Corea del Sur
Director: Woo Min-ho
Guion: Woo Min-ho
Música: variada
Fotografía: Go Nak-seon
Reparto: Song Kang-ho, Bae Doona, Jo Jeong-Seok, Jo Woo-jin
Calificación: 5/10
Stefan Zweig: Adiós a Europa

Stefan Zweig: Adiós a Europa es una película en la que, Maria Schrader, sigue los ritos comunes del drama biográfico para capturar los últimos años de Stefan Zweig durante la Segunda Guerra Mundial, en los tiempos en que era un exiliado político que viajaba por el mundo antes de establecerse definitivamente en la ciudad Petrópolis en Brasil. Su arranque es más o menos interesante cuando retrata con intimismo los últimos días del escritor austriaco, con una actuación auténtica de Josef Hader, pero me temo que, en su núcleo dramático, hay una ausencia de brío que se prolonga por los diálogos superfluos en la selva y en los cuartos cerrados, donde la directora se niega a profundizar en la psicología de unos de los escritores de mayor renombre del siglo XX y opta por colocarlo en una superficie higienizada en la que nunca sucede algo sustancioso que me involucre en la rutinaria existencia de los personajes. El argumento se sitúa en el año 1941 y muestra a Stefan Zweig como un intelectual que se exilia en Brasil para huir de la guerra y la persecución de los judíos organizada por el Libro Negro de los nazis, donde goza de una enorme reputación como escritor y ejerce la función de activista social al lado de su esposa para divulgar al mundo la crisis humanitaria que estalla en el continente europeo como producto de los dictadores megalómanos. En principio me intereso por la rutina de actividades a partir de las escenas en que el escritor famoso conversa con los huéspedes brasileños que lo adoran y con otros colegas exiliados sobre los crímenes que se cometen en la conflagración europea. Sin embargo, al pasar la primera hora soy prisionero de una abulia que se extiende, dicho sea de paso, por la manera fútil en que Schrader reduce las acciones del protagonista a las discusiones a puerta cerrada sobre conflictos personales en dos períodos, separados por episodios espaciotemporales, entre Nueva York y Petrópolis. La desesperación del escritor austríaco se mantiene en un escenario repetitivo, divorciado de cualquier rastro de emotividad en esa estructura narrativa que mimetiza las páginas de un libro para compensar obviedades, en la que se muestran unas cuantas ideas en los coloquios políticos, pero que nunca llegan a complementar el conjunto con algún grado de sustancia o pulso dramático. El clímax en el que Zweig y su esposa Lotte son encontrados muertos por una sobredosis de barbitúricos, no me produce ni frío ni calor. Soy ajeno a sus sensibilidades de presunto cine de autor. Todo luce demasiado transparente cuando utiliza la angustia de Zweig para comunicar su discurso básico sobre la condición sociopolítica de un inmigrante deprimido que no posee ninguna nacionalidad y divaga como nómada por distintos lugares a los que le cuesta adaptarse, en una extraña metáfora que habla más sobre el presente que del pasado. La actuación de Josef Hader, por lo menos, ofrece una pequeña pizca de credibilidad cuando ejerce su registro expresivo para evocar los silencios, la mirada serena y la distinguida manera de expresarse de Zweig, a pesar de que el guion le remueve la psicología interna para mostrar solo su exterior como la estatua de una plaza. Y se agradece también las atmósferas que acentúan los estados de ánimo de los personajes en dos escenarios contrapuestos: el frío neoyorquino y la calidez brasileña. Lo demás, dentro de su margen de debilidades, parece el resultado de una frase inédita que se queda en puntos suspensivos.



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Ficha técnica
Título original: Stefan Zweig Farewell to Europe (Vor der Morgenröte)
Año: 2016
Duración: 1 hr. 46 min.
País: Austria
Director: Maria Schrader
Guion: Maria Schrader, Jan Schomburg
Música: Tobias Wagner
Fotografía: Wolfgang Thaler
Reparto: Josef Hader, Aenne Schwarz, Tómas Lemarquis, Barbara Sukowa
Calificación: 5/10
Malena

En Malèna, el cineasta italiano Giuseppe Tornatore ilustra un cuento de mayoría de edad con el fin, supongo, de recuperar la magia que había perdido desde la maravillosa Nuovo Cinema Paradiso. De entrada, es una película de Tornatore que goza de cierta belleza mediterránea por la parte visual, pero ni siquiera la fulgurante presencia de Monica Bellucci evita que la fábula de mayoría edad se desplome por caminos comunes y aburridos poblados de personajes estereotipados, de los que no recupero otra cosa que una rotunda indiferencia cuando interroga el pasado político de Italia sobre la base del despertar sexual de un adolescente dominado por las hormonas y una mujer voluptuosa de portada de revista. El argumento se desarrolla en Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial y sigue las travesuras de Renato, un niño de doce años que vive con sus padres y sus hermanas en el pueblo de Castelcuto, donde habitualmente monta su bicicleta por las calles del pueblo y se reúne de vez en cuando con sus compañeros de clase para observar de lejos a Malèna, una mujer hermosa de veintisiete años que es deseada por todos los hombres del pueblo y envidiada por las mujeres que anhelan sus atributos. El asunto del niño me llama la atención cuando se obsesiona con la bella mujer hasta el punto de seguirla hasta su casa para espiarla por la ventana y tener fantasías eróticas como un auténtico voyeur hitchcockiano, mientras se registra la cotidianidad de unos pueblerinos que escuchan por la radio el discurso de Mussolini declarando la guerra. Sin embargo, me fatigo cuando miro que la rutina del chico se reduce al acto de mirar a la mujer cuando sale de su casa, al fisgoneo de la mujer por un agujero de la persiana, las fantasías sexuales con referencias cinéfilas en las que una desnuda Malèna es el objeto del deseo, las visitas a la sala de cine, los paseos en bicicleta por las calles del pueblo, las disputas familiares de los padres, las tradiciones católicas, los frecuentes episodios de onanismo que acentúan la sexualidad que despierta sobre la adolescencia. El humor es flojo. Hay una notable ausencia de emoción en lo que veo. Los personajes se mantienen situados en una zona acomodaticia que nunca los saca de la primera dimensión ni de los diálogos artificiales prefabricados por el guion blando de Tornatore. Y todo el conflicto del muchacho que espía a la mujer adulta es usado como un trampolín discursivo que sirve para ilustrar una parábola soterrada sobre el abandono de la sociedad italiana durante la política del fascismo de Mussolini, donde el poder de la belleza de la mujer metaforiza la omnipotencia, la corrupción y la represión estatal sobre un pueblo obligado a atestiguar su propia servidumbre voluntaria (la imposibilidad de reencontrarse con el esposo, es decir, la separación entre ambos, señala la necesidad de un país de recobrar lo que se perdió). El marido ausente simboliza la negativa del pueblo de apoyar la política de la casta hegemónica. Y el niño subraya la inocencia perdida de toda una nación que busca cerrar heridas y perdonar. Desafortunadamente, esa lectura no impide que me aburra. Solo destaco, eso sí, la actuación de Bellucci cuando ejerce su mirada sensual y camina como modelo de pasarela para ponerse en la piel de una mujer solitaria que, por ser bella, es castigada con el desprecio, la calumnia, la prostitución y la viudez, en algunas escenas que se roba por el tono erótico del relato que cristaliza su estatus de sex symbol. También la música de Morricone que seduce mis oídos con un leitmotiv contagioso de flautas, y un trabajo de fotografía de Lajos Koltai que embellece el panorama costumbrista de cada escena con sus filtros cálidos, los planos subjetivos, el encuadre móvil y los planos panorámicos frente a la costa mediterránea. Lo demás pasa ante mis ojos sin ningún rastro de gracia. Me parece una sosería de Tornatore.



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Ficha técnica
Título original: Malèna
Año: 2000
Duración: 1 hr. 48 min.
País: Italia
Director: Giuseppe Tornatore
Guion: Giuseppe Tornatore
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Lajos Koltai
Reparto: Monica Bellucci, Giusseppe Sulfaro, Luciano Federico
Calificación: 5/10
La cometa azul

La cometa azul es, probablemente, una de las mejores películas que he visto del cine chino de quinta generación y, sin temor a equivocarme, la coloco al mismo nivel que Vivir (Zhang, 1994), más allá de las similitudes que comparten en su núcleo político sobre la historia de China durante la Revolución Cultural. Al igual que la citada cinta de Yimou, causó un pánico moral frente a las autoridades de la industria del cine y activó la alarma de censura del gobierno chino, que la prohibió poco después de la posproducción por su carácter político y, además, inhabilitó a su director, Tian Zhuangzhuang, para que no pudiera filmar otra película durante casi diez años. El hecho de que la censuraran sin piedad valida la postura discursiva de Tian y, ante todo, me obliga a razonar seriamente sobre la naturaleza represiva de un régimen gubernamental que no tolera que algún librepensador señale los vicios ético-morales de su doctrina. El argumento se desarrolla a partir de los años 50 y narra en tres capítulos la tragedia de una familia china desde la perspectiva de un niño llamado Tietou (nombre que significa "Cabeza de hierro"), que cuenta lo sucedido con la voz en off, en el contexto histórico donde se pone en marcha el engranaje de la revolución cultural china. El primer capítulo, situado unos cuantos años antes de la denominada Campaña de las Cien Flores, muestra la cotidianidad de la familia de Tietou, conformada por su cariñosa madre Chen Shujuan, el padre bibliotecario que envía consejos en varias cartas y los demás miembros que se reúnen de vez en cuando en la casa de la abuela a cenar (incluyendo el tío del ejército con problemas de la vista y su prometida, el tío rebelde que es pintor y critica el partido, la tía que es revolucionaria militante); mientras algunos de ellos son perseguidos durante las purgas del movimiento antiderechista. El segundo capítulo, sucede durante el Gran Salto Adelante y presenta a Tietou como un niño travieso que es cuidado por su madre años después del fallecimiento de su padre en un campo de trabajo forzado, donde mira el florecimiento del segundo matrimonio de su madre con su tío, un antiguo colega de su padre, mientras atraviesan dificultades económicas. En el tercero, Tietou ya es un púbero que, tras la muerte del segundo esposo de su madre, observa de lejos la relación fría y distante de su madre con un señor privilegiado del partido que le garantiza protección ante la pobreza que se avecina (ella no es más que una sirvienta) antes del estallido de la Revolución Cultural. En general, los tres episodios me conmueven enormemente porque acentúan, de forma orgánica, las situaciones de una familia que, a pesar de las desgracias que experimentan, se visitan a menudo por el fuerte vínculo que los une. Tian no solo opta por mostrar con sinceridad el modo de vida de una familia durante la tumultuosa transición a la Revolución Cultural, sino que, además, se refugia en la infancia y en la pérdida de la inocencia del niño para interrogar hasta el fondo la represión política de la ortodoxia ideológica del Partido Comunista Chino (PCCh) que fue impulsada por el dictador Mao Zedong para lanzar sobre la población una agenda totalitaria de pobreza, hambruna, corrupción económica, propaganda, adoctrinamiento ideológico, prohibición de propiedad privada, eliminación de libre mercado, degradación de la familia, la ruptura del sentido comunitario, persecución de disidentes antes de instalar su sistema monolítico socialista, de gente que construye una identidad nacional por el costo de vigilancia y castigo. La ausencia paternofilial metaforiza, con cierta sutileza, la imposibilidad de la familia para hallar bienestar en medio del cuadro opresivo de los maoístas radicales de uniformes rojos (donde, literalmente, un ciudadano sin derechos es igual a un niño sin padre). En su puesta en escena, observo un intimismo que se eleva, a ritmo contemplativo, con una serie de recursos estéticos que emplea a su favor para añadir sustancia a la desilusión de los personajes en los espacios domésticos; entre los que se destaca el sobreencuadre, el plano general, el fuera de campo, la elipsis que sintetiza las épocas, el plano simbólico (la chichigua), el encuadre móvil en sus diferentes modalidades de movimiento, la iluminación natural, la música diegética que describe emociones intrínsecas a través de las letras y el uso psicológico del color azul que se encuentra vertido en el vestuario. Las actuaciones del reparto, dentro de sus respectivas limitaciones, me parecen orgánicas y destaco, dicho sea de paso, la de Lü Liping como la madre que lo sacrifica todo por su hijo. Todo luce finamente ajustado en su panorama oscuro y trágico. El plano final del niño ensangrentado, tirado en el suelo como flor marchitada antes cerrar los ojos mirando la cometa en el árbol que una vez le hizo su papá, es una cosa muy poética que no voy a olvidar en mucho tiempo.



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Ficha técnica
Título original: The Blue Kite (Lan feng zheng)
Año: 1993
Duración: 2 hr. 20 min.
País: China
Director: Tian Zhuangzhuang
Guion: Xao Mao
Música: Yoshihide Otomo
Fotografía: Yong Hou
Reparto: Lü Liping, Yi Tian, Pu Quanxin, Li Xuejian, Zhang Wenyao
Calificación: 8/10
Los tres días del cóndor

Los tres días del cóndor es una película en la que, Sydney Pollack, persigue esa tendencia sobre thrillers políticos que estaba vigente en el cine de Hollywood de los años 70, en la misma línea que El último testigo (Pakula, 1974) y La conversación (Coppola, 1974), donde la ecuación se compone por personajes paranoicos que accidentalmente descubren una conspiración gubernamental. Tras verla durante casi dos horas, me invade la sensación de que no está la altura de la formidable Todos los hombres del presidente (Pakula, 1976), con la que comparte similitudes, pero sospecho de inmediato que es lo suficientemente entretenida como para pasar un rato placentero. Pollack la dirige como un thriller político que, con pulso y tensión, evoca en cada escena el sentido de paranoia que deja el rastro de una conspiración burocrática, donde uno nunca se sabe lo que puede pasar a la vuelta de la esquina. La trama narra la existencia de Joe Turner, un agudo analista de la CIA que trabaja en una oficina clandestina de la agencia ubicada en Nueva York, donde suele examinar documentos y descifra códigos ocultos en los libros, pero cuya existencia da un giro cuando presenta un informe al cuartel general de la CIA y atestigua el asesinato a sangre fría de los miembros de su sección, una situación que lo obliga a investigar a los burócratas que ponen un precio sobre su cabeza por descubrir secretos oscuros. En general, el asunto de este hombre que sabía demasiado no supone para mí nada original por la manera básica en la que se estructura el argumento sobre la base del género de espías, pero consigo quedar enganchado cuando Joe utiliza su perspicacia para seguir con cuidado las pistas y desenmascarar a los asesinos del gobierno que lo persiguen por las calles de Nueva York, mientras este de paso desarrolla un interés romántico por la rubia neoyorquina que secuestra en un instante dado para evitar ser capturado. De esa forma para mí es fácil disfrutar de los tiroteos violentos en los callejones, las miradas paranoicas sobre las aceras, las llamadas grabadas en cabinas telefónicas, las reuniones a puerta cerrada de los burócratas perversos y las trampas colocadas como señuelos por agentes de la CIA que buscan eliminar los cabos sueltos, casi como si se tratara de un material escrito por John le Carré bajo un seudónimo. El comentario sobre las conspiraciones gubernamentales y la corrupción burocrática para encubrir operaciones ilícitas encaja con cierta puntualidad en el contexto de la era posterior al escándalo de Watergate, además de que señala a modo casi profético los planes de la política exterior del tío Sam en el Medio Oriente para custodiar el petróleo ajeno. Dentro de sus respectivas limitaciones, la actuación de Robert Redford me parece creíble cuando emplea la mirada directa y la pericia física para ponerse el abrigo de un especialista paranoico, solitario, astuto, desconfiado, que es perseguido en la jungla de asfalto y se enfrenta a un poder omnipresente que vigila desde las sombras a los que se quedan solos ante el peligro. Junto a él, veo aceptable el rol de Faye Dunaway como mujer histérica que es secuestrada en el día menos pensado; así como también el Max von Sydow como el siniestro asesino profesional que ejecuta con gabardina, sombrero, gafas y pistola en mano. La música setentera de Dave Grusin agrada mis oídos con unos cuantos arreglos de jazz en su selección. Y la acción funciona adecuadamente por el ritmo que inyecta Pollack a cada una de las escenas con su uso del encuadre móvil y algunas florituras técnicas. Es, sin dudas, una intrigante película de su filmografía. 



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Ficha técnica
Título original: Three Days of the Condor
Año: 1975
Duración: 1 hr. 57 min.
País: Estados Unidos
Director: Sydney Pollack
Guion: Lorenzo Semple Jr., David Rayfiel
Música: Dave Grusin
Fotografía: Owen Roizman
Reparto: Robert Redford, Faye Dunaway, Max von Sydow, Cliff Robertson
Calificación: 7/10
Pánico en la escena

En Pánico en la escena, Alfred Hitchcock recupera a lo justo algunos de los rastros comunes de su poética del hombre equivocado para jugar con giros inesperados que, a mi juicio, funcionan adecuadamente dentro de la oferta del guion disperso de Whitfield Cook. No creo que se halla a la altura de lo mejor del director en su filmografía de los años 50, pero sí reconozco, dentro del marco de sus limitaciones, que es igual de buena que otras cintas suyas del período como Extraños en un tren (1951), La llamada fatal (1954), Para atrapar al ladrón (1955) y El hombre equivocado (1956). Es un thriller en el que Hitchcock, con la precisión quirúrgica de su estética, construye un misterio de asesinato retorcido sobre la base de sospecha, engaño y pistas falsas que apuntan a direcciones erráticas donde nada es lo que parece, en casi dos horas que avanzan a ritmo lento, pero que nunca pierde la consistencia de intriga sobre la trama que observo. Su argumento se sitúa en Londres y narra las peripecias de Eve Gill, una aspirante a actriz de la Royal Academy of Dramatic Art (RADA) que se ve obligada a ayudar a un amigo, Jonathan Cooper, que huye de la policía luego de ser incriminado en el asesinato del esposo de su amante secreta, la famosa actriz de teatro Charlotte Inwood. A través de la escena retrospectiva que narra el sospechoso a Eve, se revela que Charlotte asesinó a su esposo y luego fue a visitar a Cooper para pedirle ayuda y entregarle el vestido manchado de sangre que ella llevaba puesto (es la única prueba que la puede incriminar), además de que Cooper fue visto por la mucama al irrumpir en la escena del crimen para adulterar las pistas y, en un acto de desesperación, escapa de la policía en el último minuto. Las escenas se ensamblan con un ritmo pausado que me obliga a mirar el reloj en más de una ocasión y sospecho, de inmediato, que no hubo buenas decisiones en la sala de montaje. El MacGuffin del vestido ensangrentado me atrapa por la manera en que se configura la trama policial sobre la investigación de la actriz obsesionada con la verdad que asume una identidad falsa y coopera con un detective para probar la inocencia del enamorado y desentrañar el enigma de la mujer que supuestamente mató al marido. Hay mentiras, dudas, chantaje, verdades enterradas, sospechosos que se ocultan tras las sombras, golpes de efecto que mantienen la trama en estado de alerta. Hitchcock, según él mismo contó, quería indagar en la actividad y el oficio de los actores. Y, en ese sentido, el tono atrapante adquiere su punto de solvencia precisamente en las actuaciones del reparto. Primero destaco a Jane Wyman como la actriz novicia que finge ser una sirvienta de la diva para descubrir la verdad del homicidio, en un rol que resulta creíble por su rostro inocente y la mirada sincera que transmite con sus ojos grandes. También a Marlene Dietrich en una actuación villanesca que se roba unas cuantas escenas cuando utiliza el diálogo arrogante, el canto sensual de The Laziest Gal in Town de Cole Porter y su cara iluminada para interpretar a una mujer fatal del teatro que, como veterana del adulterio, conquista hombres para llevarlos a la perdición. Al lado de esas dos damas, veo actuaciones complementarias algo aceptables de Michael Wilding, Richard Todd y de un cómico Alastair Sim. Hitchcock, por otro lado, emplea con destreza algunas herramientas que reflejan sus preocupaciones estéticas en la puesta en escena, como el uso notable del encuadre móvil de una camara en constante movimiento que dinamiza la métrica de acción, el primer plano, el plano subjetivo, la sobreimpresión, la iluminación expresionista que declara intenciones, el vestuario elegante de Christian Dior y, ante todo, un uso inteligible de la analepsis desde la perspectiva del asesino (se entiende que el flashback del inicio no era más que una mentira para suplantar la versión de los hechos). Toda una prueba más de lo que podía hacer como maestro del suspense.



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Ficha técnica
Título original: Stage Fright
Año: 1950
Duración: 1 hr. 50 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guion: Whitfield Cook
Música: Leighton Lucas
Fotografía: Wilkie Cooper
Reparto: Jane Wyman, Marlene Dietrich, Michael Wilding, Richard Todd, Alastair Sim
Calificación: 7/10
Pepe le Moko

Pépé le Moko es una película en la que, Julien Duvivier, registra a plenitud algunos de los valores fundamentales de la estética del realismo poético, como lo hacían otros cineastas del movimiento en filmes como L'Atalante (Vigo, 1934), La bestia humana (Renoir, 1938), El muelle de las brumas (Carné, 1938) y Amanece (Carné, 1939). No alcanza, a mi juicio, la altura que toca Renoir en la obra maestra La regla del juego, pero se trata, sin lugar a dudas, de una cinta finamente ajustada del cine poético francés que es imposible pasar por alto. En el fondo, Duvivier la encuadra como un melodrama trágico y conmovedor que, siguiendo la especificidad del realismo poético, encuentra su punto de brío en la actuación fulgurante de Jean Gabin y en unas atmósferas orientalistas que captan el panorama sórdido de la Casbah de Argel, en una hora y media de metraje que avanza como las brisas argelinas en pleno verano. En la trama, basada en la novela homónima de Henri La Barthe, Gabin interpreta a Pépé le Moko, un gánster expatriado que se esconde en el barrio laberíntico de Casbah ubicado en la ciudad de Argel en Argelia con el fin de impedir que los policías lo atrapen para cobrar la recompensa que hay detrás de su notoriedad, mientras es ayudado por unos pueblerinos pintorescos que lo apoyan por su aprecio a la comunidad y, además, se enamora a la hora equivocada de una socialité muy elegante llamada Gaby. El asunto del gánster fugitivo se esquematiza con las líneas habituales del cine gansteril, donde el jefe criminal sostiene tiroteos con la policía para huir de la justicia y protege a los ciudadanos que le temen a su poder; pero ahora con un híbrido que suma sobre la ecuación policial el típico romance melodramático con la mujer que lo condena al fatalismo señalado. La puesta en escena se eleva por la forma en que Duvivier crea un grado de tensión claustrofóbica que evoca la sensación de aprisionamiento de Pépé al emplear con estilo mecanismos estéticos como el encuadre móvil de una camara en constante movimiento, planos ambiguos, el plano general, el desencuadre, el picado-contrapicado, la iluminación expresionista, el fuera de campo, la elipsis y el uso del sonido diegético que subraya estados de ánimo. Su mirada está dotada de una ambientación orientalista que acentúa, con un realismo cercano al documental, la sordidez de las calles exóticas de la Casbah y algunas de las tradiciones argelinas que se hallan en el vestuario, los decorados y en un leitmotiv que escucho con agrado en varias escenas; a pesar de que, como era común en la época, casi toda la película fue rodada en los interiores de un estudio. Duvivier, además, muestra las miserias internas de los personajes y los temores que no se exteriorizan a simple vista, supongo, para elaborar un comentario agridulce sobre la lealtad, los celos, la traición y el amor imposible. Su poética del tormento transita por una zona segura que, incluso en los momentos previsibles, siempre me resulta cautivante por la actuación central de Gabin. Con sus gestos, los diálogos volcánicos y esa mirada serena que abriga su rostro, Gabin interpreta a un gánster rudo y confiado que, en su plan de fuga, se sacrifica por los suyos y entra en un estado de crisis cuando se resiste a dejar a la mujer que ama en el muelle de la perdición. Hay escenas específicas en las que canta canciones para rememorar sus cualidades de cantante. Él es el corazón de la película. Y se complementa de manera formidable con Mireille Balin y Line Noro.



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Ficha técnica
Título original: Pépé le Moko
Año: 1937
Duración: 1 hr. 34 min.
País: Francia
Director: Julien Duvivier
Guion: Henri La Barthe, Jacques Constant, Julien Duvivier, Henri Jeanson
Música: Vincent Scotto, Mohamed Ygerbuchen
Fotografía: Marc Fossard, Jules Kruger
Reparto: Jean Gabin, Mireille Balin, Gabriel Gabrio, Lucas Gridoux, Line Noro
Calificación: 7/10
El infierno

El infierno es una película muda que, al momento de su estreno en 1911, se convirtió en el primer largometraje del cine italiano y, además, en una de las primeras del período del protocine en adaptar libremente el Inferno, el primer cántico de La divina comedia de Dante Alighieri. Como ya hoy en día sus imágenes pertenecen al dominio público, accedo a verla durante poco más de una hora en una versión restaurada que capta la atención al detalle de los codirectores Giuseppe de Liguoro, Francesco Bertolini y Adolfo Padovan. Se dice que estos cineastas tardaron cerca de tres años de completar la filmación. Y lo noto de inmediato por la ambición que se muestra sobre la puesta en escena. La película se destaca, sobre todo, por los valores estéticos que se reflejan en las secuencias infernales por las que transitan Dante y Virgilio, pero en su fábula muda no hay un grado consistente de emoción, y suele atravesar terrenos irregulares que, a veces, me quita las ganas por continuar el recorrido. El argumento tiene como protagonista a Dante desde el momento en que se le prohíbe entrar a la colina de la salvación por tres bestias que bloquean su camino y, gracias a la ayuda de Beatriz cuando desciende desde del cielo, es guiado por el poeta Virgilio a través de los Nueve Círculos del Infierno. Este viaje por el infierno entre Dante y Virgilio, diseccionado en capítulos, adopta desde el principio un enfoque fantasmagórico que para mí resulta vistoso por la manera en que se forma un híbrido entre la fantasía, el terror y la aventura, con unos efectos especiales que, en el contexto de la época, están finamente ajustados cuando describen los pasajes infernales del río Aqueronte, la caverna custodiada por las tres cabezas de Cerbero, las arpías que se comen los cadáveres de los suicidas, las diez fosas de Malebolge en las que se castiga a las parias de la sociedad y las almas condenadas al sufrimiento eterno que son vigiladas por los demonios. Hay incluso una utilidad recurrente de las escenas retrospectivas que sirve para ampliar las desdichas de personajes históricos como Homero, Ovidio, el traidor Caifás, el conde Ugolino, Pedro de Vigna y Francesca de Rímini. El tono aurático encuentra su punto de solvencia en los decorados que, a mi juicio, configuran los espacios sórdidos del infierno como producto de un diseño de producción que pone mucho empeño al vestuario y la pirotecnia visual, pero, asimismo, en un uso acertado de la sobreimpresión que acentúa los cuerpos desnudos que se desvanecen en los cielos (encuentro particularmente escalofriante el plano medio del diablo que devora a un humano). Sin embargo, al margen de esos efectos fantásticos que representan los horrores del infierno como los grabados de Gustave Doré, predomina sobre la narrativa un registro inocentón, lineal, acartonado, que me mantiene en un estado de absoluta indiferencia cuando atestiguo que las acciones de los personajes se reducen a las situaciones previsibles que inician cuando señalan, con gran espanto, la penitencia de los malvados. Nunca hay espacio para que los personajes dialoguen sobre sus propias miserias internas. Se agradece, desde luego, el texto que interroga la condición humana a lo largo del itinerario poético. Pero todo me resulta demasiado artificioso como para emocionarme por lo que veo.



Ficha técnica
Título original: Dante's Inferno (L'Inferno (Dante's Inferno)
Año: 1911
Duración: 1 hr. 11 min.
País: Italia
Director: Giuseppe de Liguoro, Francesco Bertolini, Adolfo Padovan
Guion: Poema: Dante Alighieri
Música: N/A (muda)
Fotografía: Emilio Roncarolo
Reparto: Salvatore Anzelmo Papa, Arturo Pirovano, Giuseppe de Liguoro
Calificación: 6/10
La sociedad de la nieve

En La sociedad de la nieve, el cineasta español Juan Antonio Bayona regresa al drama de supervivencia de tinta histórica, como lo había hecho hace 12 años atrás en la impactante Lo imposible. Ahora retrata el accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea uruguaya, que se estrelló en la cordillera de los Andes en 1972 con 40 pasajeros, incluyendo 19 del equipo de rugby Old Christians Club. Y es, por lo que sé, la tercera vez que la historia del accidente es adaptada al cine tras Supervivientes de los Andes (Cardona, 1976) y la regular ¡Viven! (Marshall, 1993). Como drama de supervivencia tiene momentos en que Bayona captura, con atmósferas y cierto realismo, las duras condiciones de los supervivientes, pero muchas veces tengo la sensación de que permanece situada en un terreno frío que sepulta la emoción bajo muchas capas de nieve, quedando en una zona convencional que me obliga a pensar lo suficiente como para darme cuenta de que el relato del siniestro se extiende innecesariamente durante dos horas y media. Tras un breve prólogo que muestra los instantes de júbilo de los integrantes de un equipo de rugby uruguayo, la trama ocupa el epicentro de los supervivientes desde la perspectiva inicial de Numa Turcatti, luego sobrevivir al accidente aéreo en el que el fuselaje del avión se desprende hasta estrellarse contra un glaciar en el corazón de los Andes. La secuencia del accidente está lograda con cierta precisión quirúrgica al mostrar desde distintos ángulos la fuerza del impacto y las fracturas de los heridos. Y me atrapa particularmente la manera en que se subrayan los conflictos internos, de esos individuos atrapados en un entorno inaccesible y hostil que pone a prueba los límites de la condición humana, mientras intentan sobrevivir a temperaturas bajo cero y se ven obligados tomar unas medidas desesperadas que los lleva hasta una línea delgada entre la ética, la amistad y la antropofagia. En ese sentido, Bayona traza un comentario interesante sobre las decisiones colectivas y el manejo de crisis, de un grupo en estado de sufrimiento que sobrevive a un clima extremo sobre una dieta compuesta por la fuerza de voluntad y la carne de los cadáveres de sus compañeros muertos, en un extraño acto de canibalismo necrótico que, de paso, interroga también la moralidad y los dilemas religiosos de la fe. Sin embargo, pasada la primera hora mi interés pasa a una etapa de deshielo que se evapora, a menudo, por la repetición de unos episodios que amplían el espectro de patetismo buscando golpes bajos y lugares comunes, donde los personajes reducen sus acciones a conversaciones fútiles sobre comerse a los fallecidos y buscar algún camino para escapar de la prisión de hielo. La psicología interna de los personajes escasea como el agua y la comida. El drama peca de efectista. Lo que veo no me resulta tan visceral, pero sí reconozco, en efecto, que el asunto que me relata es bien predecible. Tampoco alcanzo a sentirme conmovido por la partitura de Michael Giacchino. Solo me parecen creíbles algunos de los actores del reparto encabezado por Enzo Vogrincic Roldán, Matías Recalt y muy especialmente la de Agustín Pardella como el calculador Nando Parrado. Y también hay algo de vida en el acabado técnico que ilustra, con un absorbente estilo visual de Pedro Luque, el panorama frígido de las cordilleras de los Andes con una multitud de planos ambiguos que roban mucho de Chivo, casi como si se tratara de un documental didáctico de National Geographic. Es, cuanto mucho, una película decente sobre una tragedia helada, adelgazada con el toque condescendiente de Netflix.



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Ficha técnica
Título original: La sociedad de la nieve
Año: 2023
Duración: 2 hr. 24 min.
País: España
Director: J.A. Bayona
Guion: J.A. Bayona, Bernat Vilaplana, Jaime Marqués, Nicolás Casariego
Música: Michael Giacchino
Fotografía: Pedro Luque
Reparto: Enzo Vogrincic, Agustín Pardella, Matías Recalt, Esteban Bigliardi, Esteban Kukuriczka
Calificación: 6/10
Eileen

Eileen es una película en la que, William Oldroyd, adapta en más de hora y media la novela de Ottessa Moshfegh publicada en 2015 bajo el título de Mi nombre es Eileen. Es su segundo largometraje como director. Y por lo que veo, desafortunadamente, es incluso peor que la regular ópera prima Lady Macbeth. En el fondo se arregla como un thriller de misterio sobre disfuncionalidad y traumas familiares no resueltos que tiene, a mi parecer, una actuación notable de Anne Hathaway como la rubia fatal, pero a veces me da la sensación de que le falta impulso a sus piezas incompletas, y el horizonte psicológico no deja de ser artificial en su presunto esquema de complejidad hitchcockiana, transitando por lugares comunes del neo-noir que me han contado cientos de veces con mejores resultados. La trama se sitúa en Massachusetts durante un invierno en la década de los 60 y sigue la vida de Eileen Dunlop, una joven reservada que trabaja en un reformatorio para adolescentes, en donde, por lo regular, recibe la violencia verbal de algunos colaboradores y ocasionalmente practica el onanismo en secreto mientras fantasea con alguno de los guardias; en una rutina aburrida que termina en la casa del padre viudo, alcohólico y abusivo al que tiene que cuidar para evitar que este se dispare accidentalmente con la pistola que guarda para recordar sus días de policía. Parecería que no sucede nada significativo en la existencia de esta joven, pero el asunto da un pequeño giro cuando aparece Rebecca Saint John, la psicóloga glamorosa que es contratada a última hora y forma una atracción por Eileen. Por añadidura, después de la escena del bar observo que no sucede nada sustancioso en el vínculo de las dos mujeres porque, entre otras cosas, la narrativa no termina de atar los cabos sueltos y utiliza el recurso facilón del asesinato a sangre fría cerca del clímax como una solución trivial a los problemas que impiden la emancipación intrínseca de la protagonista. Todo luce demasiado colocado en su narrativa de mujeres que toman la justicia en sus manos para disparar a quemarropa a una madre traumatizada que es cómplice del abuso sexual que sufrió su hijo antes de caer en la correccional. Y se adelgaza con la analepsis que acentúa inútilmente los pensamientos homicidas que reposan sobre la mente de Eileen. No hay empuje ni suspenso. Casi no escucho la música de jazz. En pocas palabras, lo que veo me aburre y no me atrapa. Solo destaco la auténtica reproducción de la época, que encuentra su punto de solvencia en las atmósferas que captan el panorama urbano a través de la arquitectura y los coches antiguos, evocando ese aire americanizado que es típico del relato neo-noir. También encuentro provocativas, dentro de sus límites, las actuaciones de Anne Hathaway y de Thomasin McKenzie. La primera interpreta a una femme fatale elegante y perversa que oculta las heridas de un pasado que provocó su lado misándrico. La segunda interpreta a una mujer tímida, insegura, atrapada por la inexperiencia sexual y el trauma paternofilial que la encarcela, antes de conducir su coche a la hora señalada para depositar el cadáver en la autopista. Con ellas, el material hubiese tomado un giro retorcido en su construcción hitchcockiana de venganza, pero, desgraciadamente, esa no era la prioridad del guionista que cobró su sueldo. El resultado es el de un thriller bastante hueco, del que me olvido tan pronto como suben los créditos. 



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Ficha técnica
Título original: Eileen
Año: 2023
Duración: 1 hr. 37 min.
País: Estados Unidos
Director: William Oldroyd
Guion: Luke Goebel
Música: Richard Reed Parry
Fotografía: Ari Wegner
Reparto: Thomasin McKenzie, Anne Hathaway, Shea Whigham, Marin Ireland
Calificación: 5/10