Crítica de la película «El hombre de Londres» (2007)

El hombre de Londres
Luego de tener unos cuantos años sin revisar la filmografía de Béla Tarr, absorbo durante más de dos horas las imágenes que me ofrece El hombre de Londres, una película que previo a su estreno en el Festival de Cine de Cannes tuvo una producción accidentada que se prolongó por problemas legales y financieros durante casi tres años. Se dice que en aquella proyección muchos de los agentes de la prensa salieron corriendo por el ritmo letárgico que es ya una característica del cineasta húngaro. Esto para mí no supone ningún inconveniente porque, de hecho, Tarr compagina el ritmo contemplativo con una estética depurada que, en su registro formal, motoriza atmósferas opresivas y un existencialismo sombrío, pero cuyo núcleo narrativo debilita la experiencia con unos personajes unidimensionales que solo sirven de marionetas para configurar un texto sobre la soledad, la culpa y la alienación moral del hombre ordinario de clase obrera, donde en muchas escenas me asalta la sensación de que hay una ausencia de pulso emocional y la presunta complejidad no va a ninguna parte en específico, casi al mismo nivel de pretenciosidad que la regular Armonías de Werckmeister. La trama, basada en la novela homónima de Georges Simenon, se sitúa en una zona portuaria y sigue la vida de Maloin, un vigilante nocturno en una estación de tren que, en una noche cualquiera en la torre de observación, recupera un maletín que contiene una cantidad significativa de dinero luego de ser de lejos el único testigo del asesinato de un hombre en el muelle. El asunto de este trabajador ferroviario tiene mi interés, al menos, a partir de las escenas en que Maloin esconde el maletín con el dinero sin decirle a nadie y pronto se hunde en un abismo ético-moral que se manifiesta en una crisis doméstica con su esposa y la hija que trabaja como conserje en una carnicería del pueblo. Sin embargo, la narrativa que emplea Tarr sobre el guion de László Krasznahorkai suele mantener a los personajes en una superficie higienizada que reduce sus acciones a una agenda de escenas rutinarias que se repiten como una bola de billar, donde todo el panorama se limita a las caminatas solitarias por el puerto, las visitas a una taberna donde se juega al ajedrez con el camarero, las miradas desde la ventana del apartamento o el panóptico de vigilancia, las discusiones domésticas que traducen el malestar socioeconómico de una familia, las conversaciones con el presunto inspector inglés que investiga la desaparición del dinero en nombre del jefe corrupto. Los diálogos no dicen nada significativo. Las situaciones se suceden de manera arbitraria y sin un propósito claro. Los personajes se sienten artificiosos y carecen de desarrollo porque solo responden a una serie de descripciones superfluas que funcionan en su capa exterior de ambigüedad moral para esquematizar un discurso sobre la alienación del hombre de clase trabajadora entendida como la encrucijada ética y moral de un individuo honesto que se deshumaniza a sí mismo por la codicia capitalista. Esto es especialmente cierto cuando Maloin, que lleva ya una existencia anestesiada por la monotonía laboral y la incertidumbre de la rutina, oculta el dinero con la intención de otorgar bienestar a su familia a posteriori, pero que, poco a poco, las consecuencias de sus actos depositan un peso abrumador que incluso lo convierte en otra persona cuando tiene el dinero en su posesión (es temperamental, avaro, egoísta, etc.), en un universo donde la moralidad parece difuminarse en la oscuridad. En ese sentido la actuación de Miroslav Krobot por lo menos me resulta algo creíble cuando ejerce los gestos mínimos y una expresividad sobria para transmitir el estado de ánimo de un sujeto alienado por el trabajo que lucha en su interior con la angustia silenciosa y la desesperación abrumadora. Él es encuadrado en una puesta en escena en la que Tarr, en conjunto con Ágnes Hranitzky, amplifica el laberinto psicológico del protagonista usando a menudo herramientas estéticas como el primer plano, el sonido diegético, la iluminación expresionista, el fuera de campo, el blanco y negro monocromático, el uso del plano subjetivo, el reencuadre, los escenarios brumosos que evocan un clima de claustrofobia, y, sobre todo, las modalidades compositivas del encuadre móvil que encuentran su punto de sutileza en las panorámicas que captura Fred Kelemen con el plano secuencia de larga duración, además de un solvente leitmotiv de Mihály Víg que satisface mis oídos con su música melancólica. Hay mucho estilo, pero se ausenta la sustancia. El tono irregular me obliga razonar lo suficiente como para saber que es una película de Tarr que, en su horizonte de pretensiones, parece estar más preocupada por impresionar con su estilo visual y su supuesta profundidad filosófica que por contar una historia neo-noir diferente de crimen y suspense.

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 Ficha técnica
Título original: The Man from London (A londoni férfi)
Año: 2007
Duración: 2 hr. 19 min.
País: Hungría
Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky
Guion: László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Fred Kelemen 
Reparto: Miroslav Krobot, Tilda Swinton, Erika Bók, János Derzsi, István Lénárt
Calificación: 6/10



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