En esta antología, Yorgos Lanthimos sintetiza los dilemas de la gentileza en la sociedad actual.
Cada vez que me acerco al cine de Yorgos Lanthimos pienso de inmediato que se trata de un cineasta que, dentro su poética de la excentricidad presenta ideas originales que hablan sobre la condición actual del sujeto contemporáneo. Su estilismo a menudo se constituye de una dosis de crueldad, locura, tragedia, sexo, alienación, tortura y una variedad de cosas grotescas que exteriorizan, con una capa de comicidad absurda, la podredumbre moral de esos sujetos que parecen transitar como almas perdidas por una sociedad laberíntica que se roba su humanidad y los encarcela en un epicentro de violencia inesperada. Sin embargo, muchas veces soy asaltado por la extraña sensación de que solo muestra todo su material con cierta pretensión, donde sus personajes no son más que figuras acartonadas que solo justifican su presencia dentro de las escenas para poner en marcha su show al servicio de la gratuidad y la estupidez. Sus berretines, como director, parecen estar dirigidos a ese público demográfico que visita los festivales para cumplir con el protocolo de las ovaciones de pie que legitiman durante varios minutos que cualquier cosa exhibida allí es presuntamente arte de vanguardia, cine rupturista, o como sea que le llamen.
En Tipos de gentileza, el realizador griego vuelve a cargar consigo todos esos hábitos que constituyen su estética, pero, además, me parece que alcanza nuevos niveles de pretenciosidad en su afán por llamar la atención de esos devotos fans que celebran truños de su filmografía como Alpeis, Langosta y Pobres criaturas. Tras pasar casi tres horas inimaginablemente letárgicas, lo que veo me conduce a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que ya lo único que le queda en su tanque creativo es reciclar sus propias fórmulas a modo de autoplagio porque, francamente, es una comedia absurda que me resulta innecesariamente larga y no tiene nada que ofrecer en su tríptico aburrido, sin gracia, sobre personajes inanes que se olvidan tan pronto como aparecen los créditos, a pesar de la actuación notable de Jesse Plemons que me hace reiterar lo que siempre digo de que es uno de los mejores actores de su generación.
En esta ocasión, Lanthimos estructura la narración sobre una fábula tríptica que intercepta la vida cotidiana de varios personajes en tres historias distintas y levemente conectadas entre sí.
En la primera, un hombre llamado Robert Fletcher (Jesse Plemons) acepta seguir todas las órdenes impuestas por su jefe, el dominante señor Raymond (Willem Defoe), con el fin de preservar toda la prosperidad ofrecida por el capitalismo. Robert es el típico pusilánime, complaciente, que es manipulado por el magnate poderoso, por lo que gentilmente prefiere aceptar sus encargos para mantener su estilo de vida elegante. En pocas palabras, Raymond controla todos los aspectos de la vida de Robert, desde el cuidado de su imagen hasta las relaciones sexuales que tiene con la esposa Sarah (Hong Chau) que conoció por “casualidad”. Esto incluye el matrimonio arreglado que tiene con su esposa falsificada para ocultar su homosexualidad como fiel amante de Raymond y los privilegios que le garantizan el acceso al dinero necesario para sostener los gastos de su enorme casa. Su existencia, no obstante, cae en un abismo de inmoralidad cuando se niega a chocar su vehículo de nuevo contra otro hombre conocido solo por las iniciales R.M.F., que sobrevivió a un previo intento de asesinato. El exceso de gentileza de Robert pronto se convierte en una espiral de desesperación, falta de voluntad y miedo a perder todo lo que ha conseguido sobre la dependencia, buscando por todos los medios recobrar el respeto de su benefactor capitalista, incluso si esto significa abandonar la dignidad.
La segunda sigue a Daniel (Jesse Plemons), un policía honesto que atraviesa un lapso de luto por la desaparición de su esposa Liz (Emma Stone), una reputada bióloga marina, y acude de vez en cuando a la casa de una pareja vecina para recordarla a través de las cintas pornográficas que las dos parejas grababan en la casa cuando mantenían sexo duro intercambiable. En un giro de eventos, la integridad de este oficial se desmorona cuando su esposa regresa milagrosamente como superviviente de una isla, pero sospecha que ya no es la misma al observar que su comportamiento es diametralmente opuesto a lo que era antes porque come chocolates, el gato es agresivo con ella, sus pies no caben en los zapatos y revela que está embarazada a pesar de que no han tenido relaciones sexuales recientemente. Este catalizador lo pone en un estado errático, pero también lo traslada a un sendero de violencia, paranoia, amenaza y desconfianza sobre la esposa que manifiesta su fidelidad hacia él mutilándose las partes de su cuerpo.
La tercera tiene como protagonista a Emily (Emma Stone), una mujer que junto a su compañero Andrew (Jesse Plemons) es miembro de un culto sexual organizado por dos enigmáticos líderes que le asignan la tarea de hallar en la morgue a una mujer que tenga la capacidad de resucitar a los muertos para convertirlos en hombres ajustados a los mandatos del feminismo. La bizarría de ella se nota cuando asiste al ritual programado de purificación sexual que consiste en expulsar el sudor de las "toxinas" del cuerpo para depositarlo en una sauna de alta temperatura y validar que cada integrante no está contaminado de infidelidad en su interior (o sea, un proceso para verificar el grado de celibato). Pero en un episodio desafortunado, su mundo de felicidad sectaria se viene abajo cuando es drogada y violada por su esposo mientras está inconsciente en su residencia; acto que la lleva a ser expulsada de la secta y, por lo tanto, a buscar alternativas para reingresarse lo antes posible, conduciendo además su coche púrpura a todo gas para resolver el misterio sobre el sueño de unas gemelas que parecen ser las elegidas que anda buscando.
Como es habitual, Lanthimos opta por mostrar a sus personajes como seres absurdos, fríos, desprovistos de cualquier rastro de humanidad, que ocultan una máscara de hipocresía y que pierden el control de sus emociones por la obligación de satisfacer sus caprichos personales. Suele colocarlos en conflictos externos que modifican la singularidad de su interior y que, de cierta manera, despiertan una vena autodestructiva que no obedece a normas moralmente establecidas. Y puede que en principio luzcan interesantes. El problema fundamental, sin embargo, es que los personajes se sienten unidimensionales y hay toda una ausencia de desarrollo detrás de sus acciones más aparentes, hasta quedar reducidos a estereotipos básicos, como si fueran peones movidos en un tablero por el ajedrecista de turno que solo se contenta con repetir fórmulas desgastadas. Los diálogos no me revelan nada significativo en su núcleo pragmático. Los desafíos que ponen a prueba su bondad me resultan monótonos y predecibles, adornados sobre una plataforma de clichés absurdos que no me provoca ninguna risa cuando observo sus motivaciones peculiares a plena luz del día.
En términos generales, la narrativa de Lanthimos reduce a estos personajes a la figura de autómatas huecos que solo cumplen con una función descriptiva y que, de cierto modo, se enfrentan a una serie de situaciones imprevistas con el propósito de interrogar, desde la filosofía del absurdo, los límites de la bondad sobre la base de la moralidad y de la complejidad dialéctica de la naturaleza humana. Esto se traduce como la pérdida de generosidad de un grupo de individuos que, en su examen de eticidad, rechazan la virtud de la gentileza y retornan a su forma deshumanizada para afrontar con una maldad radical las consecuencias inesperadas que se originan por agentes externos dentro del ecosistema social y moral. Su discurso añade, asimismo, algunos subtextos adicionales sobre el aborto, la frivolidad capitalista, la violencia contra la mujer, las virtudes de la feminidad, la masculinidad tóxica y el empoderamiento femenino. El tipo de gentileza se refiere, específicamente, a la urgencia de que el hombre sea más tolerante ante la mujer. Pero, en general, el barullo de tópicos se esquematiza de forma apresurada, didáctica, artificiosa, sobre todo cuando trata con indulgencia la ignominia de los hombres y la tolerancia de las mujeres desde la normativa de género.
El enfoque que adopta Lanthimos, a pesar de contar con un reparto talentoso, no permite que los actores puedan expandir sus roles lejos de las metáforas o de las florituras simbólicas. En materia de actuación, los talentos de Stone y el resto de los secundarios me parecen algo subutilizados porque, ante todo, los personajes que ellos interpretan carecen de organicidad. Stone, que ha demostrado ser una actriz versátil y carismática, aquí se encuentra atrapada en tres papeles distintos que nunca escapan del artificio pautado cuando interpreta a mujeres obedientes afectadas por la manipulación, el machismo y la vileza masculina. Plemons, por otra parte, es el único del reparto que tiene la oportunidad de acentuar su verdadero potencial como actor principal. En todas las escenas, no dejo de pensar que es muy auténtico cuando emplea los diversos registros interpretativos para interpretar, con los gestos multifacéticos, a un hombre obsesionado con las posesiones materiales, a un policía psicótico que desconfía de su esposa y a un sectario amoral apegado a las leyes de la cofradía.
De igual forma, la película posee algunos valores estéticos que, por añadidura, subrayan la psicología de los personajes que pueblan la yorgósfera. Para empezar, los hallazgos visuales edifican el excéntrico universo con el uso de la iluminación, los matices psicológicos del color, el primer plano, las panorámicas y el manejo del encuadre móvil que se magnifica con una mezcla de movimientos sutiles de cámara. Las pericias compositivas reflejan las inquietudes, el dolor, las sospechas, las mentiras y los sentimientos escondidos, además de dotar la atmósfera de cada escena con ambigüedad. Estas cualidades se complementan, dicho sea de paso, con una magnífica banda sonora de Jerskin Fendrix, que eleva su valor acústico con unas composiciones de piano y violín que, para mis oídos, suenan muy cercanas a los elementos del atonalismo libre.
Naturalmente, estas propiedades estéticas se integran con cierta consistencia a lo largo de los tres capítulos. Pero, desgraciadamente, no me parecen suficientes para sacar esta antología de su aparatosa repetición de trucos anteriormente explotados por el director. De nada sirve la carga de significados ni los accesorios cosméticos. Soy incapaz de sentir algo. Parecería como si evitara deliberadamente cualquier momento que pudiera ser considerado abiertamente emotivo o catártico. No me involucro con nada de lo que sucede en pantalla, y me desconecto hasta permanecer en una marea de indiferencia con serios efectos dormitivos. Después de superar con esfuerzo la barrera de las dos horas y media, llego a la conclusión de que tiene el mismo síndrome del autoplagio con los temas reciclados que coescribe con Efthimis Filippou. Me importa una mierda el cine de Lanthimos. Y creo, sin temor a equivocarme, que esta colección de viñetas representa lo peor de su filmografía.
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Ficha técnica
Título original: Kinds of Kindness
Año: 2024
Duración: 2 hr. 44 min.
País: Irlanda
Director: Yorgos Lanthimos
País: Irlanda
Director: Yorgos Lanthimos
Guion: Efthymis Filippou, Yorgos Lanthimos
Música: Jerskin Fendrix
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Jesse Plemons, Emma Stone, Willem Dafoe, Margaret Qualley, Hong Chau, Mamoudou Athie
Calificación: 4/10
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Jesse Plemons, Emma Stone, Willem Dafoe, Margaret Qualley, Hong Chau, Mamoudou Athie
Calificación: 4/10
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