Crítica de «La sustancia»: terror inane sobre cuerpos

 El segundo largometraje de Coralie Fargeat es una sátira de terror corporal que habla sobre el cuerpo femenino.


La sustancia


La sustancia es una película a la que me acerco, supongo, por mi necesidad de ver la programación de estrenos que cada semana abarrotan la cartelera de cine y, además, para sumarme a la tendencia del momento, patentizada por gente que dice cosas maravillosas sobre ella y con frecuencia reiteran, desde su estreno en el Festival de Cine de Cannes, que se trata de un fenómeno singular de esos que se dan una sola vez en la historia del cine. La dirige Coralie Fargeat, una directora francesa comprometida con su agenda de equidad de género que hace algunos años estrenó su ópera prima, la insulsa Revenge, en la que narra la odisea de venganza feminista de una mujer que busca vengarse de unos hombres ricos que la violaron en el desierto. Fargeat afirmó en una entrevista que su inspiración para escribir su guion provino de experiencias personales sobre el cuerpo y la presión social que pesa sobre la apariencia.

Tras pasar cerca de dos horas y media absorbiendo las escenas que ofrece, pongo en duda la presunta aclamación que ha obtenido gracias al mercadeo de guerrilla de Mubi y, dicho sea de paso, deduzco de inmediato que la poética del cuerpo de Fargeat está muy influenciada por el cine de David Lynch, Michael Haneke y David Cronenberg. Pero al margen de su cóctel de referencias, lo que ella me narra sobre el cuerpo femenino ya lo he visto antes con mejores resultados en películas como Crudo y Titane, de Julia Ducournau. Su sátira de terror corporal goza de algunas florituras estéticas que le añaden estilismo a la envoltura del producto para el lucimiento de Demi Moore y su discurso sobre la adicción por la belleza, pero a menudo la ausencia de sustancia termina derramada como un líquido aceitoso sobre el paseo de la fama de Hollywood. El show grotesco se repite inútilmente, y se diluye en un refrito de obviedades que me deja en un estado prolongado de indiferencia.


Demi Moor como Elisabeth. Fotograma de Mubi.


La trama de La sustancia tiene como protagonista a Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una actriz de Hollywood que, tras cumplir 50 años, es despedida por el productor sexista Harvey (Dennis Quaid) del programa de televisión de aeróbicos que protagoniza debido a su edad. Este inconveniente envía a Elisabeth en primera fila a un episodio de decadencia que la coloca en un lapso reflexivo poco antes de sufrir un accidente, mientras mira cómo su estrella se apaga y es desechada por la industria que una vez conquistó con su belleza. Sin embargo, en su desesperación por recuperar la gloria del pasado, Elisabeth ordena y consume una droga del mercado negro llamada The Substance, que crea una versión mucho más joven de sí misma al inyectarse un suero de solo uso que activa a la doppelgänger que emerge de una hendidura en su espalda y con la que luego, entre otras cosas, consigue trabajo como actriz emergente en el showbiz que adopta el nombre de Sue (Margaret Qualley).


Margaret Qualley como Sue.


En términos generales, la narrativa se estructura siguiendo las fórmulas habituales del terror corporal, en la que un personaje descubre señales de alerta que transforman su cuerpo en una entidad monstruosa, pero aquí los personajes secundarios están solo subordinados a la subjetividad de las dos mujeres. El relato hipersubjetivo muestra a cada rato los cambios físicos y los síntomas psicológicos que se manifiestan en el interior de las dos mujeres cuando ellas experimentan los efectos secundarios de la droga. Las secuencias subrayan el extraño procedimiento que consiste en transferir la conciencia entre los cuerpos cada siete días sin excepción (un cuerpo permanece inconsciente mientras el otro se activa), además de las inyecciones diarias de un líquido extraído del cuerpo verdadero a través de la punción lumbar para impedir el deterioro. Este concepto dialéctico sobre la relación simbiótica de los cuerpos en sí mismo es original cuando la actriz joven sale de la actriz vieja para recobrar el estrellato que le arrebató el paso del tiempo.


Demi Moore como Elisabeth


En una primera mitad, Fargeat opta por mostrar a Elisabeth como una actriz decadente, obsesiva, ciclotímica, que encuentra que el mundo a su alrededor se ha desmoronado y en medio de la soledad más abyecta en su residencia se droga con “la sustancia” con el fin de que alcanzar la redención a través de la doble joven y bella que es un resorte para su anhelado comeback; mientras por el otro lado Sue, como versión alternativa de ella misma, es catapultada a la fama en un show de televisión similar al anterior y disfruta de la juventud adoptando un estilo de vida hedonista cargado de vicio, sexo y megalomanía, en ocasiones deshaciéndose de los hábitos añejos de su yo adulta. En una segunda mitad, el cuadro de adicción presenta a Sue como una actriz incontrolable, frívola, violenta, que incrementa la dosis del líquido estabilizador para custodiar su éxito como bailarina en el show de aeróbicos y satisfacer la demanda de los productores misóginos que ven a las mujeres como simples objetos de deseo carnal; mientras Elisabeth, en cambio, se convierte en una reclusa atormentada por las inseguridades, los celos de la belleza y el temor a la vejez que es impulsado, en general, por las actividades de la otra que succiona su vida como una vampiresa nocturna para prolongar el júbilo más allá del límite de los siete días advertidos por el proveedor, donde el envejecimiento rápido e irreversible la pone en una etapa de pánico que la hace pensar que está siendo traicionada por Sue antes de los intercambios señalados.


Margaret Qualley como Sue


El problema fundamental, no obstante, es que la conexión entre las dos mujeres se mantiene estancada en una serie de situaciones reiterativas que nunca tiene un horizonte definido para añadir profundidad al barullo intrínseco de la diva autodestructiva. No hay organicidad. Todo luce inorgánico, artificioso, apresurado. Los personajes solo ocupan un epicentro descriptivo para poner en marcha el dispositivo predecible de terror corporal y simbiosis psicológica. La trama apenas funciona para establecer las motivaciones de la mujer duplicada, pero me temo que no hay mucho desarrollo lejos de los conflictos rutinarios y los sobresaltos baratos que surgen del efectismo de la sustancia que la transforma en un monstruo horripilante, donde por momentos tengo la sensación de que arrastra los tropos genéricos más explotados del body horror para explorar los deseos oscuros y reprimidos de ella sin ningún ápice de tensión en los episodios de violencia. Esto solo provoca en mí una abulia que me impide sentir algo por la actriz vieja y resentida que desprecia a su réplica joven porque la ve como una amenaza; por los diálogos del productor megalómano y acosador que explota a las actrices más jóvenes; por la aventura de la actriz joven que odia a su versión adulta por el rechazo repetido que ella se tiene de sí misma.


Demi Moore como Elisabeth


El argumento se vuelve aburrido en el círculo vicioso del comportamiento autodestructivo de la actriz perturbada que aumenta la sobredosis hasta descender a un abismo de la locura en el que solo subsiste la separación y el resentimiento mutuo. La falta de ritmo, fruto de un montaje disperso, despierta sobre mí el tedio y un letargo insufrible con el que solo pienso que el asunto se estira innecesariamente para exponer el freak show hasta el clímax redundante. Fargeat lo esquematiza de esta forma, dentro de su radio de obviedad, con la finalidad de sintetizar un comentario satírico sobre el precio de la fama, la representación del cuerpo femenino y los estándares de la belleza establecidos que crean una ilusión en las actrices que se integran a la industria del entretenimiento para lograr el estatus de celebridad sobre la explotación de sus cuerpos, entendido también como la frustración de una actriz en el ocaso que siente repulsión por su propio cuerpo y sufre en silencio la imposibilidad de volver a iluminar su estrella a causa de una vejez inevitable que es incapaz de aceptar. A modo subtextual, asimismo, interroga la falta de inclusión de ciertos estereotipos que son rechazados por la industria porque son vistos como “monstruos”. Esto es especialmente cierto cuando Elisabeth y Sue se descontrolan hasta fusionarse en un mutante deforme que sobre el escenario solo incita el repudio de aquellos que no están preparados para incluir algo que esté fuera de las normas ampliamente aceptadas por ese público heternormativo conservador que les da la espalda.

A pesar de la narrativa manida y de la crítica trillada, encuentro algo de autenticidad en la actuación de Moore. Ella se ve atrapada en un guion que no le da mucho con qué trabajar cuando Qualley la reemplaza. Pero casi siempre me resulta orgánica la manera en que ejerce su mirada, los gestos y las mutaciones de su rostro para expresar el ciclo de tortura intrínseca que atraviesa su personaje cuando es víctima de la ansiedad, la inconformidad y las adicciones incontrolables de la sustancia que mutila su cuerpo hasta quedar en un vacío irrecuperable que niega cualquier posibilidad de mejorar su autoestima. En pocas palabras, interpreta a una actriz que se siente inconforme con su propio cuerpo. Su interpretación, que es casi un reflejo de su propia trayectoria real como actriz olvidada, expone un desempeño sólido que, a veces, se ve limitado por un par de escenas en que la que solo posa desnuda en el suelo del baño como un cadáver viviente mientras Qualley se intenta robar el show. Su pericia física incluso se eleva un poco por el maquillaje prostético que transfigura su cuerpo como una criatura jorobada que vomita órganos ensangrentados y parece una cosa sacada del cine de Carpenter.


Dennis Quaid y sus secuaces.


Con la efigie de Moore, Fargeat frecuenta demasiados lugares comunes dentro de la ecuación genérica del terror corporal, pero integra sobre la puesta en escena unos mecanismos estéticos que funcionan al menos correctamente para subrayar el quiebre psicológico de la protagonista. Por la parte visual, trata de crear una atmósfera laberíntica y onírica en la que suele utilizar la elipsis simbólica, el primer plano, el plano subjetivo, el campo-contracampo, los puntos de iluminación, el uso del color como herramienta descriptiva y, sobre todo, las posibilidades del encuadre móvil que dinamizan las acciones más exageradas con una cámara en constante movimiento. En materia compositiva, su manejo de la topografía espaciotemporal establece vínculos e intenciones dentro de su registro proxémico, donde el ambiente de las habitaciones herméticas y claustrofóbicas buscan acentuar el panorama de horror visceral que experimenta la actriz. Por el lado sonoro, es al menos correcta la forma en que emplea la música siniestra y el sonido diegético para tratar de ampliar el espacio auditivo a través de los gritos, los ruidos estridentes y las voces guturales. Sin embargo, estos elementos me resultan insignificantes porque solo sirven como accesorios cosméticos que decoran un cascarón que es hueco por dentro.




La sustancia es, en última instancia, una película nimia, errática, fatigosa, que a lo justo logra justificar sus casi dos horas y media de duración antes de colgar esa narrativa mecánica que cae en el error de depender demasiado de sus efectos especiales mientras los personajes femeninos pasan a ser como muñecas de porcelana a punto de romperse en un baño de sangre, jeringas, ambición, bótox y climas asexuados. De nada sirve la integración solvente de Quaid como el productor impertinente que impone su autoridad como si fuera una parodia de Harvey Weinstein, la de Qualley como la actriz virulenta que mueve el trasero con ejercicios deserotizados, o los planos que insertan provocaciones banales con las vísceras putrefactas. Lo que pudo haber sido una reflexión fascinante sobre la inconformidad de la belleza y la cosificación de las actrices en la esfera del espectáculo, queda reducido a una experiencia que se pierde en su parábola moralista sobre las consecuencias de la adicción y el abuso de sustancias prohibidas para elevar la autoestima. Al final de la contienda, cuando las actrices híbridas quedan drenadas y deformadas para celebrar la crisis de identidad de Año Nuevo, quitándose la máscara en el escenario como sinónimo de autoaceptación, me da la impresión de que el abanico de pretensiones se agota y parece estar allí solo para hacer que parezca más compleja de lo que realmente es. Francamente, la olvido tan pronto como salen los créditos.

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Ficha técnica
Título original: The Substance
Año: 2024
Duración: 2 hr. 21 min.
País: Reino Unido
Director: Coralie Fargeat
Guion: Coralie Fargeat
Música: Raffertie
Fotografía: Benjamin Kracun
Reparto: Demi Moore, Margaret Qualley, Dennis Quaid
Calificación: 5/10

Tráiler de La sustancia



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