Nanuk, el esquimal es una película que constituye el debut como director de Robert J. Flaherty, estrenada varios años después de que se perdiera el metraje de su trabajo anterior sobre la cultura inuit filmado a mediado de los años 10. Su irrupción en el cine mudo de los años 20 supuso una ruptura con la tradición narratológica del drama porque se trataba, hasta entonces, de un documental que incorporaba elementos de ficción para agregarle un componente adicional de naturalismo a las escenas desdramatizadas, demostrando con su éxito que el género de no ficción también tenía un alcance para exhibirse en los cines comerciales. La hora y cuarto que paso disfrutando de sus imágenes me obligan a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que es un documental bastante sobrio, en el que Flaherty recurre a una estética ajustada para captar, con un grado palpable de autenticidad, un retrato antropológico sobre la cultura inuit y la dureza de la condición humana. Su argumento se desarrolla en una península del norte de Canadá y sigue a Nanuk, un cazador experimentado de la tribu inuit que camina por los páramos helados para cazar en un lugar hostil que pone a prueba sus instintos, mientras viaja como nómada junto a su familia conformada por su esposa y sus hijos. En general, la narrativa no tiene grandes giros ni situaciones inesperadas, sin embargo, me parece sutil por la manera simple en que sus escenas muestran las tareas cotidianas de Nanuk para señalar, en clave didáctica, su modo de vida. De esta forma, para mí resulta agradable aprender cosas que desconocía de la etnia inuit y, en cierta medida, disfrutar de las acciones de Nanuk que a menudo se distribuyen entre la navegación en los kayaks; la pesca en las gélidas aguas; el comercio de pieles de oso polar; la cacería colectiva de una morsa; el viaje en el trineo de perros sobre el desierto de nieve; la meticulosa construcción de un iglú para pasar la noche fría; las duras condiciones climáticas que obliga a la familia a resguardarse y a comer carne cruda para subsistir. Aunque Flaherty adelgaza el relato con algunas escenas guionizadas, presenta a Nanuk como un hombre intrépido, alegre, solitario, que se sacrifica durante el día para dar de comida a su familia y resistir a las circunstancias más duras como parte de las tradiciones ancestrales de una etnia completamente aislada de la cultura occidental, en un lugar inhóspito en el que la supervivencia depende del ingenio, la destreza y una relación intrínseca con el entorno natural. Los personajes, sin decir una sola línea de intertítulos, se sienten orgánicos porque son locales que se interpretan a sí mismos cuando manifiestan la calidez humana y el vínculo familiar que los une. Nanuk demuestra en cada escena su pericia física como cazador de antaño, pero, además, logra transmitir con su mirada un extraño sentido de alegría y vitalidad cuando registra con sus gestos la necesidad de luchar para proteger a los suyos mientras mantiene cierto respeto por la naturaleza. A través de los desafíos diarios de Nanuk, Flaherty establece una narrativa cohesionada que, en su montaje rítmico, es a la vez un documental íntimo y un drama sobre la resiliencia de un grupo étnico, donde ofrece además un comentario etnográfico muy atinado sobre el núcleo familiar y el tradicionalismo de una cultura lejana. El estilo visual que adopta está atiborrado de atmósferas frígidas que me impresionan, en la que el punto de realismo es gobernado por un uso singular del primer plano y el gran plano general que se acentúa en esos paisajes nevados que resaltan la pequeñez del hombre frente a la naturaleza y que, ante todo, me invitan a reflexionar sobre la tenacidad del espíritu humano.
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