Crítica de la película «El caballo de Turín» (2011)

El caballo de Turín
En El caballo de Turín, el realizador húngaro Béla Tarr retoma su poética del hombre ordinario para sintetizar, desde un existencialismo sombrío, el concepto nietzscheano del eterno retorno. Tarr la codirige junto a su esposa Ágnes Hranitzky y es, por así decirlo, su última película como director de cine. No sé qué lo ha llevado a tomar la decisión de exiliarse del arte cinematográfico, más allá de sus posturas políticas de extrema izquierda en contra del gobierno de Viktor Orbán y de la aclamación religiosa que recibió de la prensa festivalera, pero en las dos largas horas y media que dura tengo la sensación de que es igual de regular que Las armonías de Werckmeister y El hombre de Londres. De entrada, alcanzo a observar que es una película de Tarr que, con una estética densa, posee cierta belleza en las atmósferas desoladoras, pero carece de pozo emocional y, a menudo, los personajes vacíos solo funcionan como autómatas para establecer un diálogo filosófico sobre el sufrimiento y los efectos deshumanizantes del capitalismo, donde sospecho que todo se reitera inútilmente para acomodar las obviedades del discurso nietzscheano. La historia se sitúa en Turín, Italia, en el año 1889, a partir del contexto del cochero al que Friedrich Nietzsche vio maltratando a un caballo y se acercó para abrazar el cuello del animal mientras lloraba, poco antes de perder la razón. A continuación, la trama tiene como protagonista a Ohlsdorfer, un granjero que se traslada en el carruaje por el campo hasta llegar a la casa en la que vive con su hija y el caballo que deja en el establo, donde lleva una existencia repetitiva durante seis días en medio de una tormenta. En términos estructurales, la narrativa me parece interesante, en principio, cuando se estructura sobre la idea central nietzscheana del eterno retorno al mostrar la rutina del campesino y su hija como un bucle de sucesos que se repite una y otra vez. El problema fundamental, no obstante, es que Tarr no se toma la molestia de añadir alguna dimensión psicológica a los personajes y, en general, reduce sus acciones a una serie de situaciones anodinas que, en su registro de descripciones, consisten en encender la leña para cocinar, comer papas con las manos, mirar por la ventana, escuchar las fuertes brisas de la tormenta, buscar agua en el pozo, disfrutar de los silencios sepulcrales, castigar al caballo que se niega a comer y a salir del establo. Los personajes son algo huecos en su realismo episódico, colocados en un abanico situacional demasiado obvio con el que Tarr se empeña en interrogar, desde la superficie del materialismo dialéctico, cosas como la servidumbre, el consumo, la codicia, la opresión y la desdicha humana sobre la base del eterno retorno, pero entendido ahora como la vida cotidiana de un hombre de clase obrera que ha sido abandonado por las políticas sociales que destruyeron sus medios productivos y cae en el abismo de una pobreza abyecta en la que apenas intenta disimular los síntomas importados por la autoridad que ejerce sobre la hija servil y el caballo que al que castiga como esclavo. Su texto maniqueo parece casi como la excusa idónea para demonizar el trato deshumanizante de ese costado del capitalismo que encarcela al hombre en un eterno retorno de las cosas, pero, desgraciadamente, opta por construirlo con un personaje que no es más que un vago parasitario que se rehúsa a salir de la zona de confort para trabajar como capitalista y prefiere someterse voluntariamente a la esclavitud de la inopia. El caballo simboliza al obrero alienado. La fuerte ventisca metaforiza el caos de esa sociedad en la que Dios ha muerto y pone barreras a los que no desean competir en un mercado para subsistir. De los actores recurrentes del cineasta, János Derzsi y Erika Bók, no tengo nada bueno qué decir porque no ofrecen más que silencios y gestos mecánicos. Pero reconozco, dicho sea de paso, los valores estéticos con los que Tarr edifica su puesta en escena sobre la elipsis, el fuera de campo, el sonido diegético, el sobreencuadre, el plano panorámico de paisajes brumosos, el escenario de la casa de piedra y madera, el blanco y negro, el plano fijo de larga duración, el uso proxémico del espacio y las variaciones del encuadre móvil que fabrican largos plano secuencias con la cámara en movimiento de Fred Kelemen. La música melancólica de Mihály Víg tiene, de igual modo, un leitmotiv que me resulta contagioso de escuchar. Lo demás lo olvido tan pronto como salen los créditos.

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Ficha técnica
Título original: The Turin Horse (A torinói ló)
Año: 2011
Duración: 2 hr. 35 min.
País: Hungría
Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky
Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Fred Kelemen
Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
Calificación: 6/10

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