Mi interés por el cine del oeste de los años 30 me ha llevado a ver
El chico de Oklahoma, una película poco conocida de Lloyd Bacon que constituye el primer western que protagonizó James Cagney para la Warner Bros., en una época en la que los estudios estaban considerando traer de vuelta los estereotipos comunes del género tras el evidente éxito que consiguió
La diligencia (Ford, 1939), estrenada un mes antes. Se dice que después del estreno Cagney y Humphrey Bogart nunca se hicieron amigos y sostenían una rivalidad fuera del plató, a pesar de que esta era la segunda ocasión en que colaboraban juntos en una película. La hora y media que dura, al margen de estas trivias, me obliga a razonar lo necesario como para saber que Cagney le inyecta su carisma a unas pocas escenas, pero, en general, es un western convencional y prescindible, que se pierde como las balas en los tiroteos de pueblo cuando mueve a los personajes como cartas de póker para esclarecer sus tópicos sobre justicia, corrupción y honor en el salvaje oeste. La historia se sitúa en el contexto de finales del siglo XIX, donde el presidente estadounidense Grover Cleveland firma un proyecto de ley que permite la venta de la franja Cherokee en el territorio de Oklahoma, un suceso histórico que condujo a una especie de fiebre de terrenos entre los colonos que llegaban al lugar. El protagonista es Jim "Oklahoma Kid" Kincaid, un forajido que vive según sus propias reglas y que, luego de emboscar y robarse el dinero de una pandilla liderada por Whip McCord (que asaltó una diligencia), cabalga en su caballo hasta un pueblo sin ley en el que, tiempo después, se enamora de una bella dama que es hija de un juez local y, además, se dispone a acabar con la banda de McCord para vengar al padre que lo desheredó por seguir una vida de crimen. En términos generales, la narrativa recupera algunos de las nomenclaturas básicas del género, donde el pistolero más buscado intenta redimirse por los pecados del pasado al trasladar sus motivos a una cuestión de honor y justicia, mientras de paso mata con su revólver a todo aquel que se cruce en su camino de venganza. Hay tiroteos, persecuciones, conversaciones en el salón. El problema que observo, no obstante, es que hay una ausencia de desarrollo que coloca a los personajes sobre descripciones superficiales de guion, que solo funcionan para impulsar el conflicto y reducir sus acciones redundantes a diálogos cutres en la cantina, en la comisaria y en varias partes del condado ficticio de Tulsa. Las escenas se resuelven con cierta gratuidad cuando miro a Kid escapando de los mismos lugares peligrosos sin recibir ni un rasguño. Y sospecho que casi no hay sustancia en la figura del vaquero vigilante que persigue la venganza para aprender el valor ético de la responsabilidad, así como en la del villano corrupto del que se solo se sabe que utiliza su amplia red de chantaje para extender su dominio en la ciudad del vicio. Cagney hace lo que puede cuando emplea sus gestos histriónicos y su acelerada forma de hablar para interpretar a un bandido desconfiado, astuto, independiente, que mata a los malos para restablecer la ley y el orden antes de besar a la chica, aunque me da la impresión de que su perfil gansteril no encaja con las ecuaciones de este western. Bogart, en cambio, está un poco más que olvidable como el terrateniente perverso que controla la ciudad. Con ellos, Bacon consigue, por lo menos, una puesta en escena que encuentra su autenticidad en los escenarios, el vestuario y algunas atmósferas del oeste fabricadas por la lente luminosa de James Wong Howe, así como la integración de una banda sonora de Max Steiner en escenas clave. Todo lo demás, dicho sea de paso, se me olvida con los créditos.
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Ficha técnica
Título original: The Oklahoma Kid
Año: 1939
Duración: 1 hr. 25 min.
País: Estados Unidos
Director: Lloyd Bacon
Guion: Edward E. Paramore Jr., Warren Duff, Robert Buckner
Música: Max Steiner
Fotografía: James Wong Howe
Reparto: James Cagney, Humphrey Bogart, Rosemary Lane, Donald Crisp, Harvey Stephens
Calificación: 5/10
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