Crítica de «El brutalista»: drama sobre un arquitecto conformista

En su tercer largometraje, Brady Corbet narra un drama de época para darle otra aproximación a la presunta banalidad del mal capitalista y los claroscuros que esconden los hacedores de arte.



El brutalista



En El brutalista, el director norteamericano Brady Corbet retoma algunos rastros de su poética del artista para aventurarse a narrar, supongo, los claroscuros que se esconden detrás de aquellos genios atormentados que hacen arte en medio de la desdicha más abyecta, con una aproximación que es un poco similar a El manantial (Vidor, 1949), aunque reconstruye el fondo sociopolítico para condenar los presuntos males del capitalismo y ajustarse a las normas discursivas que son habituales en algunas de las cosas pretensiosas que salen de los marxistas culturales de la progresista distribuidora A24. En una entrevista llegó a decir que era una película “que celebra los triunfos de los visionarios más audaces y consumados”. También alegó que se filmó utilizando el antiguo formato panorámico de VistaVision para otorgarle un estilo visual cercano al de las películas clásicas de los años de la posguerra. Sin embargo, fue ampliamente criticado por el uso de la inteligencia artificial para mejorar la autenticidad del diálogo húngaro de Adrien Brody y Felicity Jones; aunque luego negó que se usara para diseñar la marcada arquitectura de edificios mostrada en unos cuantos planos.

Al margen de esta controversia que persiste hasta estos días, el rato que paso con ella durante aproximadamente tres horas y media me induce a razonar lo suficiente como para saber, dicho sea de paso, que no se trata de la gran película que han mercadeado los agentes de los festivales de cine durante toda esta temporada. Me parece igual de regular que la película previa de Corbet, Vox Lux. El asunto tiene actuaciones notables de Brody y Jones, pero, a pesar de su estética visual, tengo la ligera sospecha de que Corbet termina demoliendo la narrativa como un edificio en construcción, donde debajo solo quedan los escombros de un metraje innecesariamente largo que le quita sustancia a su discurso sobre las complejidades del artista.


Adrien Brody. Fotograma de A24.


A modo de obertura, el argumento se sitúa poco después de la Segunda Guerra Mundial y sigue a un superviviente del Holocausto judío húngaro que, luego de ser separado de su esposa y de su sobrina huérfana en el campo de concentración de Buchenwald, emerge desde la oscuridad mientras camina entre la caótica muchedumbre, como un inmigrante más que llega en barco al puerto de Nueva York y se regocija al ver la Estatua de la Libertad. Este protagonista tiene como nombre László Tóth (Adrien Brody) y es un arquitecto que tiene la esperanza de hallar en Estados Unidos el anhelado sueño americano para rescatar su dignidad, después de experimentar en carne propia los horrores más deshumanizantes arreglados por los nazis.



En términos generales, la estructura narrativa sintetiza la vida de László en dos partes centrales que se edifican con cierta linealidad calculada.

En una primera parte, titulada El enigma de la llegada, László es mostrado como un hombre sinuoso, mujeriego, mendigo, habituado a dormir en un baño de servicio, acostumbrado a los prejuicios de los xenófobos antisemitas, que trata de adaptarse a la cultura estadounidense de Filadelfia en los días de 1947 en que trabaja con su primo Attila (Alessandro Nivola) en el negocio de muebles y, más adelante, es contratado por el adinerado Harry Lee Van Buren (Joe Alwyn), quien lo contrata para renovar la biblioteca de su mansión con el objetivo de sorprender a su padre, el rico industrial Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). Los golpes de efecto amplían el espectro psicológico de László una vez que es despedido por el furioso señor Van Buren y rompe el vínculo con el primo que lo culpa por el proyecto fracasado, donde desciende al abismo del desempleo, el alcoholismo y la adicción a las drogas, aunque sin renunciar a la posibilidad de volver a ver a su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y Zsófia (Raffey Cassidy), atrapadas todavía en Europa. El personaje consigue laborar como un obrero en las minas de carbón junto a un padre soltero afroamericano del que se hace amigo. Pero su aparente desgracia disminuye cuando Harrison reaparece para elogiar sus logros pasados como arquitecto europeo exitoso y, después de disculparse, compra sus servicios para construir una iglesia colosal como homenaje a su difunta madre.


Guy Pearce, Adrien Brody e Isaach De Bankolé


En la segunda parte, El núcleo duro de la belleza, ubicada en 1953, presenta a László como un arquitecto sometido a la voluntad de su empleador, que supervisa la cimentación del gigantesco centro comunitario, mientras choca contra las decisiones de los contratistas que cuestionan su diseño y aguanta en silencio las humillaciones que ensucian su dignidad como el barro, a pesar de la felicidad que encuentra al estar junto a su esposa Erzsébet, a la que cuida con ayuda de su sobrina muda porque es una mujer confinada a una silla de ruedas debido a la osteoporosis sufrida por la hambruna. De nuevo el personaje pasa por un lapso de infortunio cuando se descarrilla un tren de carga y el jefe despide a los trabajadores antes de cancelar el proyecto; algo que lo obliga a mudarse a Nueva York con su esposa para trabajar como redactor en un estudio de arquitectura hasta 1958, el año en que Harrison reinicia el plan y lo vuelve a contratar otra vez.


Felicity Jones y Adrien Brody


El problema fundamental de esta narrativa, ante todo, radica en que la textura dramática de los personajes pierde el pulso porque sus acciones, en general, se reducen a una serie de situaciones reiterativas que nunca abandonan los diálogos inanes a puerta cerrada ni los eventos de sufrimiento a la hora pautada en su epicentro situacional. De esta forma, recibo con indiferencia las escenas del arquitecto inseguro que se deja consumir por la drogadicción y los sueños imposibles; los episodios de la esposa inválida que toma medicamentos para calmar el dolor de huesos y es testigo del desprecio que recibe su marido de los demás; la ambición del magnate perverso que trata a sus subordinados como si fueran ganado para satisfacer su megalomanía; las noches de cena en la residencia siniestra en la que se revelan las intenciones recónditas de los huéspedes. El comportamiento que ellos adoptan, desde luego, está construido con solvencia en la superficie, pero el guion de Corbet y de Mona Fastvold es incapaz de sacarlos de la inercia de las descripciones más obvias, donde los motivos esenciales que los lleva a ser como son se acomodan sobre la base de la angustia, los desvaríos y los vicios personales.


Guy Pearce como Harrison Van Buren.

 

La circularidad de conflictos adoptada por Corbet arroja un texto que metaforiza la xenofobia, la libertad creativa del artista y la condición socioeconómica de los inmigrantes dentro de los engranajes del capitalismo, pero entendido ahora como la imposibilidad de escapar de un individuo que es controlado por el mecenas que invierte capital en sus competencias y explota su fuerza de trabajo con otros empleados para complacer sus delirios de grandeza. Su estela dialéctica habla sobre aquella vieja dicotomía de clases entre el opresor y el oprimido, pero agenciada a la perspectiva de un arquitecto brutalista que, en su condición de inmigrante, se ve obligado a recibir una oferta del capitalista para dejar atrás la pobreza, mientras su mundo personal se desmorona una vez más después de la tragedia del Holocausto. Esto es específicamente cierto porque, a pesar de toda su pesadumbre y del ultraje recibido, László, como buen conformista encerrado en un campo de concentración, se empeña en finalizar la edificación como una especie de deber moral para procesar los traumas que lo separaron de sus logros artísticos. El inconveniente, sin embargo, es que la síntesis discursiva se vuelve irremediablemente maniquea cuando Corbet trata al pobre arquitecto judío con indulgencia y al capitalista caucásico, por el contrario, como un ser despreciable que carece de empatía humana, casi como un fascista ejemplar.


Adrien Brody

 

En este sentido, hay ciertas obviedades en el registro dialógico que esquematiza lo que le sucede a los personajes de manera subterránea (mentiras, violación, incesto, depravaciones, manipulación, castigos, remordimiento, etc.), pero, más allá de sus conversaciones, hallo algo de credibilidad en cada uno de los actores principales del reparto. Primero destaco la actuación que entrega Brody, quien utiliza su amplio andamiaje expresivo a través de la mirada, los gestos y el acento para comunicar el abanico de infelicidad que golpea a László, mostrándolo como un hombre vulnerable, determinado, que por las circunstancias se conforma con ser explotado y está atrapado en contra de su voluntad en una sociedad competitiva que pone barrera sobre los inmigrantes que desean prosperar por sí mismos. A su lado hay, además, una interpretación sutil de Jones que capta, con el rostro y la voz, la vulnerabilidad de una mujer fiel que intenta cubrir la depresión y los dolores mientras recupera lentamente el proceso motriz de caminar con sus piernas adormecidas y motiva a su marido a seguir adelante ante la adversidad que toca su puerta. Entre ellos, el tercer puesto lo ocupa Pearce, con una actuación que le pone tres dimensiones a su expresividad para interpretar, con la elegancia y la sofisticación, a un millonario megalómano, pérfido, apático, oportunista, que disfruta explotar a los otros para complacer sus caprichos superfluos y la ilusión de superioridad moral; alcanzando su mayor punto vileza en la escena en que viola a un borracho László al que llama “sanguijuela social” en las minas de mármol.



Adrien Brody y Felicity Jones

 
De igual modo, encuentro un rastro considerable de vistosidad en la estética finamente ajustada de la película. Por el lado sonoro, el uso del sonido diegético se ajusta a las inquietudes de los personajes de cada escena descrita, y la banda sonora de Daniel Blumberg, quizá la más significativa de toda la película, comunica emociones expresadas por ellos, pero también se encarga de alegrar mis oídos con los ecos disonantes y caóticos de los metales que se escuchan a lo largo de pieza de Obertura de Autobús, que se escucha como algo que se está construyendo y que, en efecto, funciona como melódico leitmotiv de piano, trompa, tuba, percusión, trombón y trompeta. Por el lado visual, se destaca la auténtica reproducción del período que se subraya con brío sobre el vestuario de época y los decorados elegantes que adornan cada escenario, pero, además, resulta interesante el espesor compositivo que se simplifica a través elementos como el sobreencuadre, la elipsis, el uso del color, el fuera de campo, el encuadre móvil, la iluminación barroquista, el plano general y los planos panorámicos de la lente de Lol Crawley que aprovechan las posibilidades del VistaVision para capturar atmósferas lúgubres en los espacios amplios. El uso proxémico del espacio, asimismo, se amplifica sobre el encuadre y suele dimensionar la psicología interna de los personajes sobre la plataforma de los diseños arquitectónicos brutalistas que simbolizan en cada plano ciertos estados de ánimo.

 Adrien Brody

Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades estéticas logra sacar el filme del rutinario engranaje de escenas que se monta como si una grúa torre las colocara en los mismos lugares con el fin de repetir su comentario sobre la brutalidad del capitalismo desde la óptica de la arquitectura brutalista. Irónicamente, en los años 50 el estilo arquitectónico del brutalismo buscaba la ausencia de pretensiones en las construcciones de los rascacielos, pero sin abandonar las estructuras funcionales y baratas que le otorgaban un aspecto bruto. Corbet hace exactamente lo opuesto con esta película porque, en efecto, construye sus largas escenas con un estilo solemne que adorna la historia de ese arquitecto desgraciado que languidece en el entorno angustiante de un país al revés en el que los inmigrantes solo son bienvenidos si dan algo a cambio. Ya cuando llega el epílogo situado en 1980, La primera bienal de arquitectura, me asalta la sensación de que hay cierta irregularidad en los materiales que soportan su narrativa, y lo único que permanece, en efecto, es una falta generalizada de impulso emocional.

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Ficha técnica
Título original: The Brutalist
Año: 2024
Duración: 3 hr. 34 min.
País: Estados Unidos
Director: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
Música: Daniel Blumberg
Fotografía: Lol Crawley
Reparto: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy
Calificación: 6/10

Tráiler de El brutalista





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