Mi experiencia con el cine del cineasta estadounidense Robert Eggers no comenzó tan bien que digamos. Su ópera prima, ‘La bruja’, me pareció infumable relatando la crónica horrífica de la familia en Nueva Inglaterra en el año 1630 que es despedazada por las fuerzas malignas de la brujería, la magia negra y la posesión, aparentemente desarrollado con el único propósito de transformarlo en una diatriba feminista. Era un film que para mi gusto resultaba convencional. Perdí la cuenta de las veces que bostezaba mientras la veía. Fue un naufragio seguro. Estando asaltado por la decepción, abandoné toda ilusión de seguir la supuesta trayectoria de este señor que ya está catalogado como el nuevo profeta del género de terror contemporáneo. Pero me sucedió algo muy extraño que me hizo recapacitar para darle una oportunidad. Me pasó al ver su segunda película como director, titulada
El faro. La veo sintiéndome como un náufrago perdido en las aguas de un mar neblinoso, iluminado por un halo de luz muy brillante mientras me seducen los cantos de hermosas sirenas que llevan mi navío extraviado a tierra firme.
Desde la hipnótica apertura,
El faro me mantiene pegado a mi asiento durante casi dos horas sin darle ningún tipo de tregua a las exigencias de mi vejiga urinaria. Es una película tensa, escueta y visualmente atmosférica que logra sorprenderme con la historia de los dos fareros confinados en el faro de un atolón distante que, paulatinamente, los condena a la cárcel de la locura. Aunque su impacto emocional no me parece tan fulminante, permanezco cautivado por su proeza estética que alinea diálogos cargados de retórica melvilliana, las múltiples referencias alegóricas de la mitología griega y de la pintura simbólica de Arnold Böcklin y Jean Delville, la meticulosa ambientación del período, la absorbente fotografía en blanco y negro de Jarin Blaschke que con una relación de aspecto cuadrada transmite en cada plano una claustrofobia irreversible en unos espacios muy reducidos, un ritmo muy fluido que cohesiona las escenas, los estruendosos bramidos de un faro que grita casi como un individuo perturbado. También dos actuaciones fabulosas de Willem Dafoe y de Robert Pattinson cuando interpretan a los dos guardianes del farol que reparten sus días entre la culpa, la demencia y los graves efectos del aislamiento prolongado.
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Robert Pattinson y Willem Dafoe en un fotograma. Imagen cortesía de A24. |
Escrita por un guion de Eggers y su hermano Max e inspirada parcialmente en una tragedia ocurrida en el siglo XIX, la película narra el argumento del veterano marinero Thomas Wake (Willem Dafoe) y de su ayudante Ephraim Winslow (Robert Pattinson) cuando navegan hacia una remota isla vapuleada por la cólera de los siete mares. El contracampo de un plano general anuncia la llega en el barco. Un plano medio corto los encuadra desenfocados frente a la lejana luminosidad del faro del arrecife al que se dirigen. En la pequeña costa el paisaje es atmosférico, lúgubre, brumoso, inundando por una calma que espera despertar a la tormenta. El cielo gris está abarrotado de unas gaviotas inquietas que se pasean por los techos de la estación. Wake y Winslow se alojan e inmediatamente se ponen a realizar las respectivas labores de mantenimiento del faro hermético durante cuatro semanas hasta que llegue el nuevo relevo. Uno es anciano; el otro es joven. Claramente se presenta la dicotomía. Winslow es el peón que debe obedecer las órdenes del estricto Wake, quien usualmente recurre a unos soliloquios de verborrea agresiva, casi shakesperiana, para reprochar las tareas mal realizadas.
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Willem Dafoe y Robert Pattinson. Imagen de A24. |
Como es de esperar, las pugnas internas ocasionadas por el control de la jerarquía y las consecuencias de la reclusión dilatada hacen que Wake y Winslow comiencen a delirar como un vendaval que arrasa con el litoral parsimonioso. A veces con breves intervalos de descanso.
Las escenas describen la cotidianidad de esos dos seres extraviados en el núcleo de las tinieblas, como las conversaciones en la mesa a la hora de cenar acompañados por monólogos inteligentes y por un fuerte alumbrado, las labores forzadas de Winslow cargando barriles de queroseno hasta la cumbre del faro y deshacerse de los orinales con las heces fecales de ambos, el onanismo desmesurado de Winslow ante la figura de una sirena para apaciguar los deseos sexuales reprimidos, la extraña sala de los faroles donde Winslow contempla cómo Wake se convierte en un monstruo con tentáculos, la intervención simbólica de una gaviota tuerta a la que Winslow mata a golpes contra la cisterna en un ataque rabia para supuestamente atraer la mala suerte. Ese detonante empeora las cosas cuando Winslow experimenta visiones y sueños relacionados a las extremidades de la bestia, los tocones de árboles flotando en el agua, un hombre muerto y la imagen erótica de una sirena (Valeriia Karaman).
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Willem Dafoe y Robert Pattinson. Foto de A24. |
Con un tenebrismo fabulesco, la película edifica la conflagración entre el senil autoritario y el hombre atormentado para reflejar, en primera instancia, una parábola recóndita sobre la esclavitud de los individuos y la naturaleza corrosiva del poder, un aparente dialelo que corrompe el alma y se repite una y otra vez. Es la clásica tragedia de los oprimidos frente al opresor. Pero trasladada al terreno de la mitología griega y transformando a los personajes, metafóricamente, en “dioses” que simbolizan el eterno dilema. Wake puede ser visto como Proteo, el dios homérico que puede predecir el futuro y que altera su apariencia insistentemente para así evitar la obligación de profetizar a quien llegase atraparlo. En cambio, Winslow representa al humano esclavizado que cae en desgracia, una especie de Prometeo que anhela robar la llama de fuego (la luz del faro) que posee el dictatorial viejo del mar, Wake, en la cúspide del faro para iluminar la lobreguez que rodea su vida con la lente de Fresnel, cosa que consigue en el clímax al matar violentamente a Wake cuando este revela su “forma monstruosa”. Como dioses y hombres, están condenados a compartir el destino trágico que siempre se repite. Los significados alegan que son dos caras de la misma moneda.
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Willem Dafoe. Imagen cortesía de A24. |
La superficie
pesadillesca del relato también desarrolla otra lectura que, a mi juicio, es muy interesante, por el hecho de que muestra un viaje desolado al corazón de la oscuridad humana al tratar textos como la ansiedad, la aprensión y la soledad, justificado por el paranoico Thomas Howard (el nombre verdadero de Winslow) cuando gradualmente pierde la cordura y exhibe un cuadro clínico adyacente a un trastorno de despersonalización, propiciado por el maltrato mental de trabajar para Wake y por el remordimiento que evoca a Ephraim Winslow, el antiguo capataz al que terminó ahogando para asumir su identidad.
Por esa razón Howard vive en un estado de alucinación perpetuo que lo mantiene anclado a alucinaciones sobre sirenas, gaviotas tuertas, cabezas cercenadas, cadáveres arrastrados por la orilla, y, posiblemente a una imagen mistificada del irascible Thomas Wake. Está acorralado en el laberinto psicológico de la enajenación. Se destruye a sí mismo paradójicamente por estar condenado a una forma de encadenamiento, cayendo lentamente por el abismo de la escalera de caracol, en el que se venga asumiendo la identidad del tiránico patriarca, a quien termina tratando como a un perro. Y, al igual que Prometeo, termina siendo castigado por las águilas transmutadas en gaviotas que devoran su hígado hasta el final de los días.
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Robert Pattinson. Imagen de A24. |
El lenguaje visual acrecienta esas lecturas cuando encuadra a los actores mayormente en planos generales, plano-contraplano, picados-contrapicados, travellings laterales y verticales, adornando los exteriores diurnos de una espesa niebla que subraya una humedad agobiante y los interiores de las escenas nocturnas por linternas colgadas en el suelo que iluminan los rostros de los personajes con un notable contraste que me recuerda los claroscuros tenebristas. Se muestra filmada con un grisáceo blanco y negro de 35mm, bajo una relación de aspecto cuadrado en la que la altura y la anchura del encuadre es la misma en cualquier dirección, consiguiendo que los planos de dos refuercen el vínculo simbiótico de los dos sujetos al borde la autodestrucción, además de la iluminación desde abajo y desde los lados que golpea su cara constantemente para ampliar el horror que los perturba. En ese sentido, la potente fotografía de Jarin Blashke, inspirada quizá por los trabajos visuales del cine Tarr y Tarkovsky, imprime un estilo clasicista, cercano a la película ortocromática de finales del siglo XIX, que se funde correctamente entre la poesía, la fantasía y el misterio.
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Robert Pattinson y la lente de Fresnel. Fotograma de A24. |
La película me hace sentir tan desquiciado como esos dos adversarios atrapados por la ventisca del frenesí. Ofrece una clase magistral de actuación, primero, con Robert Pattinson como el torturado subalterno y, segundo, con Willem Dafoe como el imponente y megalómano patrón que habla con una elocuencia sofisticada mientras sostiene su pipa de espuma de mar, como si estuviera invadido por el espíritu del capitán Ahab en una noche de borrachera (antológica la escena en la que lo entierran vivo en el pozo de raciones). Disfruto de sus encontronazos cuando se emborrachan con el alcohol y la mezcla de aguarrás y miel, cuando presagian la muerte en las habitaciones del edificio, o cuando luchan bajo la mirada omnipresente del faro que los observa con su luminiscencia amenazadora. También subrayo los ruidos diegéticos de la torre enloquecida, los símbolos incrustados en los rincones de las entrañas mecánicas del recinto, el valor compositivo de la textura de sus imágenes, las atmósferas opresivas en el islote de la calamidad, la elipsis que enuncia estados anímicos. Cuando ruedan los créditos me quedo pensando como un marino en el océano de la incertidumbre. Es una buena película psicológica.